El Te Deum como síntoma de una laicidad inconclusa
Se trata de una gran paradoja: el rito anual del Te Deum de fiestas patrias es una herencia directa del período colonial. Con la proclamación formal de la nueva república, en 1818, se optó por continuar con este evento político-religioso en el marco de las nuevas fiestas de la independencia. Prácticamente esta ceremonia no varió un ápice en casi doscientos años. Los únicos cambios se introdujeron en 1870, por petición del Ministro de Culto, Miguel Luis Amunátegui, que solicitó que se realizara sin Eucaristía. Y en 1971 el Presidente Salvador Allende pidió que el Te Deum tuviera carácter ecuménico. Por eso el Arzobispo de Santiago, Cardenal Raúl Silva Henríquez, invitó a representantes de las iglesias Ortodoxa, Luterana, Anglicana, Metodista, entre otras. Y también sumó la participación de representantes de las comunidades judía y musulmana.
Pero en general el Te Deum siguió siendo un rito fundamentalmente Católico, en la Catedral Católica, y con un Sermón Católico. La homilía, momento central y que abarca buena parte del tiempo de esta celebración, siguió como responsabilidad exclusiva del Arzobispo. Esta situación explica que el Pentecostalismo buscara la oportunidad de tener su propio “servicio de acción de gracias”, oportunidad que se presentó luego del golpe militar de 1973. En 1975 el dictador Augusto Pinochet, enfrentado al naciente Comité Pro Paz, liderado por el Cardenal Raúl Silva Henríquez y el obispo luterano Helmut Frenz, decidió congraciarse con un campo de las iglesias pentecostales, influenciadas por la teología norteamericana, instaurando una celebración diferenciada el domingo inmediatamente anterior al 18 de septiembre de cada año.
La existencia de estas dos celebraciones distintas expresa una anomalía en el contexto de una sociedad que es cada vez más plural en sus expresiones religiosas. Nuestro país es cada vez más diverso en sus creencias. Las personas hibridizan sus tradiciones religiosas, practican formas de sincretismo, generan prácticas rituales simultáneas, concurren a varias iglesias a la vez o a espacios religiosos no institucionales. En general se observa una creciente adhesión a formas de “religión difusa”, en las que predomina una opción individual en las lógicas de vivir la fe religiosa.Todos los estudios muestran que la religiosidad, o más ampliamente de la espiritualidad en su sentido genérico, es una dimensión importantísima para una mayoría. Pero ello, no implica una adhesión directa a las instituciones religiosas tal como hoy están constituidas.
El actual modelo de Te Deum otorga una centralidad excesiva al discurso de la autoridad jerárquica de la Iglesia Católica, y a los líderes de las Iglesias Pentecostales. Pero invisibiliza al resto de las confesiones, y excluye a tradiciones religiosas que no se expresan discursivamente, sino bajo formas prioritariamente rituales, no discursivas, como es el caso de las tradiciones de los pueblos indígenas, que no tienen cabida en el actual modelo de Te Deum. Por supuesto, excluye radicalmente del espacio público a quienes no adhieren a ninguna creencia religiosa y abogan por una laicidad activa.
La alternativa que se ha ido generando es la multiplicación ad infinitum de nuevos ritos particulares: en la actualidad el Presidente de la República asiste a nuevos ritos cada año: islámicos, judíos, masónicos, y de diversas confesiones cristianas, orientales, etc. Pasamos de esta forma, de un Estado confesional católico, a una nueva forma de multi-confesionalidad, lo que refleja que la laicidad de nuestro Estado es incompleta, y lo más grave, no existe una reflexión pública sobre el modelo de laicidad que debería imperar en el país.
Distintos modelos de laicidad
Si asumimos que debemos superar las formas confesionales de Estado, de la misma manera debemos reconocer que pueden existir diversos modelos de laicidad que determinen la relación Iglesia-Estado. El fondo del debate, según Dworkin, es el siguiente: ¿debemos ser una nación religiosa, que tolera la falta de fe? ¿O una nación laica, que tolera la religión?
Un primer modelo de laicidad implica el rechazo total de la participación de la religión en la esfera pública (laicidad activa). Este es el modelo francés de laicidad, que proviene de la herencia de la Revolución Francesa de 1789. Esta modalidad tuvo distintas etapas, acrecentándose con las leyes de la “Escuela Laica” de 1905 hasta consolidarse en 1945, luego de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que los obispos católicos la aceptaron definitivamente. Sin embargo, en los últimos años el debate laico ha vuelto a Francia ya que la inmigración musulmana ha generado rebrotes de confesionalismo, expresado como una afirmación de supremacía de la identidad católica frente a la presencia de migrantes musulmanes, lo que ha encontrado apoyo de la ultra-derecha xenófoba.
Otra manera sería el reconocimiento de posibles y diversas formas de relación según el caso histórico y cultural de la nación. Por ejemplo, se podría dar un modelo basado en el reconocimiento de una “religión nacional” (Grecia, Portugal, Dinamarca), o de dos “religiones nacionales” (Finlandia: iglesia luterana y ortodoxa; Inglaterra: iglesia de Inglaterra e iglesia de Escocia), lo que implica que el Estado reconoce en esas religiones un elemento configurador de la identidad nacional, o que le obliga a una protección en tanto bien común inmaterial de ese país.
También Puede darse el modelo de “no reconocimiento de ninguna religión en particular” (EE.UU, Holanda), o el modelo de reconocimiento múltiple (Italia, Bélgica, España, Austria, Alemania). Estas modalidades se denominan “laicidad positiva” en lugar de “laicidad activa”, y suponen la estricta neutralidad del espacio público, pero la protección de la esfera privada como lugar adecuado para la expresión de las creencias particulares. Chile se sitúa más cerca de este modelo, pero de forma poco consistente, por lo cual la relación entre el Estado y las confesiones religiosas está teñida de diversos vicios históricos: clientelismo electoral, uso estratégico de los discursos religiosos para legitimar o deslegitimar iniciativas legislativas, abuso en la asignación de recursos públicos de manera discrecional, captura de instituciones públicas por parte de grupos religiosos, etc.
Se debería explorar una reforma profunda, de acuerdo a un criterio que sea escrupulosamente coherente con el principio de neutralidad del Estado. El modelo que se debería implementar debe asumir que las diferencias demográficas entre las distintas tradiciones religiosas existen, hay tradiciones más numerosas y masivas que otras, pero ante el Estado debe primar la inconmensurabilidad de la opción de cada persona, y que cada fe, o ausencia de ella, lo que se debe reconocer de manera integral e igualitaria. Y ello se debe reflejar en la estricta laicidad del debate político.
Una exigencia para cualquier tipo de deliberación pública, donde las partes intervinientes no sólo tengan interés en expresar sus perspectivas de modo ilustrativo, sino con la pretensión de que sus convicciones sean coercitivas, se debe someter a un escrutinio de razonabilidad. La coerción o exigibilidad normativa sólo se puede fundar sobre la base de consideraciones públicamente aceptables, que respeten el principio de simetría entre los participantes. Como sostiene Rawls, este es un “deber de civilidad”, una exigencia política que consiste en que las consideraciones metafísicas o religiosas nunca pueden justificar el ejercicio del poder.En una sociedad democrática los argumentos que primen en la esfera pública deben tener “pretensión de universalidad”.
Esto de ninguna manera implica desvalorar el aporte específico del campo religioso, entendido como el ámbito de un lenguaje racional en base a símbolos. Ya que en lo simbólico radica el corazón de las culturas. Lograr un Chile diverso, plurinacional y cosmopolita es una tarea impostergable de cara al desafío construir un país más integrado, con un Estado más representativo, y con una cultura viva, abierta y cosmopolita.
(*) Rector Universidad Academia de Humanismo Cristiano, doctor en Filosofía.