Álvaro Ramis: A pesar de la derrota, persistir con inteligencia
(*) Por Álvaro Ramis. Columna publicada en Crónica Digital
En Chile, las derrotas electorales suelen vivirse como juicios morales más que como hechos políticos. El problema no es perder —la democracia lo exige—, sino cómo se procesa la derrota. En un sistema fragmentado, con voto obligatorio, electorados volátiles y ciclos cortos de legitimidad, una elección perdida no clausura un proyecto: lo desordena, lo expone y lo pone a prueba.
El primer imperativo tras una derrota electoral es no destruir lo que queda. Coaliciones que se disuelven en cuestión de días, partidos que convierten el análisis en ajuste de cuentas, liderazgos que desaparecen por miedo al costo público: todo eso suele causar más daño que el resultado mismo. En política chilena, donde las estructuras son frágiles y la memoria electoral es corta, preservar organización y vínculos territoriales es ya una forma de resistencia estratégica.
El segundo desafío es la lectura del país real. Chile cambió más rápido de lo que su sistema político fue capaz de comprender. Derrotas recientes no se explican solo por errores de campaña, sino por una desconexión persistente entre discursos identitarios, agendas legislativas y las preocupaciones cotidianas de una mayoría social que vota obligada, pero no necesariamente convencida. Ignorar eso y refugiarse en la superioridad moral es una garantía de irrelevancia.
Luego viene el momento que casi nunca se asume con seriedad: el análisis sin épica. ¿Se habló desde el Estado y no desde la vida cotidiana? ¿Se confundió movilización con mayoría? ¿Se creyó que el rechazo al adversario bastaba para ganar? En Chile, la derrota suele explicarse culpando a los medios, a la desinformación o al electorado. Pero ningún proyecto se reconstruye despreciando a quienes no lo votaron.
Una derrota también exige manejar el tiempo político. No todo se responde al día siguiente ni con declaraciones inflamadas. A veces, la decisión más inteligente es bajar el volumen, escuchar más de lo que se habla y entender que el ciclo electoral chileno —marcado por plebiscitos fallidos y elecciones sucesivas— castiga la ansiedad y premia la coherencia sostenida.
Cambiar la forma de disputar el poder es quizás lo más difícil. En Chile, muchos proyectos siguen peleando la elección anterior, repitiendo consignas que ya no movilizan o defendiendo marcos simbólicos que agotaron su capacidad de convocar. Adaptarse no es renunciar a convicciones, sino traducirlas a un país que ya no responde a los mismos clivajes.
Finalmente, toda derrota electoral obliga a reordenar el horizonte político. Gobernar no es el único modo de incidir. En un Congreso fragmentado, con gobiernos en minoría y ciudadanía desconfiada, la oposición puede ser un espacio de construcción real si abandona la lógica del sabotaje y asume la responsabilidad democrática.
En Chile, las derrotas no matan a los proyectos políticos. Los mata la incapacidad de aprender de ellas. Persistir con inteligencia, reconstruir con humildad y volver a disputar mayorías es la única estrategia que ha demostrado funcionar en una democracia cansada de promesas y atenta, más que nunca, a los hechos.
(*) Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.