Cuando el humor se apodera del político: ¿Quién ríe?
“El sentido del humor es el término medio entre la frivolidad, para la que casi nada tiene sentido, y la seriedad, para la que todo lo tiene. El frívolo se ríe de todo, es insípido y molesto, y con frecuencia no se preocupa por evitar herir a otros con su humor. El serio cree que nada ni nadie deben ser objetos de burla, nunca tiene algo gracioso para decir y se incomoda si se burlan de él. El humor revela así la frivolidad de lo serio y la seriedad de lo frívolo. Se trata de una virtud social: podemos estar tristes en soledad, pero para reírnos necesitamos la presencia de otras personas”. (Artes del buen vivir, de Roxana Kreimer)
Entonces, pongamos serios con esto. La verdad es que esta es una dimensión poco estudiada en la ciencia política, supongo que no causa gracia, pero la tiene: da luces sobre una forma sutil, pero compleja de la erosión de la autoridad, más aún en un país como el nuestro que tiende a sobrevalorar lo serio, lo riguroso y lo enérgico. Este desgaste de autoridad puede manifestarse en el abierto desacato a las órdenes del gobernante o simplemente en “hago como que le hago caso, pero finalmente hago lo que quiero”.
Seamos claros. En tiempos pasados el humorista de palacio era el bufón, personaje medieval que se burlaba del rey. Debía hacerlo con ingenio y sagacidad, pues hacerle ver los errores al monarca nunca ha sido tarea fácil, el ego y soberbia, es algo que brota a flor de piel. Pero el bufón pertenece a épocas en donde el poder del monarca se creía que prevenía de Dios, entonces el rey no tenía que rendirle cuentas a nadie, él hacía las leyes y no quedaba sometido a su imperio. Pero hoy la situación es distinta, las monarquías absolutas son cosa del pasado (al menos en occidente). Hoy, la soberanía popular es la fuente de todo el derecho.
Y quizás por eso el humor es peligroso. Cada discurso, cada aparición del gobernante es una tensa espera por el error, la equivocación, la palabra inapropiada. Entonces cuando eso sucede, el pueblo, que suele ser imaginativo, a veces morboso con los defectos del otro, tiene lo necesario para burlarse del poder, quizás porque se encuentra lejos de este; quizás porque el mismo poder le resulta una broma de mal gusto. No participa de el, pero debe someterse a el. Su única venganza, entonces, es reírse del poderoso.
Ahora bien, qué requiere el humor para sacar a la luz pública las serias anomalías que implican las irrisorias actitudes de la autoridad, las inoportunas intervenciones del gobernante que lo han convertido en toda una celebridad mundial. Obviamente se necesita libertad de expresión, es la única posibilidad de divertirse (salirse del vértice).
La libertad de expresión implica el reconocimiento de uno de los valores centrales de la democracia junto a la justicia y la libertad. La sola discriminación de uno de ellos implica la inexistencia de todos y al final de la democracia en su conjunto.
La libertad de expresión es una molestia, permite que todos opinen, que todos se rían, y así, al poder le resulta molesto. Pero esa molestia posee un macabro trasfondo.
Los personajes públicos deben tener cuero duro, pero en Chile sucede algo curioso. Cuando la élite se ríe de ella misma no resulta ofensivo, porque la ropa sucia se está lavando en casa. Pero cuando irrumpe un “aparecido”, uno que viene de colegio con número a burlarse de los doscientos años de vida republicana suena ofensivo, resulta irritante. Al pueblo no se le permite burlarse de quienes han formado este país, y así entonces comienza la otra dimensión: la critica oculta, la conspiración de pasillo, el lobby abierto para poner cortapisas a la expresión del roterío.
No se sorprenda si aparece una ley que busque regular la infamia (o sea la ofensa pública que sufre la fama), pero en la misma definición está la contradicción. Si eres famoso eres ofendible, si no, estás muy próximo a la santa veneración. Pero para haber llegado a ser santo, creo que no habría que involucrarse jamás con el poder y sus extraños caminos.
Al final sólo nos reímos de aquello que la elite nos permite, ese es el verdadero chiste. La elite se cuida, se protege y se celebra. Se ríe cuando quiere, cuando ella lo decide, no cuando los otros lo creen necesario o imprescindible. Quizás sea la única forma de lograr poner las cosas en su lugar, aunque sea nada más que transitoriamente con un chiste.
Académico de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano
Artículo publicado en El Mostrador