Ciencia ficción, tecnología y derechos
(*) Por Rodrigo Calderón
La ciencia ficción ha pasado de la utopía a la distopía y esto no es menor. De Verne a Asimov se trataba de anticipar el futuro, en medio de la metáfora del progreso el avance del ser humano estaba dado por la capacidad de la tecnología para sorprendernos, asimilable a la de dios, donde se creaban mundos a pesar de lo inhóspito, con granjas espaciales que en versión productivista reproducían el edén, con la capacidad del hombre que superando a Golem o Frankenstein era capaz de crear androides que expandían la humanidad, ya no solo máquinas sino fuerza creadora para una producción sin fronteras, androides dotados de humanidad, encarnaciones idénticas al homo sapiens como Bishop en Aliens o figuras de colección como el dúo cómico robótico de AR2D2 o C3PO, al fin y al cabo felices servidores de su amo, capaces de aceptar y cumplir con las leyes de la robótica sin romperlas, dóciles pese a su fuerza; cuando ello no ocurría debían ser extirpados en una señal de obediencia sin dolor o como Robbie en Yo Robot encontraban su redención en alianza con su creador. Las historias además recreaban la gobernabilidad humana: Federaciones Espaciales, totalitarismo combatido por rebeldes que buscaban ya no romper las máquinas sino recrear el lado bueno de lo humano, volver a la tierra metafórica o real, resolver las crisis de paternidad reafirmando la familia incluso después de perder el miembro de cinco dedos que nos hace humanos. Vicisitudes más o menos en todas ellas había esperanza de que el futuro era no solo predecible sino dominable.
Sin embargo un malestar latía en los ruidos de la historia. En el futuro crítico de Blade Runner (1982) la historia era posible juzgarla por estos seres intempestivos que eran los androides rebeldes no por defectuosos sino por un intento de escribir la suya propia, así estuviese destinada a extinguirse en ellos. En el monólogo del replicante Roy Batty que se extingue, rememorando todo lo que ha visto dice: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia. Llegó la hora de morir.” Pero no es angustia, la clave está en la frase que precede a ese fragmento cuando pregunta al humano a punto de caer al precipicio: “es toda una experiencia vivir con miedo ¿no es cierto? En eso consiste ser un esclavo”; pero antes de morir en vez de destruir la paloma en sus manos la deja volar. Contra el optimismo neoliberal de Fukuyama el futuro y la historia se cerraban en la muerte y aún allí era posible la esperanza ante la oportunidad de sobrevida que el humano y la androide Rachell podían tener, la experiencia de gozarla de manera compartida.
La distopía es distinta, ya no importa la fecha del futuro, el planeta en que se desarrolla, cuanta tecnología nueva podamos apreciar, ya no hay héroe limpios, las ciudades son con todo su neón lugares oscuros, sucios en el comercio que anticipa y recrea la antigua feria urbano-rural en un paisaje festivo pero triste de carros de comida y satisfactores de deseos incompletos. El problema ya no son los buenos o los malos, ni que asamblea más o menos democrática gobierna, o qué grupos pugnan por ganar adeptos para imponer su proyecto iluminado, la sangre limpia del que ofrece su propia vida por un futuro mejor. No, ahora la violencia es directa pero también control sobre viajes, productos o deseos por parte de poderosos que acumulan para sí dinero, tecnología y conocimiento, agrupados por defensas corporativas en que son omnipresentes: control de nacer, de morir, de rostros. La tecnología es un mecanismo más de gobernar lo humano desde un lugar resguardado, iluminado y gozoso de quienes gobiernan, orquestada en un combate programado entre quienes aceptan las reglas del juego a cambio de la promesa de ser incluidos y los que luchan por sobrevivir esa inequidad a la que no son ni invitados ni aceptados. Da lo mismo la fecha, el lugar, la raza, la especie humana, androide, animal o biotécnica que aloja ese presente tumultuoso y eterno del dolor y el anhelo de quitarlo; la humanidad puede seguir creyendo pero no es la esperanza sino el uso total y su medida de todo lo que nos rodea así sea a costa de todos lo que hace gritar el presente. Se parece demasiado a un planeta azotado por un nuevo virus ingobernable que pesa sobre todos, incluso los elegidos aunque no quieran verlo, después de todo aún hay mucho ser en las calles, bosques y otros sitios que pueden ser usados para afirmar por sobre todo que hay que salvar la econometría aún si cuesta algunas vidas del neoganado. La historia no ha terminado, simplemente late en la suspensión de un reiterado momento de gozo o de dolor según en qué lado de las decisiones pueda estarse.
La utopía de los derechos ha transitado un camino similar. La promesa de derechos para todos en una nueva era iluminada de igualdad y fraternidad inaugurada por la Revolución Francesa y reinventada con optimismo en la declaración de los derechos humanos de 1948, del progreso que los avances técnicos y científicos produciría una era de igualdad y abundancia, la esperanza del reencuentro del ser humano con sus raíces de criatura principal y bondadosa, un gobierno universal que produciría reencuentro entre civilizaciones vencedoras y vencidas, entre clases dominantes y subordinadas, entre estado y ciudadanos auguraba un mundo feliz. Si bien nunca se concretó por los continuos choques contra la realidad de la represión a la organización obrera, las guerras mundiales, de descolonización y de resistencia con las secuelas de muerte y pobreza, la sobre explotación de lo humano y el medio ambiente, choque contra la indiferencia del orden económico mundial extractivista movido por los combustibles fósiles. Pese a todo eso la posibilidad constituía una esperanza. La tecnología que pasó del fordismo al toyotismo ofrecía estandarización de tiempos en tres tercios equilibrados cada día; la valoración de la democracia formal y la salida de las dictaduras, la institucionalización frágil pero cierta de los derechos humanos, incluso la caída del muro de Berlín, todo eso albergaba en lo bueno y en lo malo una esperanza.
Sin embargo lo que se preludiaba era la distopía. Los dueños del dinero proclamaron tras el fin del comunismo que sus intereses eran justos, que sería su bienestar y ganancia lo que produciría un desborde que alcanzaría para todos, que el bienestar y la felicidad que mostraban las pantallas era la manera global de la felicidad, que la libertad de consumir garantizaría esa comunión. Advertían que la concentración de la riqueza es natural y que los pobres deben esforzarse más, incluso sin las herramientas, en ser eficaces, productivos, ricos y felices. La tecnología además de ayudar a producir garantiza su seguimiento, identificación, dispersión mediante carros de combate ligero y policías cada vez mejor equipados; con el objetivo de garantizar el orden público, exigir que la economía siga funcionando los derechos son una molestia, todo disidente es un criminal que merece ya no proceso y pena sino castigo a secas, encarcelándolo, arrebatándole los ojos si es necesario. El guardián, declarado impune desde el principio y por el mismo, que promete acabar con la delincuencia y está en guerra todo el tiempo es en su autoproclamada bondad, como lo exponen Martínez y López (http://www.academia.cl/comunicaciones/columnas/lobos-con-piel-de-oveja-globalizacion-politica-criminal-y-una-sociedad-de-riesgo-latinoamericana) en verdad un lobo con piel de oveja.
La cuestión no es menor por que asistimos a las ruinas de una civilización en que los derechos eran posibles más allá de la ley y del contrato, en que el estado y la democracia garantizarían respeto igualitario con funcionarios se volverían garantes de la dignidad. De pronto todo ello ha caído en quiebra: el estado es administración que solo garantiza burocracia, la protección judicial un intermitente salto entre rutina procesal y eventuales brotes de defensa de derechos, la policía un monstruo que muerde y sonríe de lo gracioso de su ejercicio, la formación en derechos una asignatura incluida en una malla de estudios que se vuelve otra cantidad de materias que aprender de memoria. Esto se parece a un país que contrata hoteles para mostrar que está preparado para la pandemia pero que en sus hospitales no hay insumos y todo depende de la voluntad de los curanderos, mientras en la calle entre el miedo a la peste y el llamado a la normalidad los sonámbulos caminan hacia el contagio mientras son obligados a dormir en sus corrales por el toque de queda.
El problema es que en este mundo lleno de neón pero sombrío las necesidades mantienen su carácter apremiante y los habitantes de ese mundo aún recuerdan y encuentran sentido en querer tener derechos y no solo deberes individuales. Algunos aún esperan un estado salvador y proveedor que ayude en la carencia, otros se preguntan si nuevamente es necesario salir a reclamarlos así cueste la vida. Ese es el problema de los derechos, en que ciencia, discursos, promesas que se levantan como varitas mágicas del mago de turno no dan solución y sin embargo se sabe que luchar por ellos es doloroso pero necesario e ineludible si se quiere un mínimo de dignidad para empezar y comida como resultado, no al revés.
Ante el dilema de qué hacer frente al estado de emergencia permanente en que quieren encerrarnos probablemente la respuesta está en abandonar tanto el pensamiento de la utopía fracasada como el de la distopía atemorizante y hacerse nuevamente la pregunta a que nos invita el replicante Roy Batty, más que máquina y de alguna forma más que humano: si vivir en el miedo es la experiencia del esclavo queremos seguir en ella o estamos dispuestos a la lucha por los derechos ya no como promesa sino como acto mismo de existencia y afirmación de la libertad concreta y colectiva, no solo de resistencia. Todo lo demás es holocausto individual y social.
(*) Por Rodrigo Calderón Astete, Doctor y profesor titular en la Escuela de Derecho de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.