Hijos de militares: Mejor desobedientes que cómplices.

Hijos de militares: Mejor desobedientes que cómplices.

(*) Por Patricia Castillo

En estos días hemos asistido a una serie de declaraciones condenatorias contra los perpetradores de violaciones a los derechos humanos. Estos valientes manifiestos y entrevistas pertenecen, precisamente, a los hijos y nietos de quienes fueron represores en las últimas dictaduras militares sudamericanas. Una última vuelta de tuerca indispensable para la construcción de un relato histórico justo.

Este gesto, que puede leerse como una manera de distanciarse y diferenciarse, es un movimiento que en Argentina ya había empezado a ocurrir y que se testimonia a partir de algunas novelas biográficas y experimentaciones documentales, a través de las cuales algunas hijas e hijos de represores empezaron a dar cuenta de los terribles costos que tuvo, y tiene hasta el día de hoy, vivir con adultos que participaron directamente en la tortura, desaparición y exilio de miles de compatriotas.

En particular, la experiencia argentina ha tenido una resonancia importante pues constituye un acto de valentía conmovedor, que se distancia abrumadoramente de cualquier intento de justificación o de búsqueda de impunidad. Se trata más bien de un acto ético, que reconoce, juzga y se diferencia de hechos de crueldad que ellos, en tanto hijos, no niegan ni perdonan. Las hijas e hijos agrupados en “Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía” nos dicen:

“Nos vemos hermanadas en un padre genocida que nos lastima y nos obliga a reconstruirnos. No elegimos la negación, ni el silencio, ni la complicidad. Elegimos levantar la cabeza y poder mirar a los ojos a nuestros hijos, a nuestras Madres y a nuestras Abuelas. Elegimos enfrentar la Verdad por más dolorosa que sea. Elegimos la Memoria, la Verdad y la Justicia”.
El camino de la memoria, la verdad y la justicia, ha sido una elección para muchos ciudadanos de nuestra generación, “hijos” o no. Se trata en su mayoría de niños y niñas que crecimos en dictadura, muchos de los cuales no pudimos soslayar el horror, por su proximidad inexorable. Sin embargo, esos no son todos, también están los otros, esos que no quisieron ser cómplices, esos que buscaron saber, saber todo, que preguntaron y preguntan, que acompañan y que se duelen casi en los mismos lugares, aún cuando habría sido más facil decir que no y  que a ellos “nada les pasó”.

Todas esas personas, de generaciones disímiles, conocemos bien el dolor de mirar de frente el horror, aprendimos a vivir con las pesadillas y a apretar fuerte las manitos de nuestros hijos e hijas, amigos o primos, cuando marchamos los 11 de septiembre o cuando hemos salido a la calle a pedir justicia. Algunos siendo aún muy jóvenes. Algunos habiendo vivido cosas tan distintas. Algunos que saben que no se necesita haber estado ahí para saber lo que es correcto y abrazar al adolorido.
Nosotros, los ciudadanos y ciudadanas que tuvimos y tenemos el coraje de ver y escuchar, hemos acompañado a nuestros padres y abuelos mil veces a los tribunales para intentar terminar con la impunidad, y por ello, no queremos olvidar, porque sabemos que en esa memoria están inscritos los parámetros éticos de nuestra humanidad. Nosotros, quienes elegimos no negar, imaginamos lo difícil que es para los hijos e hijas de los torturadores y genocidas mirar de frente la verdad y sustraerse de la complicidad. Por lo que este acto de denuncia que hoy realizan algunos hijos e hijas en el vecino país, es algo que hemos esperado una vida entera y nos alegra que empiece a ocurrir, pues nos acerca a la posibilidad de construir una versión del pasado común, en la que el asesinato, la tortura, el exilio y la imposición del miedo, sean actos condenados por todos e imposibles para el Estado.
Es por eso que, al menos a mí, me parece inconcebible que la realidad en Chile habilite un discurso tan diferente de parte de los hijos e hijas de militares condenados, mucho más cuando ese discurso está amparado por autoridades académicas y legales como Fernando Montes y Héctor Salazar, quienes se prestan para dar cobijo a una demanda que a todas luces sólo busca consolidar la impunidad y el olvido forzado. Campañas como “Perdón para la paz”,  intentan borrar de un plumazo el trabajo que durante años muchos hemos hecho para acompañarnos en el dolor y para reestablecer un marco ético, que nos permita fundar las bases de una sociedad en la que los crímenes contra la humanidad no tengan lugar.
Acá no se trata de perdonar a torturadores, genocidas y cómplices, sino al contrario, se trata de que las nuevas generaciones, nuestros hijos, hijas, nietos y nietas puedan construir una versión sobre los hechos del pasado que tenga como mínimo:  reconocer que lo que en Chile y Sudamérica hubo en la década de los ochenta fueron dictaduras cívico militares (y no gobiernos) y, por otro lado, que a través del uso de la violencia de Estado se fracturó de manera brutal nuestras sociedades. De esos actos hay responsables juzgados por los tribunales, pero también por el conjunto de ciudadanos que no tienen espacio sino para el repudio de los criminales.

Esta es la única invitación que podemos hacer a los hijos e hijas de los militares involucrados en crímenes contra la humanidad para poder construir paz: los invitamos a no negar, a no ser cómplices, a educar a sus hijos e hijas en el respeto y el cuidado de los derechos humanos de todas y todos. Los invitamos a abandonar los eufemismos para que no quede espacio para el doble estándar. Acá ya no se trata de un problema de interpretaciones, ni de cosas que quedaron en el pasado, sino de la formación ética del presente con la que construimos futuro. Duele, lo sabemos, pero es necesario y urgente.


(
*)Doctora en Psicología Clínica y profesora de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano