¿Demócratas, tránsfugas o avispados?

¿Demócratas, tránsfugas o avispados?

(*) Por Álvaro Ramis

Columna publicada en The Clinic

La crisis que ha abierto la renovación de la presidencia del Senado va mucho más allá de los egos de los senadores directamente involucrados. Estamos ante el quiebre de un acuerdo administrativo que se había respetado invariablemente, en todas las circunstancias, desde el regreso de la democracia en 1990. La ruptura de ese pacto, meramente procedimental, es otra muestra del agotamiento de nuestro sistema político, incapaz de generar condiciones mínimas para gobernar de una forma efectiva y oportuna. La incapacidad de acuerdo restringe la capacidad del país para hacer frente a los retos de corto y largo plazo, como la reforma tributaria, la solución de la crisis previsional y la mutualización de la deuda de las ISAPRES.

En particular, la decisión de Demócratas de asentarse definitivamente en el bloque de la derecha ha demostrado que partidos pequeños pueden bloquear la aprobación de leyes, incluyendo políticas críticas y determinantes. Se trata de un punto de inflexión en la forma como se ha desarrollado la agenda legislativa, y muestra que durante los próximos dos años se profundizará la dinámica de fragmentación que afecta al Congreso. Ello augura que durante la segunda parte del gobierno del actual gobierno se incrementará la tendencia al bloqueo parlamentario.

El reasentamiento de Ximena Rincón y Matías Walker en el bloque de la derecha abrió la puerta a uno de los grandes fantasmas de la democracia representativa: el transfuguismo parlamentario. Este fenómeno no necesita adjetivos morales para ser descrito. En síntesis, es el paso de un congresista desde el partido por el cual fue elegido a otro. En general, esto se califica con epítetos fuertes, como deslealtad, perfidia, infidelidad, alevosía y traición. Pero también podría ser defendido en el marco de la libertad de mandato del representante. Las circunstancias pueden ser muchas, y van desde un quiebre por desavenencias políticas legítimas hasta encubrir motivos inconfesables.

Más allá de la connotación que pueda tener esa decisión, el problema es la imposibilidad de confiar en los procesos democráticos cuando se imponen este tipo de dinámicas. El transfuguismo comunica a la opinión pública una sensación de inestabilidad, confusión, falta de gobernabilidad, mercadeo de intereses y compraventa de votos o distritos. Para que la democracia opere se requiere que el principio de representación sea claro y coherente.

Porque cuando los electores votaron a Ximena Rincón o a Matías Walker lo hicieron confiando que como militantes DC se ubicaban en un campo político que adversa a la derecha, y que, con dudas o tensiones, se articula desde los años ochenta con los partidos de centro izquierda. Al salir de la DC y crear su nuevo partido podría suponerse que mantendrían, en su nueva organización, ese mismo criterio. Pero al reposicionarse en la alianza parlamentaria de la derecha asumen una orientación contradictoria con la voluntad de sus votantes.

Se necesita un concepto estricto de transfuguismo para entender lo que es intolerable. Ese es el caso del tránsfuga retribuido, ya sea en forma de dádivas, promesas, dinero o favores electorales. Se trata de conductas punibles que deberían ser asimilables al cohecho o a la prevaricación. Y se deberían castigar con fuerza, ya que este tipo de actos impiden la construcción democrática de la voluntad legislativa por medio de la representación legítima.

Otra dinámica perversa es la de los tránsfugas nómadas, que van de partido en partido por intereses personales o electorales, sin consideración a ideologías o principios estables. Esto se relaciona con un abuso de la libertad de mandato, entendida de forma individualista, que muestra un especial desprecio a la voluntad de los electores. Una democracia representativa no puede funcionar en un sistema que atenta contra la confianza y la responsabilidad política básica.

Es cierto que cuando un representante no asume la disciplina de un partido o sector político no siempre actúa de manera éticamente reprochable. Hay ocasiones en las que el discolaje es un acto de resistencia y fidelidad a los principios y programas que ha defendido en su campaña. No todos los tránsfugas son malos. Pero la forma de actuar en esos casos debería llevar a que ese parlamentario renuncie al cargo, y no a que permanezca a contrapelo de la organización política (partido, coalición o bancada) que le presentó a las elecciones.

En nuestro contexto actual el transfuguismo puede ser ética o políticamente censurable, pero no por ello atenta al marco de la legalidad constitucional. Pero el efecto de este tipo de conductas es siempre perturbador, ya que se falsea la relación entre la mayoría y oposición. No es exagerado decir que en el fondo es un fraude (legal) a los ciudadanos. De allí que los órganos legislativos tiendan a generar normas y reglamentos orientados a aislar a quienes caen en estas conductas, marginándoles del gobierno y gestión de las mesas parlamentarias. No se entiende que se premie esta práctica con la vicepresidencia del Senado para Matías Walker.

Existe evidencia de que la legislación chilena posee incentivos perversos que benefician el surgimiento de verdaderas pymes electorales. Es necesario revisar los mecanismos de financiamiento y reconocimiento legal para prevenir el surgimiento de pequeños partidos sectarios al servicio de verdaderas empresas familiares. A eso debería apuntar el establecimiento de un umbral más exigente para que un partido político tenga representación en el Congreso. Pero de igual forma es necesario que se generen mecanismos para evitar que el transfuguismo agote el escaso capital de legitimidad que posee el Congreso, que según la última encuesta UAI es la institución en la que menos confía la gente, con un 79,8%, sólo superada por los partidos políticos que alcanzan un 87,3% de desconfianza.

La democracia es un sistema que aspira a ser el gobierno del pueblo, que se expresa a través de la regla de la mayoría. Por eso analizar el modo en que se llega a esa mayoría es esencial. Existen partidarios de una forma de “democracia agregativa” que consideran que todo se agota en agregar intereses individuales a través de sucesivas votaciones, sin molestarse en cómo se suman esos votos y menos en intentar un diálogo que permita un acuerdo.

Otros consideramos que la democracia debe ser siempre deliberativa, porque los individuos tenemos intereses interdependientes y necesitamos prácticas de deliberación para intentar forjar una voluntad común. Por eso, alcanzar una mayoría no basta. Se necesita un marco de conducta ético mínimo, que exija ciertas conductas a quienes construyen esas mayorías.

(*) Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).

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