El extractivismo como trampa y el proceso constituyente como oportunidad
(*) Por Daniela Escalona Thomas
Columna publicada en The Clinic
El extractivismo ha sido impuesto en países como el nuestro, ricos en recursos naturales pero periféricos y pobres dentro del sistema mundo, como una estrategia para alcanzar el desarrollo. La lógica de esta estrategia es que las ventajas comparativas nos permiten crecer económicamente a través de la renta obtenida de la explotación de la naturaleza, siendo el crecimiento económico la única vía posible para alcanzar el desarrollo (de acuerdo con este modelo). Efectivamente, el aumento de la riqueza producida por la explotación de la naturaleza nos permite hoy ser el único país de Sudamérica dentro de la OCDE, por cumplir un nivel de riqueza mayor que el de nuestros vecinos, sin embargo, dentro de tan selecto grupo, nos destacamos por mostrar los mayores niveles de desigualdad.
A pesar de aquello, el extractivismo, el crecimiento económico, así como el desarrollo son nociones profundamente cuestionadas que han abierto importantes disputas conceptuales y políticas. Esto porque en los últimos 40 años se ha profundizado la transformación y degradación de diversos paisajes y ecosistemas a lo largo del territorio nacional, llegando algunos de estos lugares a ser denominados “zonas de sacrificio” por los costos en la salud humana y ecológica de actividades como la minería, la generación de energía, la plantación de monocultivos, entre otras actividades orientadas a la exportación. Los diversos y múltiples territorios que han experimentado estas trayectorias de crecimiento terminan siendo víctimas de miradas hegemónicas y funcionales, que no reconocen la diversidad que en ellos se congrega, experimentando como resultado, en lugar de progreso, desintegración social y política, es decir, la destrucción de comunidades locales y el incremento de la heterogeneidad estructural y de la dependencia de sociedades nacionales.
Estos territorios, afectados por políticas mal ajustadas y mal planeadas, se revelan y disputan no solo a las acciones desarrollistas, sino frente a una distribución de costos y beneficios injusta, así como al sentido del crecimiento como proyecto de desarrollo. Esta resistencia, si bien resulta de una disputa profunda sobre la comprensión del territorio, y por tanto sobre su propio desarrollo, también se ha mostrado como oportunidad de empoderamiento de las comunidades, de participación, de volver a interesarse políticamente desde su territorialidad.
En los últimos 40 años se ha profundizado la transformación y degradación de diversos paisajes y ecosistemas a lo largo del territorio nacional, llegando algunos de estos lugares a ser denominados “zonas de sacrificio” por los costos en la salud humana y ecológica de actividades como la minería, la generación de energía, la plantación de monocultivos, entre otras actividades orientadas a la exportación.
Queremos entender el desarrollo desde una perspectiva amplia, como aquel proceso inmanente de los grupos y sociedades humanas, un proceso que ha acompañado a la humanidad desde sus inicios, y que la ha provisto de avances tecnológicos, sociales y culturales que le han permitido llegar hasta el estado actual. El desarrollo es, por lo tanto, un proceso inacabado que se produce sobre sí mismo y que ocurre en diferentes dimensiones y escalas simultáneamente. Mientras que el modelo de desarrollo hegemónico de los últimos setenta años es un desarrollo intencionado, que tiene solo un camino y un solo propósito: la acumulación de la riqueza y el poder en la élite empresarial, nuestra noción de desarrollo es múltiple, variado y sin un fin predeterminado.
Así, al centro de la crisis institucional chilena se encuentra una evaluación negativa de estas décadas de extractivismo que no han tenido los resultados esperados por los ciudadanos y ciudadanas, quienes se preguntan si el extractivismo tiene la capacidad para promover un desarrollo cualitativamente valioso, puesto que el extractivismo como proyecto de desarrollo capitalista, tiene una capacidad destructiva, que es ejercida con una potencia que limita la posibilidad misma del desarrollo sumiendo a los países periféricos a una desintegración del conjunto de su organización productiva y social, con consecuencias ecológicas desastrosas desde todo punto de vista.
Por otra parte, la crisis económica global, provocada por la pandemia, nos enfrenta a un nuevo desafío económico, en que hemos visto cómo las pérdidas de empleos, sobre todo de las mujeres, ha provocado un retroceso de las condiciones de vida de millones de personas en el planeta. La crisis del Covid-19 se mostró como una oportunidad de transformar nuestras economías, ya que los efectos de las cuarentenas en los ecosistemas naturales mostraron lo rápido que estos sitios podrían regenerarse sin la presencia humana. Estas ideas duraron muy poco, ya que las propuestas para salir de la crisis económica se enfocan en profundizar la explotación de la naturaleza como vía principal y más rápida, la llamada “reactivación verde”, que si bien en algunos países se ha transformado en una oportunidad de innovar tecnológica y económicamente, en países como Chile se ha traducido en reducir los requerimientos administrativos a nuevos proyectos de inversión con efecto ambiental, olvidando así, la gran oportunidad regenerativa de los primeros meses.
Este escenario que compartimos con la mayoría de los países del planeta, sobre todo aquellos que dependen de los recursos naturales se atraviesa con el proceso constituyente que inició con el estallido social de octubre de 2019. La urgencia de la crisis climática global y la crisis política y social a nivel nacional nos obligan a darnos la posibilidad de pensar otros modelos de desarrollo, con otras prioridades, donde no solo las ventajas comparativas globales (basado en la competencia) sea lo que prime, sino la consideración de ciertos mínimos de calidad de vida y condiciones territoriales de existencia; algo así como un desarrollo cualitativamente valioso.
La crisis del Covid-19 se mostró como una oportunidad de transformar nuestras economías, ya que los efectos de las cuarentenas en los ecosistemas naturales mostraron lo rápido que estos sitios podrían regenerarse sin la presencia humana.
El desarrollo debiera, como condición primera, no estar contra la naturaleza o deberíamos decir contra la vida. En la Nueva Constitución esto se debiese traducirse no solo en la incorporación de derechos de la naturaleza, sino también en un nuevo equilibrio entre los derechos de propiedad y derechos sociales y territoriales que se propongan, a partir de principios de sustentabilidad, equidad y autonomía territorial.
Tenemos la posibilidad enorme de repensar la relación extractivismo/desarrollo o desde una visión más amplia la relación humanidad naturaleza, superando los análisis simples y planos del crecimiento, e incorporando el conjunto de dimensiones que constituyen las sociedades locales y sus naturalezas, sobre las cuales el desarrollo capitalista impone sus mecanismos destructivos.
(*) Doctora en Geografía, docente del Magister en Desarrollo Sustentable de Ambientes y Territorios de la UAHC, parte de la Red Campus Sustentables.