Apruebo Dignidad y la posibilidad de un proyecto socialdemócrata
(*) Por Álvaro Ramis
¿El gobierno de Gabriel Boric será socialdemócrata?, ¿el programa de Apruebo Dignidad es socialdemócrata? Esta pregunta ha cruzado la campaña electoral y sigue abierta en medio de innumerables confusiones conceptuales. Para algunas personas ser socialdemócrata es el peor de los insultos y para otras el mayor de los halagos. Y ambas podrían militar en el mismo partido. Hasta Joaquín Lavín se declaró en algún momento “socialdemócrata”, mostrando la elasticidad de un concepto que puede ser usado para todo. En Chile se puede utilizar esta noción para los fines más disímiles. Algunos piensan que la socialdemocracia es lo mismo que el social-liberalismo. La ultraderecha cree que la socialdemocracia es una forma suave de comunismo y la extrema izquierda, un intento (inútil) por humanizar el capitalismo. A la vez, hay quienes asocian la socialdemocracia a cualquier intento redistributivo o política de estado de bienestar, sin consideración de los factores democráticos o institucionales, y en otros casos, a un tipo vago de progresismo cultural o social.
La raíz de esta confusión no sólo radica en el oportunismo de quienes manipulan esta idea. En la actualidad es difícil llegar a una definición tanto empírica como normativa de socialdemocracia, debido a la evolución que esta categoría ha adquirido con el correr del tiempo. Por eso es bueno recordar que el primer partido socialdemócrata fue fundado en 1863 por Ferdinand Lasalle en Alemania, con el nombre de Asociación General de Trabajadores, cambiando en 1875 a Partido Socialista Obrero y tomando en 1890 el nombre actual: Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD). En este partido militaron activamente Marx y Engels, a pesar de sus críticas al programa sancionado en el Congreso de Gotha, en 1875. En 1891 el SPD asumió el Programa de Erfurt, en varios aspectos más radical y concreto que el anterior, bajo la redacción de Karl Kautsky, Eduard Bernstein y August Bebel, quienes representaban a tres tendencias internas de la socialdemocracia europea, anteriores a la primera guerra mundial. En esa fase la socialdemocracia era un amplio movimiento, basado en la cultura obrera y sindical, que abarcaba desde académicos y profesionales suavemente reformistas, hasta revolucionarios como Lenin. Todos estaban de acuerdo en la construcción de un partido de masas, capaz de organizar a los trabajadores, que pudiera conducir a todos los oprimidos en la lucha de clases y en la lucha por la democracia, hasta producir una ruptura revolucionaria con el capitalismo y sentar las bases de una sociedad socialista. El ritmo de esta transición no estaba claro, y podían existir posiciones que buscaban acelerar este proceso (Rosa Luxemburgo) o algunas que deseaban ir muy despacio (Eduard Bernstein), pero hasta 1914 esta era la “ortodoxia” socialdemócrata.
El inicio de la Primera Guerra Mundial supone un fracaso político y teórico de este proyecto. La Segunda Internacional se quiebra, producto del enfrentamiento armado, y los éxitos logrados desde 1875 parecen perdidos. En 1917 la socialdemocracia rusa adopta una estrategia revolucionaria, en el marco del desmoronamiento del imperio zarista. El nacimiento de la URSS divide aún más a los partidos socialdemócratas, que viven en cada país quiebres internos a favor o en contra de la nueva estrategia iniciada en Moscú. En ese momento nacen los partidos comunistas, en general como escisiones dentro de la socialdemocracia, que rápidamente entran en conflicto con sus antiguos partidos de origen.
Los socialdemócratas entre 1917 y 1945 tuvieron desarrollos disímiles en Europa, participando en gobiernos de coalición en Alemania, Austria, Bélgica, Gran Bretaña, Dinamarca, España y gobernando Suecia desde 1932, como partido mayoritario. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial se comenzó a configurar un debate sobre el llamado “segundo revisionismo”, que ha llegado hasta la actualidad. El SPD asumió en 1959 el programa de Godesberg, motivado fuertemente por la necesidad electoral y política de marcar profundas distancias con la RDA. En medio de la Guerra Fría, la socialdemocracia alemana se trató de distanciar de su origen marxista, renunciando a proclamar “verdades últimas” ligadas a alguna filosofía de la historia. El socialismo se redefinió procedimentalmente, como un conjunto de valores básicos, dejando de ser el fin último de los desarrollos históricos, para ser entendido como la tarea constante e inacabable de “luchar por la libertad y la justicia, preservarlas y probarse en ellas”. De esta manera, la socialdemocracia alemana aceptó la propiedad privada y la economía de mercado, pero bajo el principio de “competencia en la medida de lo posible, planificación según sea necesario”.
Esa reconfiguración de la tradición socialdemócrata europea ha tenido muchos ciclos, que la han hecho transitar hacia la derecha y hacia la izquierda en determinadas circunstancias. Durante los años setenta, los gobiernos de Willy Brandt en Alemania, Olof Palme en Suecia, Joop den Uyl en Holanda logaron consolidar modelos de estados de bienestar muy avanzados, con procesos democráticos que incorporaron prácticas que hoy resultarían radicales, como la participación de los trabajadores en los directorios de las grandes empresas privadas. En el sur de Europa, los partidos comunistas de Italia, Francia y España adoptaron simultáneamente las tesis “eurocomunistas”, lo que en la práctica significó su conversión en partidos socialdemócratas.
La elección de François Mitterrand en Francia (1981) y Felipe González en España (1982) representó el momento de mayor expansión de la socialdemocracia europea, pero a la vez, el inicio de una crisis que llega hasta hoy. Los vientos favorables que habían acompañado a la construcción de los estados de bienestar cedieron ante la ola neoliberal que impulsaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher. El PSOE y el PSF debieron morigerar sus programas y adaptarlos a un ciclo privatizador que se impuso en todo el mundo. En los años noventa, este proceso se agudizó todavía más. Los triunfos de Tony Blair en el Reino Unido (1997) y Gerard Schröder en Alemania (1998) supusieron un cambio profundo en la naturaleza de la socialdemocracia. En el caso de Schröder, este giro se materializó en la llamada “Agenda 2010”, cuyo objetivo fue reducir el coste en el modelo social alemán y fomentar la productividad. En el caso inglés, Blair propuso su “Tercera Vía”, un programa derechamente social-liberal, diseñado por Anthony Giddens. Con el argumento de hacer sostenibles los elementos básicos del Estado del Bienestar en la era de la globalización, estos programas asumieron que se debía favorecer a toda costa la estabilidad macroeconómica y desmontar lo que llamaron “políticas paternalistas” tales como el poder negociador de los sindicatos, la protección de las industrias nacionales, impulsando la privatización o concesión de empresas estatales.
La Agenda 2010 de Schröder y la Tercera Vía de Blair han sido objeto de profundas críticas y controversias en la socialdemocracia, apuntado a que estos programas carecían de un análisis crítico de la sociedad y del Estado. Se les acusa de convertir una respuesta coyuntural a las dificultades de financiamiento público en un abandono deliberado de los objetivos, estrategias y tácticas propias de los partidos socialdemócratas. Esta crítica la desarrollaron líderes que se escindieron hacia la izquierda, como Oskar Lafontaine y Jean-Luc Mélenchon. Pero también al interior de los propios partidos, como Jeremy Corbyn en los laboristas británicos. En la actualidad se aprecia un abandono de las posturas social-liberales, lo que se evidencia en el programa emanado del último Congreso del SPD realizado en Berlín en 2019, donde los “Jusos”, los jóvenes socialdemócratas, impulsaron un regreso a la identidad socialista, lo que fue fundamental para arribar al actual gobierno de Olaf Scholz. Lo mismo se aprecia en España, donde el PSOE gobierna en coalición con Podemos y los procesos de apoyo parlamentario al gobierno Socialista por los partidos de izquierda en Portugal.
¿Es posible la socialdemocracia en Chile?
Este recorrido histórico permite preguntar por la posibilidad de un proyecto socialdemócrata en Chile. El Partido Socialista de Chile nació en 1933 con una clara influencia del Programa de Erfurt, en lo que concierne a la idea de un partido de masas, de raíz obrera. El problema, que surgió desde ese mismo origen, radicó en la debilidad de la economía chilena, todavía fuertemente agraria, con un empresariado industrial muy débil y poco cualificado, y un Estado insuficientemente sólido y democrático. Por este motivo, el socialismo chileno siempre ha tenido la necesidad de plantarse de forma creativa, adaptando las ideas generales del socialismo al contexto local. Es lo que afirmó la “Fundamentación teórica del programa del Partido Socialista” de 1947, que denota la autoría de Eugenio González Rojas: “La doctrina socialista no es un conjunto de dogmas estáticos, sino una concepción viva, esencialmente dinámica, que expresa en el orden de las ideas políticas las tendencias creadoras del proletariado moderno”. De allí que se afirme que “El socialismo es, en su esencia, humanismo”, y que “el Partido Socialista lucha por una pacífica y democrática convivencia internacional, ajena a toda forma de presión imperialista y opuesta a la existencia de regímenes dictatoriales y totalitarios”.
Por esta razón, el programa socialista de 1947 dialoga con todos los elementos programáticos y estratégicos de un proyecto socialdemócrata europeo, pero adaptado y inculturado al contexto latinoamericano. El elemento diferenciador del PS chileno es su política de alianzas, que se va a definir desde 1952 en torno al “Frente de Trabajadores”, que impulsa en particular Raúl Ampuero, y que suponía una alianza estratégica con el Partido Comunista e, implícitamente, una exclusión de fuerzas de centro como la Democracia Cristiana y el Partido Radical. Paradojalmente, el Partido Comunista sostenía una política de alianzas mucho más amplia, bajo la idea del “Frente de Liberación Nacional”, que proponía una coalición de todos los sectores progresistas no importando su clase, ideología, religión. Esta paradoja es muy especial, ya que el PS sostenía un programa de reformas, relativamente moderado, pero sobre la base de una alianza “clasista”, revolucionaria o radicalizada. En cambio, el PC, siendo más radical en su programa, proponía una estrategia mucho más gradualista y moderada. La paradoja es que la línea estratégica del PC, el “Frente de Liberación Nacional”, era más adecuada a una visión reformista o socialista democrática que la línea más “clasista” del “Frente de Trabajadores” que impulsaba el PS. No es extraño que durante gobierno de la UP el PC se convirtiera en el partido ancla de Allende y el PS, en el socio díscolo de la coalición.
La hipótesis de una alianza del PS con el PC era vista con extrañeza desde el exterior, ya que bajo la lógica del programa de Godesberg sería imposible este tipo de colaboración, ya que imperaba el veto recíproco, propio de la Guerra Fría. Para entender la conformación del FRAP en 1956 y luego de la UP en 1969, fue necesario asumir la influencia de la revolución cubana como también el proceso de la “revolución en libertad” democratacristiana. Ambos sucesos contribuyeron a cambiar las definiciones ideológicas, políticas y estratégicas tanto en el PS como en el PC, lo que determinó la necesidad de su confluencia. Por eso, la conformación de la UP no fue fácil ni espontánea. Supuso un largo debate que tuvo en el centro la crítica al carácter eminentemente electoral de la izquierda, sobre todo después de la elección de 1964.
Otro factor que facilitó esta confluencia fue el movimiento de los “No Alineados”. La existencia de este campo amplio, y un poco ambiguo, de países que se resistían a la política de bloques de la Guerra Fría, permitió dar una solución temporal a las profundas diferencias entre socialistas y comunistas en materia de política internacional. La existencia de los No Alineados suponía reconocer un campo de países, dependientes, no desarrollados, que se negaban a someter a la ortodoxia de Moscú y a la de la socialdemocracia europea. Su tesis radicaba en la posibilidad de un socialismo latinoamericano, o africano o asiático, no determinado por criterios normativos impuestos desde el primer o del segundo mundo desarrollado.
De esta forma, el programa de la UP suspendió sine die el juicio definitivo respecto a un modelo preciso de socialismo, en vistas a desarrollar una tarea mucho más inmediata, de carácter “anti-oligárquica, anti-imperialista y antimonopólica”. Se trata de objetivos que buscaban las condiciones para el desarrollo futuro del país y la emancipación de los sectores sociales menos integrados a la modernidad: la reforma agraria junto a la nacionalización del cobre y la gran minería. Este programa no era ni comunista, ni socialista, ni socialdemócrata. En rigor, era un programa desarrollista y proto-socialista sólo en relación con el tipo de desarrollo que se deseaba generar en el futuro, luego de concluidas estas reformas estructurales.
Por este motivo, no se puede definir al gobierno de la Unidad Popular como socialdemócrata, ya que asumió marco de alianzas y consideraciones estratégicas e ideológicas que no cabe en esa definición. La UP se debe caracterizar como un proyecto transformador, progresista y democratizador, que buscó crear las condiciones necesarias, previas a un estado de bienestar, y un socialismo democrático adaptado a las circunstancias latinoamericanas, en el contexto de un país altamente dependiente, que requería recorrer una fase anterior, que permitiera generar las condiciones económicas e institucionales que garantizaran su viabilidad. El socialismo buscado a largo plazo por Salvador Allende no era contradictorio con lo que proponían Harold Wilson o Willy Brandt en 1970, pero difería en la temporalidad y en la estrategia, ya que las condiciones de Latinoamérica imponían un programa y unas alianzas muy distintas.
La socialdemocracia bloqueada
El golpe de Estado y la imposición del régimen constitucional de 1980 suponen una clausura anticipada de cualquier intento de avanzar en un programa socialdemócrata en Chile. Todo el dispositivo neutralizador de la Constitución y sus mecanismos institucionales se diseñó para impedir la construcción de un estado social de derecho y mantener el modelo subsidiario, privatizador y tendiente al Estado mínimo. En ese marco, no es extraño que el único programa alternativo que se ha podido llevar adelante desde 1990 ha sido de carácter social-liberal, en la línea de Blair y Schröder. La Concertación/Nueva Mayoría fue consistente en asumir ese paradigma y aplicar una estrategia adecuada a este diagnóstico. Algunos dirigentes lo hicieron a disgusto, otros con agrado, pero no se puede negar que esa fue la política desarrollada, y que en el marco de la Constitución vigente era el único modelo posible.
El balance de las políticas social-liberales es contradictorio. En su defensa se argumenta que las recetas socialdemócratas tradicionales (impuestos en alza y redistribución progresiva, subsidios, defensa de la renta de grupos condenados a la marginalidad económica) se hicieron inviables en todo el mundo a raíz de la crisis del Estado de Bienestar generada por la globalización. Pero Giddens va mucho más allá cuando sostiene que “los partidarios de la tercera vía deben aceptar algunas de las críticas que contra el Estado de Bienestar ha hecho la derecha. Se trata de un Estado antidemocrático, puesto que depende de una distribución vertical, o desde arriba a abajo, de los subsidios. Su fin es proteger y cuidar, concediendo poco margen a la libertad personal. Muchas de sus instituciones están burocratizadas, son alienadoras e ineficientes, e inducen con frecuencia efectos perversos que anulan los objetivos que se pretendía alcanzar…”. Este tipo de argumento, que descalifica como antidemocrático el Estado de Bienestar, es muy difícil de compatibilizar con un enfoque mínimamente socialdemócrata. Giddens comenzó apelando a la sostenibilidad financiera del Estado de bienestar, pero terminó deslegitimando lo que se suponía buscaba proteger y hacer viable.
En Chile es posible de advertir un proceso similar, en la medida en que no sólo se limitó la viabilidad de un proyecto de estado de bienestar producto de las clausuras constitucionales que construyeron una sociedad bloqueada, que terminó reventando en el estallido de 2019. También se incubó en una parte de la Concertación la misma mentalidad social-liberal de Giddens, que no constituye una prolongación, o para ser más exactos, una plausible reelaboración, de la socialdemocracia clásica. Este es el escolio que hoy se expresa en la evidente dificultad para construir una coalición parlamentaria entre Apruebo Dignidad y parte importante de la ex Concertación, que se encarga periódicamente de recordarnos que ha inoculado una forma de thatcherismo vergonzante, que mediante actos de prestidigitación, adornado con plumas y retórica socializante, oculta que ha convertido a los conservadores en sus mejores referentes.
Hecha esta aclaración ¿es Apruebo Dignidad un proyecto socialista democrático? La pregunta presupone saber qué es fáctica y normativamente el socialismo. No cabe la menor duda que AD es un conglomerado de probadas convicciones democráticas. Lo que falta por responder es lo que puede significar hoy el socialismo para AD, más allá de las generalidades referidas al valor de lo colectivo, el Estado Benefactor, la necesidad de la inversión pública, los impuestos progresivos y las economías nacionales. Es probable que AD tenga más claridad respecto del carácter feminista y ecológico de su proyecto, que del sentido socialista de su acción, lo que es positivo en tanto obliga a complejizar interseccionalmente toda la mirada estratégica.
En los años de la UP la pregunta era otra. El allendismo, como vía chilena al socialismo, tenía que lidiar con el gran problema de lograr esa meta manteniendo el respeto a las reglas de la democracia. Entonces, todos sabían o daban por supuesto lo que era el socialismo. Hoy nadie duda de las reglas de la democracia, pero no existe claridad sobre lo que llamamos socialismo. Y sigue pendiente la pregunta por la forma de compatibilizar el capitalismo en el cual vivimos, y del que no podremos salir ni por decreto ni por sanción constitucional, y una forma de socialismo que sea digno de ese nombre.
Tal vez la pregunta por el carácter socialdemócrata de Apruebo Dignidad deba ser más modesta y centrarse en la manera en que esta coalición se aleje de las políticas social-liberales que se han implementado desde los años noventa, y empiece a crear las condiciones institucionales de aproximación asintótica a un futuro de relativo igualitarismo en lo económico y emancipación individual en lo social. La nueva Constitución debería generar las condiciones para que una hipótesis socialista (pendiente aún por desarrollar) pueda desplegarse democráticamente en Chile, sin bloqueos institucionales arbitrarios, ni clausuras políticas injustificadas. Creo que con el logro de ese objetivo nos podríamos dar por satisfechos en esta etapa de la historia.
(*) Rector Universidad Academia de Humanismo Cristiano