La constituyente y el llamado de los muertos
(*) Por Álvaro Ramis. Columna publicada en El Mostrador
Una nueva Constitución no puede cambiar los hechos ya vividos, y a lo más puede reinterpretar y reconducir lo ocurrido. Pero de alguna manera esa nueva interpretación del pasado común supondrá un nuevo acuerdo entre muertos y vivos, ligados por el tenso problema de la memoria y del olvido. Por eso nunca hay una hoja en blanco, cuando la injusticia histórica y sus pendientes es la que nos lleva a este punto de evolución como nación. La hoja ya parte escrita con sangre, desprecio, amargura, indignidades. La nueva constitución deberá ser un objeto mnémico, una piedra que recuerde de dónde venimos, y por ello, hacia dónde vamos. Que nos devuelva a las vergüenzas necesarias de cargar, por toda la crueldad que marcó a las generaciones que no alcanzaron más que a padecer y callar.
Un cambio constitucional de esta magnitud implica intentar un pacto transgeneracional, que abarque a muertos, vivos y a quienes todavía no han nacido. Puede parecer extraña esta definición, que rompe con la forma habitual en que habitamos el tiempo. Pero es ineludible asumir que lo que se defina en el presente tendrá consecuencias respecto a nuestro pasado, porque resolverá dilemas que vivieron nuestros ancestros, y también implicará a quienes no han nacido, pero vivirán los efectos del nuevo marco constitucional.
La naturaleza de este pacto de temporalidades se comprende al leer un hermoso texto, parte del discurso de Piero Calamandrei, diputado en la sesión inaugural de la Asamblea Constituyente italiana, el 7 de marzo de 1947, donde dice: “Creo que nuestros descendientes sentirán más que nosotros, dentro de un siglo, que de nuestra Constituyente nació realmente una nueva historia: y se imaginarán que en nuestra Asamblea, mientras se discutía de la nueva Constitución republicana, sentados en estos escaños no estábamos nosotros, hombre efímeros cuyos nombres serán borrados y olvidados, sino todo un pueblo de muertos, esos muertos que nosotros conocemos uno a uno, caídos en nuestras filas, en las prisiones y en los patíbulos, en montes y llanuras, en las estepas rusas y en las arenas africanas, en mares y desiertos, desde Matteotti a Rosselli, desde Amendola a Gramsci, hasta nuestros muchachos partisanos. […] Ellos murieron sin retórica, sin grandes frases, con simplicidad, como si se tratase de un trabajo cotidiano que cumplir: el gran trabajo necesario para devolver a Italia la libertad y la dignidad. (…) A nosotros nos corresponde una tarea cien veces más llevadera: la de traducir en leyes claras, estables y honestas su sueño de una sociedad más justa y humana, el sueño de una solidaridad que una a todos los hombres en esta obra de erradicar el dolor. Bastante poco, en realidad, piden nuestros muertos. No debemos traicionarlos”.
La Convención Constituyente es un acto de justicia anamnética, una reparación memorial, incompleta e insuficiente, pero que viene a reconocer un sufrimiento causado. Y la memoria de ese daño será un recurso epistémico para la Convención, porque no se puede pensar el futuro sin atender a las causas del sufrimiento vivido, como si la injusticia no hubiera ocurrido y el mundo pudiera seguir como si no hubiera tenido lugar.