Columna del rector Álvaro Ramis: La izquierda en el laberinto de la seguridad
Columna publicada en The Clinic
Es evidente que para la izquierda existen nudos ideológicos particularmente complejos, en especial cuando le corresponde ejercer el poder. Por ejemplo, al impulsar el crecimiento económico, fundamental para el bienestar social, el empleo y el consumo. Pero a la vez, expresión misma de la plusvalía, del fortalecimiento del sector empresarial, con sus redes de poder y margen de utilidad.
Otro caso es el desarrollo tecnológico, que permite una mejora continua de la productividad, la calidad de vida y la ciencia. Aunque a la vez, acelerador del cambio climático, del daño ambiental y de los efectos del extractivismo. Estas tensiones son casi irreductibles y generan dilemas permanentes, como el que se expresa en el debate actual sobre la “permisología” en los proyectos de inversión.
Ante estos casos la izquierda puede manejarse con ecualizador, enhebrando su vocación reguladora y racionalizadora, pero sin llegar a afectar los procesos de innovación económica que hacen financieramente viable la transformación social y ambiental que se postula. El proyecto del Green New Deal ha generado muchas ideas en este ámbito. Se trata de un complejo equilibrio, que no es fácil de administrar si se cede al populismo o al inmediatismo electoral.
Sin embargo, a pesar de las críticas conservadoras, existen abundantes ejemplos de ciclos de fuerte progreso económico que se han logrado gracias a políticas socialdemócratas bien diseñadas y etapas de notable impulso al desarrollo exportador de varios países que se han apalancado en políticas redistributivas y reguladoras bastante ambiciosas.
Solo para dar un ejemplo, España, bajo el actual gobierno de coalición entre el PSOE y el resto de la izquierda, es un modelo de éxito económico que funciona, con más empleo y crecimiento, menos desigualdad y mejor convivencia entre sus actores regionales.
Una situación parecida se ve en México, lo que ha quedado demostrado con el éxito electoral del partido del presidente Andrés Manuel López Obrador. En esos casos, la receta parece orientada a ajustar, dentro de determinados márgenes, las presiones centrífugas de los procesos sociales, ambientales, productivos y económicos, que inevitablemente se deben canalizar de forma sistémica.
Pero existe otro campo de tensión donde no cabe la ecualización de frecuencias. Exige claridad meridiana. Se trata del ejercicio de la autoridad. En este ámbito la izquierda chilena suele mostrar flaquezas en ciertas ocasiones, debido a la memoria traumática de la dictadura. El miedo a ser considerado autoritario sigue penando en distintos niveles, ya sea del gobierno, a nivel municipal, o incluso en la administración educativa donde es imperioso un ejercicio prudente pero firme de todas las atribuciones legales y administrativas, sin ambigüedades.
Esta tensión se advierte en la recurrente confusión entre violencia y coacción legítima en un Estado de derecho. Apelar al uso de las atribuciones policiales se suele relacionar con represión y violación a los derechos humanos, lo que tiende a paralizar a las autoridades para ejercer todas sus capacidades de gestión. Se olvida que la diferencia principal entre violencia y coacción radica en la legitimidad y la moralidad del uso de la fuerza.
La violencia represiva utiliza esa fuerza de manera ilegítima, sin regulación legal, sin sentido de proporcionalidad y justificación. Por lo tanto, es una acción que transgrede los derechos y se basa en la arbitrariedad o la imposición de la voluntad propia sobre los demás sin considerar las leyes o los principios de justicia. En buenos términos es una violencia que se opone los principios de la libertad y la autonomía de las personas.
Por contraste, la coacción legítima es el uso de la fuerza que está legitimado dentro de un marco legal y moral. Esta forma de coacción legítima es necesaria para mantener el orden y la justicia en una sociedad. Su uso está regulado por el derecho y las leyes que reflejan la voluntad general y los principios de justicia. El Estado tiene el deber de ejercer coacción para hacer cumplir las leyes, proteger los derechos individuales y asegurar la paz social.
La coacción legítima es una manifestación del uso de la fuerza que respeta los derechos y la libertad de todos los individuos dentro de una comunidad. De esa manera, la coacción legítima utiliza la fuerza de manera regulada y justificada por leyes y principios morales para mantener el orden y la justicia en la sociedad.
Esta confusión entre el uso injustificado de la violencia, como acto arbitrario de fuerza, y la coacción legítima suele aparecer en momentos claves: ¿Se deben tolerar prácticas incívicas como una toma de un liceo o una universidad? ¿se pueden aceptar las “funas” como intentos de justicia por la propia mano? ¿O las prácticas matonescas o de coacción entre estudiantes? ¿Cuál es la manera de enfrentar el comercio ambulante y las mafias que lo administran? ¿Cómo desarticular en la calle a las bandas del crimen organizado? ¿Qué medios emplear ante el microtráfico en las poblaciones? ¿Cómo actuar ante la paralización ilegal de un servicio público? ¿O ante un corte de carreteras por camioneros? ¿Cómo armonizar el derecho a las manifestaciones públicas y el libre desplazamiento en la ciudad?
Si no se tiene clara la diferencia entre violencia y coacción, pueden ocurrir dos situaciones: o se cae en la violencia de Estado, que es el ejercicio de la fuerza sin apego a derecho y debida regulación, o se entra en dejación de funciones, que no es otra forma que escabullirse de responsabilidades.
Creo que la izquierda en el gobierno, especialmente el PC y el Frente Amplio, ha hecho un duro aprendizaje en esta materia durante estos últimos años. El discurso es otro, y las acciones prácticas lo demuestran claramente. En buena hora. Pero todavía falta un cambio cultural en la ciudadanía que adscribe a visiones progresistas, a la que le cuesta asimilar estos nuevos criterios.
No tengo claro si ese giro se ha logrado asimilar en muchos votantes de izquierda que siguen pensando que podremos vivir en un mundo donde la función policial casi no exista o donde podamos debilitar las atribuciones de los órganos de seguridad y defensa nacional. Lo que está claro es que el sentido común de la población va por otro lado, y observa esas ideas como una forma de imbecilidad cómplice, ungida, a veces, de angelismos beatos. Todo indica que esa será la subjetividad que impulsará un nuevo consenso transversal en nuestra sociedad.