
¿Se puede llamar fascista a José Antonio Kast?
Columna del rector Álvaro Ramos O. publicada en Radio Universidad de Chile
Caszely dejó la pelota botando en el piso y es necesario hacerse cargo. Porque la palabra “fascismo” ha sido muchas veces utilizada de forma imprecisa, como un insulto más que como una categoría analítica. Sin embargo, vale la pena preguntarse si ese término tiene alguna utilidad cuando se trata de caracterizar proyectos políticos actuales. ¿Se puede llamar fascista a José Antonio Kast? ¿O estamos forzando una analogía histórica que no corresponde?
Para responder a esa pregunta, conviene volver a una fuente rigurosa: el Diccionario de política de Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino. Allí se define el fascismo no como una ideología cerrada y coherente, sino como “un sistema político que trata de llevar a cabo un encuadramiento unitario de una sociedad en crisis dentro de una dimensión dinámica y trágica, promoviendo la movilización de masas por medio de la identificación de las reivindicaciones sociales con las reivindicaciones nacionales.”
A partir de esa definición, lo relevante no es si Kast utiliza camisas negras o propone abolir el Congreso. Lo que importa es el modo en que su discurso y su programa operan políticamente. Kast plantea su liderazgo como la respuesta a una crisis total: delincuencia, migración, ideología de género, violencia política, fragmentación social. Frente a ese diagnóstico apocalíptico, propone un orden basado en “los valores verdaderos de Chile”: la familia tradicional, la autoridad, la propiedad privada, el emprendimiento individual, la identidad nacional. No se trata simplemente de un proyecto conservador. Es una propuesta que desea recomponer a la sociedad sobre la base de una unidad forzada, suprimiendo diferencias, silencios y resistencias.
La movilización política que impulsa no apela a la deliberación democrática, sino a la emoción del miedo, la amenaza y el castigo. Quienes no comparten su visión del país son retratados como enemigos internos, infiltrados, aprovechadores, antipatriotas. Esa lógica binaria, que niega la posibilidad del conflicto legítimo y del pluralismo político, es uno de los rasgos fundamentales del fascismo según Bobbio.
En esa misma línea, la identificación entre lo social y lo nacional —otro elemento central en la definición de Bobbio— aparece con fuerza en su discurso: el Estado debe proteger solo a “los chilenos de bien”, los beneficios sociales se restringen a quienes cumplen ciertos estándares de identidad y comportamiento, y cualquier forma de justicia social es vista como sospechosa de ser “comunismo”.
No estamos, ciertamente, ante un calco del fascismo histórico italiano o del nazismo alemán. Kast no propone una dictadura de partido único ni una economía corporativista. Pero su proyecto contiene rasgos estructurales del fascismo, adaptados a la democracia liberal: un liderazgo fuerte, el desprecio por el pluralismo, la instrumentalización del miedo, la idealización del pasado, y la negación del conflicto como motor legítimo de la vida política.
Por tanto, no se trata de si se le puede llamar fascista en sentido estricto, sino de si debemos reconocer en su proyecto una deriva autoritaria que emplea mecanismos y símbolos propios del fascismo. Esa pregunta no es un ejercicio semántico: es una alerta democrática. Porque el fascismo —como también advertía Bobbio— no siempre llega con botas; a veces llega con votos.