40 o 41 Horas: Siempre las que más perdemos somos nosotras
(*) Por Tamara Vidaurrázaga
Cuando, ante el proyecto gubernamental que busca reducir la jornada de trabajo a 41 horas, los chistes y memes con que respondemos refieren a la falta de inciativa y cómo Piñera busca quedarse con el crédito de la propuesta que hizo la diputada Camila Vallejo, es que no estamos entendiendo nada y nos ganaron la discusión.
Porque los proyectos de la parlamentaria comunista y la de Piñera, no solo tienen una hora de diferencia, sino perspectivas radicalmente diferentes sobre qué derechos debe proteger el Estado, y qué tipo de relación queremos entre el trabajo remunerado y el resto de nuestras vidas.
Ante la propuesta de Camila, que busca avanzar en la conciliación de la vida personal y laboral, el gobierno ha respondido ferozmente, amenazando con todas las penas del infierno e incluso con realizar una acusación constitucional. En una minuta sacada la semana pasada, afirman -sin más- que esta rebaja “sin flexibilidad” generará un aumento del 11% en el costo laboral de las empresas, generando un efecto negativo que iría entre 258 y 303 mil empleos menos. ¿Este espanto respondería acaso a una mínima diferencia de una hora menos semanal?
Es fácil ver dónde ponen el acento ellos: en las empresas y los empresarios, en los dueños del poder económico, en esos que -acumulando riquezas- apenas pagan impuestos, patentes e incluso las contribuciones de las muchas propiedades que coleccionan sin necesitarlas.
Cambios a su antojo
¿A qué le llama el gobierno “flexibilidad”? Este es un término con el que toda persona que trabaja fuera de su casa estaría de acuerdo, si es que sirviera para empoderar a quienes nos empleamos, permitiéndonos -por ejemplo- hacer el trabajo desde nuestros hogares cuando nos convenga, o administrando las horas y la cantidad de tareas que debemos cumplir para responder a nuestras emergencias familiares.
Pero no es esto de lo que habla la derecha, sino de cómo los empleadores podrían cambiar a su antojo, con el proyecto malamente llamado de “adaptabilidad laboral”, las condiciones y derechos laborales que se han reducido cada vez más, avanzando en precariedad y poniendo todo el poder en quienes ofertan el empleo.
Como bien apuntó Iván Mlynarz en una columna, el proyecto de Piñera modifica -por ejemplo- “el máximo de horas diarias de la jornada ordinaria desde las 10 horas actuales a 12 horas, agregándose además una hora extra para tareas de preparación ‘a exigencia del empleador’”. O sea, una jornada máxima de trabajo diario que podría llegar a las 13 horas si el patrón así lo decide.
Flexibilidad es cuando quien es empleado puede definir su jornada, vacaciones o el lugar donde realiza sus labores. Pero cuando estas decisiones están en manos del empleador esto no es flexibilidad, sino precariedad y potencial abuso.
Flexibilidad real
Porque una flexibilidad real requiere poder de negociación, algo que en la práctica escasamente tienen quienes trabajan remuneradamente, como bien señaló la Directora Nacional de Programa de Economía del Trabajo (PET), Carmen Espinoza, cuando indicó que “en la práctica, ni siquiera los trabajadores con altas calificaciones en formación y aspectos profesionales tienen la capacidad de negociar sus condiciones de trabajo. En la práctica y los hechos, los trabajadores están obligados a realizar lo que la empresa estipula”.
La otra excusa del gobierno es que este proyecto acogería la demanda de sectores postergados de la sociedad como mujeres y jóvenes, cuestión que indicó la ministra vocera de gobierno.
Sin embargo, somos precisamente las mujeres las que más perdemos cuando se precarizan los derechos y condiciones laborales a gusto del empleador, disfrazándolo de “flexibilidad”. Porque ya antes hemos vivido políticas públicas que -con el argumento de conciliar la vida laboral y familiar- nos han empujado a la domesticidad obligatoria, haciéndonos las únicas responsables de las tareas domésticas y de cuidado.
Porque, cuando se avanza en lo que el gobierno llama “flexibilidad”, quienes menos poder de negociación tenemos somos nosotras. La urgencia de la demanda familiar, la menor posibilidad de empleos buenos y bien remunerados, históricamente ha redundado en que somos las mujeres quienes “flexibilizamos” nuestro tiempo de trabajo remunerado para hacernos cargo de lo que debiera ser tarea colectiva de quienes habitamos este país.
Personas viejas, enfermas, infantes, quedan a nuestro cargo, además de las labores de la casa que alguien debe resolver, generalmente el que tiempos “más flexibles” tiene dentro de la familia: o sea nosotras. Una ley como la de Vallejo reduce el tiempo para todas las personas que trabajan remuneradamente, avanzando en mayores derechos para quienes estamos empleados.
Una ley como la propuesta por el gobierno nos quita derechos y aumenta el poder de los patrones, usando nuestros espacios domésticos y nuestros tiempos libres según les parezca conveniente para seguir llenándose los bolsillos de dinero.
En una ley como la de la diputada, hombres y mujeres tendremos más horas libres, y entonces tocará negociar qué hacemos con ese tiempo, y cómo lo redistribuimos para ser corresponsables de lo doméstico y del cuidado de nuestras familias y personas queridas.
En una ley como la de Piñera seremos las mujeres las que terminaremos trabajando en la casa, en los pedacitos de tiempo que podemos robar a lo doméstico, sin claridad alguna de cuántas horas ocupamos para quien nos emplea, sin reconocimiento familiar respecto de nuestro esfuerzo, auto explotándonos doblemente por la familia y la remuneración. Que no nos pasen gato por liebre, en esta discusión, no solo hay una hora de diferencia.
(*) Periodista. Magíster en género y cultura, Doctora en Estudios Latinoamericanos y docente UAHC.