Allende ingresa a La Moneda al son de Alexander Nevsky

Allende ingresa a La Moneda al son de Alexander Nevsky

Por José Bengoa*

Hoy es el Día Internacional de los Derechos Humanos. El 4 de Noviembre pasado se conmemoraban los 44 años  en que el Presidente Allende asumía la Presidencia de la República.En esa ocasión el Centro de Formación Memoria y Futuro llenaba el Salón de Honor del antiguo Congreso en calle Compañía. Esta reflexión histórica se leyó en ese momento. No es inútil recordar lo ocurrido y darle dimensión histórica al presente que nos toca vivir.

Hace 44 años Salvador Allende ingresaba a La Moneda después de haber jurado aquí en esta sala del Congreso Nacional. Ese día, junto a muchas y muchos, vestidos de terno negro y corbata de humita,  cantábamos con el coro y sinfónica de la Universidad de Chile, el triunfo de Alexander Nevsky. Instalados frente a la puerta de la Plaza de la Constitución, al son de las campanas y sonajas de “la batalla de los hielos”, voceábamos en un remedo de ruso, la maravillosa música de Prokofiev.

“Ningún enemigo

pisará nuestro suelo

vayan y díganle a los extranjeros

que serán bienvenidos

pero si vienen con la espada

con la espada morirán…”

Mis compañeros y sobre todo compañeras sopranos del coro, cual campesinas de Nóvgorod cantaban estas patrióticas palabras que teníamos traducidas y escritas a mano en la partitura, que Marco Dusi dirigía.

Salvador Allende se bajó del vehículo que lo traía del  Congreso Pleno, e iba a entrar a la casa de los presidentes, pero se dio vuelta, miró a la orquesta y al coro, alzó la mano y nos saludó con un gesto que hasta hoy recuerdo vivamente y que lo inmortalizó: un poco ladeada la cabeza, la mano cariñosa, no había en él puño levantado.  Ingresaba a La Moneda de la que saldría envuelto en un poncho andino tres años más tarde.

Esa noche se abrieron efectivamente las grandes alamedas. La Gran avenida se llenó de gente y en cada esquina había alguna actividad cultural. Caminábamos entre la multitud llenos de esperanzas en un momento en que parecía que la Historia nos pertenecía y el viento soplaba a nuestro favor.

En la Plaza Bulnes se había instalado un escenario donde el teatro de la Universidad de Chile, ya tarde en la noche, interpretó la afamada obra teatral, “Los que van quedando en el camino” de Isidora Aguirre en la que se relata la matanza de Ranquil y la lucha de los campesinos, los hermanos Sagredo en las tierras bravas del Alto Bío Bío.

Creo que ha sido la única vez que he visto esa maravillosa obra y no estoy seguro si era el propio Víctor Jara quien la dirigía en ese entonces. Cientos de personas sentadas en el suelo escuchábamos esas voces que llamaban a la libertad de los esclavos de la tierra, los inquilinos.

Traigo estos recuerdos de lo que era la calle ese día 4 de noviembre de 1970; llena de cultura –alta cultura- y premoniciones. Porque no me cabe mucha duda con los  44 años que han pasado, que en ese guión se encontraba buena parte de las claves de lo que ocurrió posteriormente, y del sentido de Salvador  Allende en la historia chilena y quizá en la historia universal.

Allende imprimió a la lucha política un fuerte sentido patriótico. Puede que fuese el sentido de esos tiempos. Pero a él se le ocurrió aquello de “la revolución con empanadas y vino tinto” y no fue menor. El eje del programa y la política seguida fue la nacionalización del cobre. Será siempre recordada la Unidad Popular por este acto de dignidad e independencia nacional.

Y no por casualidad la respuesta fue brutal: la frase de Nixon/Kissinger, “los apretaremos hasta que griten de dolor”, en una traducción suelta, lo dice todo. Pero no todo. Los sicarios nacionales siguen allí hasta el día de hoy, a pesar de que cada cierto tiempo se desclasifican nuevas evidencias, se escriben nuevos libros y se sabe más, con pelos y señales, de quienes fueron los enemigos internos, los que se aliaron al extranjero.  Bien escogida estaba la música de Prokofiev esa tarde del 4 noviembre de 1970.

Y con los años crece y crece la importancia de la revolución agraria que se produjo en esos años.La ola expropiatoria venía de antes, de la imaginación de Eduardo Frei por cierto, pero a partir de ese 4 de noviembre se transformó en un maremoto.

Días después –solo unos pocos días- explotó la provincia de Cautín, y la prensa lo llamó el Cautinazo.  Los mapuche se tomaron los fundos, empezaron por Lautaro; Allende viajó a Temuco y se reunió con las organizaciones indígenas, Jacques Chonchol se instaló como Ministro en terreno o en campaña en el sur insubordinado.

Algo irresuelto, profundo, sangrante se podría decir, estaba latente y aún está. Luego fueron las otras provincias y en menos de dos años todos los fundos de más de 80 hectáreas de riego básico habían sido expropiados. Una ola de dignidad recorrió el campo chileno. Los siervos de la gleba se habían levantado como lo habían declarado los Sagredo en boca de Isidora Aguirre en las cordilleras nevadas de Ranquil y como lo habían hecho en numerosos países que de esa forma turbulenta y traumática pudieron ingresar a la modernidad.

Las consecuencias son determinantes para la historia que hemos vivido. Se acabó la servidumbre en Chile en la cara del inquilinaje y una conciencia de libertad se apoderó de nuestro pueblo.Hasta el día de hoy. La reacción de los patrones, de sus aliados serviles, los cochenchos, no se hizo esperar.

Como lo había hecho desde siempre, la vieja oligarquía de apellidos vinosos, mandó a los mayordomos y capataces hacer el trabajo sucio. Ni siquiera los van a ver a Punta Peuco. Durante casi 20 años escuchamos tronar las voces cuarteleras con acento chillanejo, mientras los de siempre recuperaban sus poderes amenazados.

La cantidad de campesinos muertos, desaparecidos, enterrados como en los hornos de Lonquén, son la expresión de ese rencor por haberse levantado. Haber osado levantarse. Hasta el día de hoy han desaparecido. No hay ni organizaciones campesinas, ni demandas campesinas y pareciera que el mismo nombre hubiese sido desterrado. En estos días que comienza el verano son masas de hombres y sobre todo mujeres, quienes van a levantar las cosechas en el silencio profundo de los sin nombre.

Las viejas trabas feudales, sin embargo, se eliminaron en Chile, la propiedad privada se expandió hasta el último rincón del territorio, la mano de obra liberada del yugo quedó sujeta a su suerte y al maldito mercado. El pueblo se transformó en “la gente” y el anonimato se apoderó de los hijos de los antiguos inquilinos. Fueron miles ahora quienes fueron quedando en el camino.

Casi exactamente tres años después, me subí a un farol frente a La Moneda en la misma Plaza de la Constitución. Era el 4 de septiembre de 1973 y un nuevo estrado se había construido frente a la puerta de La Moneda. Miles de personas –algunos dicen un millón- pasaban sin cesar frente al Presidente. Estuve más de una hora mirándolo desde mi altura riesgosa de joven apresurado y observador. Triste se le veía. Un poncho de vicuña, café clarito, le cubría la espalda. Saludaba con una sonrisa breve a la multitud que pasaba. La imagen no se me ha borrado nunca. Me imagino lo que pensaba. Miraba con amor y temor a toda esa gente que gritaba que el pueblo unido jamás iba a ser vencido. No me cabe duda que tenía plena conciencia de lo que estaba ocurriendo y lo que le ocurriría a esas personas. Premonitorio.

Es por eso que su actitud es la triada que completa ese momento histórico. El pequeño país tuvo la osadía de ponerse de pie frente al Imperio, a lo menos por una vez en su historia. Y las consecuencias fueron terribles.

El país y la gente humilde tuvieron la osadía –segunda osadía-  de sacudir la esclavitud feudal, el servicio personal pegado a la servidumbre de la tierra, impuesto desde la Conquista por los antiguos encomenderos. Y las consecuencias también fueron horribles.

Cuando se escriba con calma la historia del siglo veinte veremos que estas dos  han sido las claves determinantes de nuestra historia moderna.

Y la tercera fue la actitud personal del Presidente al morir en La Moneda a la que había ingresado esa tarde al son de Alexander Nevsky. Ese valor heroico – la palabra pareciera ya fuera de moda- hizo que nuestra historia, la de las izquierdas y el futuro, fuera digna, siga siendo moral y ética, y que exista un conjunto de principios desde el cual mirar y juzgar, y que tuviese sentido que tanta gente fuese quedando en el camino…y que hoy recordamos en el día internacional de los Derechos Humanos.

*Rector Universidad Academia de Humanismo Cristiano

Artículo publicado en web Radio Cooperativa