Juan y María: ¿el alma del modelo?

Juan y María: ¿el alma del modelo?

Por Kathya Araujo.

Los últimos estudios coinciden en que las personas en Chile están orgullosas de sí, valoran el esfuerzo personal y el reconocimiento del mérito. Este resultado parece indiscutible. Pero, ¿es que de ello se puede deducir, como lo intenta hacer el gobierno y una parte de la Concertación, que estemos frente a una lograda identificación entre los chilenos y un modelo que somete las relaciones sociales a las relaciones de mercado? Nada parece ser más lejano. Veamos.

Juan y María* viven en Cerro Navia. Están casados y tienen dos hijos. Juan es obrero. Sale cada día a las 6 de la mañana de su casa y con frecuencia vuelve a las 9 de la noche. Se queda muchas veces, claro, porque le gusta que su trabajo quede bien hecho, pero también porque Juan sabe que si no lo hace, podría tener consecuencias. Él piensa que en su trabajo tratan de optimizar los recursos hasta el extremo de agotar hasta la última gota al trabajador. Como el trabajador se esfuerza, la pega sale. A veces se pregunta por qué cuando la empresa pierde es el trabajador el que pierde y cuando la empresa gana es la empresa la que gana. Ha soñado muchas veces que los jefes reunieran a la gente para decirles lo bien que han hecho su trabajo, pero sabe que no lo harán, porque entonces la gente esperaría que se refleje en los salarios… y eso ya es muy complicado. A pesar de todo, Juan trata de dar conformidad a su trabajo. Y es que todos en la fábrica saben que más vale someterse y no mostrarse conflictivo porque, como no cesan de recordárselos, siempre hay alguien en la fila esperando por su puesto. Por eso muchos se someten al maltrato y al abuso.

El despido es un fantasma permanente y Juan está consciente que para alguien como él, en sus tardíos cuarenta, el riesgo es aún mayor. Está tan consciente que acepta, decepcionado y a veces furioso, trabajar por un salario cada vez menos atractivo por cada vez más tareas. Las cuentas se abultan, las deudas no esperan y como el dinero no alcanza, a pesar del agotamiento crónico que le produce, ha aceptado un trabajo de vigilante nocturno viernes y sábados en la noche. Entra a las diez de la noche y sale a las siete de la mañana. María se enoja con él y a veces le reclama porque está tan ausente, y ella debe hacerse cargo de la casa y de los hijos y de trabajar por horas haciendo aseo en una empresa. Como Juan, está convencida que hay demasiado abuso, y más todavía si una es mujer. Ella lava y cocina en la madrugada antes de salir al trabajo. Ella pelea con los cabros, pero se siente culpable porque los deja solos. Intenta con todas sus energías ganarle a la calle para que sus hijos no entren a la droga y se entreguen a las malas juntas. Y, en el fondo, de agobio en agobio, el mayor deseo de María es tener un momento libre para sí misma. Juan dice que tiene conciencia que descansa mucho en su señora… y se queda largamente en silencio. Recuerda que hace unas semanas su hijo mayor le ha increpado con qué autoridad le dice lo que tiene que hacer si está siempre ausente… Para aplacar las dudas, la furia y hasta la vergüenza, Juan se repite a sí mismo con frecuencia que con su esfuerzo consigue darles una mejor vida a sus hijos que la que él tuvo a su edad y pagar el colegio particular subvencionado que les dará una mejor educación. María, exhausta, desea, muchas veces con enojo, que Juan estuviera más presente y compartiera más con ella.

Juan y María están orgullosos de sí mismos, claro. La vida los ha convencido que dependen de su propio esfuerzo, obvio. Pero no porque, como leen ahora en los diarios que dicen muchos, sus ideales sean los del modelo. ¡Qué idea! Ni Juan ni María tienen como ideal un trabajo —sin fin—, que los enferma, los deja sin familia y sin tiempo libre. Juan no es ciego ni es tonto, y no está feliz de que otros se hagan cada vez más ricos a su costa. Ninguno está de acuerdo en ser abusado incluso mientras duermen por las instituciones financieras que los tienen cautivos por las deudas que ha contraído para equilibrar su presupuesto. No creen que el país en el que viven deba estar gobernado por gente que piensa primero en sus propios intereses y luego en los de su grupo. Juan y María no son personas convencidas por el sistema, pero se sienten atrapados por él.

Están orgullosos claro, de sí, y del esfuerzo que han desplegado para enfrentar la dureza de los días y proveerse pequeñas alegrías cotidianas, entre ellas la no menor de soñar que sus hijos tendrán un futuro mejor. Pero, ninguno de los dos cree, ni por un minuto, que ésta sea la vida que deberíamos tener. Para muchos, como para Juan y María, la vida esperada supone cambios radicales: que las relaciones sociales dejen de ser imaginadas en una lógica puramente mercantil, un trato más igualitario, que los intereses comunes y la solidaridad primen, que las instituciones den más soporte pero no despotencien, que las élites dejen de tratarlos como si fueran menores de edad.

Interpretar la sociedad chilena como un ejemplo de identificación con los valores del capitalismo actual y elogiar su moderación no es sino una muestra que a pesar de toda el agua que pasa bajo el puente, la clase política no está dispuesta a escuchar y aún menos a entender que las personas no quieren ni resisten más de lo mismo, aunque sea mejorado. El hecho que haya individuos orgullosos y contentos de sí mismos no significa en automático el triunfo del modelo de mercado vigente, como algunos quisieran. Precisamente y al contrario, las personas tienen cada vez más confianza y capacidad de acción, al mismo tiempo que cada vez menos aceptación de la primacía de la lógica mercantil en la organización de sus vidas. En corto, el alma del modelo no es el alma de Juan y tampoco la de María.

*Investigadora en ciencias sociales, Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

Articulo publicado en El Mostrador