Educar en Derechos Humanos para hacer frente al negacionismo

Educar en Derechos Humanos para hacer frente al negacionismo

(*) Por Álvaro Ramis

Columna publicada en Cooperativa

¿Se puede ser tolerante con los intolerantes? ¿Se debe permitir que expresen sus ideas los que tratan de impedir que lo hagan los demás? ¿Debe existir un límite a la libertad de expresión, para preservar los Derechos Humanos y la democracia, aún a riesgo de debilitar esos mismos derechos y esa misma democracia? Este tipo de preguntas han quedado resonando luego Convención Constitucional aprobó su Reglamento de Ética, incluyendo sanciones contra el negacionismo y la desinformación. En específico, se tipificó la negación de los crímenes cometidos durante la dictadura y las violaciones a los Derechos Humanos en el contexto del estallido social de octubre del 2019, como también de las atrocidades cometidas contra los pueblos originarios y afrodescendientes.

Abordar este tipo de problemas es riesgoso, pero inevitable. Muchos países se han enfrentado a sucesos semejantes de su historia, que les han obligado a plantearse un angustioso dilema: prohibir actos y expresiones aberrantes, aún a costa de dañar la libertad de expresión y el derecho a reunión, o permitirlos, corriendo el riesgo de naturalizar los discursos de odio, lo que puede incubar la repetición de esos crímenes. Algunos países han optado por una estricta regulación legal. Por ejemplo, en Alemania existe desde hace décadas el delito de “negacionismo” del Holocausto y todas las expresiones públicas que hagan referencia al nazismo están prohibidas. Estas medidas surgieron en respuesta a los supervivientes de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, que pudieron alzar su voz en los juicios de Núremberg y demandar un “Nunca Más”, que fue brillantemente sintetizado por Theodor Adorno: “Hitler ha impuesto a los seres humanos en su estado de ausencia de libertad un nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante”.

Modelos de regulación legal semejantes están vigentes, con mayor o menor rigor, en la mayoría de los países europeos y en Japón. Otras naciones, como Estados Unidos, se orientan por un criterio que dice garantizar la libertad de expresión, aunque ello implique tolerar a personajes como el pastor Terry Jones, famoso por encabezar el 20 de marzo de 2011 lo que llamó “El día internacional de juicio al Corán”, momento en el que quemó públicamente el libro sagrado del Islam frente a unas 50 personas. La consecuencia: al día siguiente miles de manifestantes en el norte de Afganistán entraron a un recinto de Naciones Unidas matando al menos a siete miembros del personal civil de la organización.

Es justo sostener que la libertad de expresión y reunión no constituyen un absoluto y la convivencia cívica puede exigir unas muy prudentes regulaciones criteriosas, focalizadas y puntuales. Sin embargo, también hay que reconocer que es imposible, y en muchos casos contraproducente, impedir por la vía legal la expresión de estas ideas, por infames que sean. En muchos casos, la sobrerregulación tiende a generar una sensación de falsa seguridad en la sociedad. Frente a los inconvenientes de las delimitaciones normativas o legales es necesario ir más allá de la mera agenda punitiva y apuntar simultáneamente a la educación en Derechos Humanos como tarea imperiosa, que todas las instituciones, públicas y privadas, deben asumir sin excepción. El fondo de esa labor se debe fundar en lo que lo que Manuel Reyes-Mate ha llamado “justicia anamnética” o “memorial”.

Esta noción de la justicia parte reconociendo que “el condicionante de toda verdad es el sufrimiento”. El aprendizaje de la memoria, como un recurso epistémico, necesario para la justicia, implica que no podemos pensar el futuro sin atender a las causas del sufrimiento pasado. Sin memoria es como si la injusticia no hubiera ocurrido nunca y el mundo pudiera seguir como si la barbarie no hubiera tenido lugar. Y el antídoto contra esa posibilidad está en el pasado, en algo tan modesto como el recuerdo. Para Reyes Mate el “imperativo de la memoria”, que propuso Adorno, significa hacer “presente el pasado ausente que es fundamentalmente el pasado de una injusticia” [4], entonces “la tarea que tenemos por delante es escuchar el grito del que sufre y proceder a una pormenorización de sus daños”.

¿Cómo hacer justicia frente a una perdida que parece irreparable? El negacionismo dictamina “pasar página”, “echar al olvido”. Esas han sido las soluciones habituales. Pero hay otra respuesta, como observa Reyes Mate: “Es importante la memoria de la injusticia porque, aunque no conlleve reparación material del daño, reconoce la vigencia del derecho de las víctimas, aunque pase mucho tiempo y no haya ser humano capaz de una reparación adecuada. Somos responsables de lo que ocurre a nuestro alrededor porque ante el sufrimiento de los demás no nos está permitido mirar a otro lado”.

(*) Rector Universidad Academia de Humanismo Cristiano