La extinción de los extintos

La extinción de los extintos

(*) Por Aranza Fuenzalida

Columna publicada en Le Monde Diplomatique

Quise venir al fin del mundo de vacaciones, a huir un poco de mi labor sin pausa de antropóloga con el pueblo chango. A desconectarme, como dicen ahora. Llego a Puerto Williams con el imaginario de un pequeñísimo pueblo perdido en medio de la nada. Sé que es territorio yagán, pero no vengo a trabajar, vengo a descansar, caminar, comer, tal vez compartir y disfrutar de las bondades del fin del mundo.

Sin embargo, de ignorante, me encuentro con lo inimaginable… Puerto Williams, más parece una base militar que el pueblito rústico que había idealizado en mi cabeza. Cerca de la mitad de las viviendas son blancas con azul (marinos); un cuarto de las viviendas son blancas con verde (carabineros), y el otro cuarto de éstas se divide en tres: viviendas de civiles, de servicios públicos y de yaganes. Definitivamente, no era lo que yo había imaginado, ni un solo poco.

Me hospedo en El Padrino, hostal donde entran y salen exploradores (turistas) de todas partes del mundo que, mayoritariamente, vienen a hacer excursiones y travesías a Dientes de Navarino, Cerro La Bandera, Puerto Toro, Cabo de Hornos, la Antártica y otros lugares que no conoceré. Todo lo coordina la Ceci, dueña del hostal, una mujer imparable que sabe todas las historias del pueblo, de la base y de los yaganes, pues todos los jueves, sagradamente, va a preparar almuerzo a la abuela Cristina y a tomar once con ella. Mucho más que anfitriona, la verdad, es la mejor informante clave y guía de Puerto Williams.

En su hostal El Padrino, es imposible no compartir. Comienzo a escuchar ¿Ceci, sabes dónde podemos ir a conocer a la última sobreviviente del pueblo yagán? La verdad es que la pregunta se ha repetido todos los días desde que llegué: en la mañana, en la tarde y en la noche, como si la abuela Cristina fuese un “atractivo turístico” o una reliquia de museo que se debiese ir visitar, tal como se va a ver a las momias Chinchorro en Arica o al niño del Cerro el Plomo.

Comienzo a irritarme cada vez más, hasta que reviento y respondo con bastante rabia e ironía. La diplomacia no es lo mío.

• Si la abuela Cristina tiene hijos e hijas, nietos y nietas, bisnietos y hasta una tataranieta llamada Cristina, ¿cómo la Matriarca va a ser la última yagán?
• Claro entiendo, me refiero a la última yagán de “sangre pura”, no mestiza.
• ¿Tú crees que los yaganes antes que llegaran los invasores europeos no se mezclaban con ningún otro pueblo?

Intento calmar mi sarcasmo y soberbia intelectual. Recuerdo que no todos y todas las personas pasaron por cinco años de antropología y, menos aún, trabajan con pueblos originarios. Traigo a la memoria que casi todos aprendimos el relato de la construcción del “Estado Nación” chileno donde militares, religiosos y civiles ejecutaron la “honorable labor” de “colonizar, pacificar y evangelizar” a los “salvajes poco evolucionados” que vivían en el territorio hoy habitado por nosotros. O que bien, los pocos que habían sobrevivido se habían asimilado a la cultura dominante en el mestizaje. Ideología que no ha cambiado mayormente, pues año a año nos enteramos, en la prensa nacional e internacional, que murió el “último o última yagán, selk’nam, kawéskar o aónikenk que quedaba en Tierra del Fuego” luego de la masacre de los invasores europeos y posteriores chilenos.

Aunque estés de vacaciones, una vez que tienes la observación antropológica dentro de tu mirada hacia el mundo es imposible despojarte de ella, no es como desconectarte del celular o redes sociales. Así como no puedes ver lo que no puedes ver; lo que ya ves no lo puedes dejar de ver. Por lo mismo, perturba y duele tanto ver lo que ha hecho la teoría del mestizaje en este país llamado Chile. La instalación de una base militar en pleno territorio yagán donde es la “autoridad chilena” la que determina lo que “puede y no puede” hacer el Pueblo Yagán es miserable y pisotea lo que afirma al mundo respetar.

Día a día el Estado chileno viola los derechos del Pueblo Yagán, vulnera el Convenio 169 ratificado por el mismo el año 2008; prohíben su forma de vida y cultura: la navegación, la pesca, la recolección y tala de leña y junco para desarrollar sus artes, oficios, su vida.

Conversando con Germán González, yagán oriundo de Isla Mascart donde vivía con su madre, padre y seis hermanos, la única forma para realizar dichas prácticas ancestrales es convertirse en “pescadores artesanales”, “marinos” o “marineras”, y elevar solicitudes a Valparaíso y otros procesos burocráticos para obtener permisos que poco y nada tienen que ver con sus quehaceres ancestrales ni con el “ser yagán”. Quedando así, más desamparado y amenazado por el Estado que salvaguardado.

Nos enfrentamos a un desafío educativo mayor, y digo “nos”, porque no sirve que sólo los antropólogos y antropólogas sepamos que la “pureza étnica” no existe, y que nunca ha existido. Que no existen los “últimos yaganes”, los “últimos selk’nam”, los “últimos kawéskar” o los “últimos aónikenk”, aunque todos los años los veamos morir en la prensa.

No sirve que sólo lo sepa el mundo académico, es necesario que los sepan las personas, especialmente los historiadores e historiadoras, quienes escriben los libros de historiografía que hoy leen niños y niñas, jóvenes, universitarios y universitarias en las escuelas, liceos y universidades para que tengan un aprendizaje más cercano a la realidad, pero también para que dejen de tratar a los no “últimos” integrantes de pueblos originarios como si fueran una pieza de exhibición de museo para tomarse una selfie y subirla a Instagram como un trofeo de viaje.

Puede que todos y todas caigamos en ello, también los antropólogos y antropólogas; tal vez nos justificamos en que nosotros tenemos una metodología y marco teórico para hacer esa visita. De hecho, yo también fui a ver a la abuela Cristina, con la excusa de comprar los aros de junco que ella elabora a mano, y no al intermediario, pero está claro que eso no era nada más que una excusa, me ganó la curiosidad porque desde hace veinte años me hablan de ella. Terminé hablando más con su hijo porque Cristina estaba cansada, se notaba que está agotada que la traten como una pieza de exhibición de museo. Inevitablemente me llevó al recuerdo de los zoológicos humanos en París.

No estaba haciendo artesanías en junco porque se dañó las manos en una caída, pero sí estaba tejiendo. Le compré un gorro y calcetas de lana. Después de la transacción económica su hijo me dijo que ahora podía tomarme una fotografía con ella, que ese era “el trato”. Sentí tanta violencia ahí, que por más que mi ego tal vez sí quería la selfie, le dije que no podía, que me daba pudor. Y la verdad es que no pude.

Nos sentamos largo rato a conversar. Me preguntaban en qué andaba, a qué me dedicaba, y como siempre, terminé hablando del pueblo chango, que era colaboradora del Consejo Nacional, y que cada día era mucho aprendizaje. Que habíamos hecho un mini documental, y que si querían lo podíamos ver en la semana porque andaba con el computador. Se pusieron muy contentos porque les gusta mucho ver documentales, y don Eugenio me dice, oiga, una pregunta:

¿Y los changos son tan feos como nosotros?

La abuela Cristina se larga a reír.

Tanta violencia, tanto dolor y resiliencia al mismo tiempo. La verdad, es que no sé cómo no nos tienen sangre en el ojo, cómo no nos odian, cómo aún reciben a personas que solo quieren aprovecharse de ellos y sobre todo de ella. Cómo hicieron para eliminar su lengua de sus vidas, de interiorizar que ellos y ellas eran “feos” a los ojos de la sociedad occidental, y que aún así, les quede el ánimo para reírse de algo tan íntimo, arbitrario y discriminador.

A las 18:00 me invitaron a tomar tecito para que les muestre el documental “Voces del Pueblo Chango”. Espero no estar haciendo “extractivismo cultural”. Solo que el hecho de “estar aquí” genera un nivel de contradicciones nunca antes vividas.

En general, a esto le llaman egocentrismo o narcisimo antropológico, pero creo que hoy le bautizaron “autoetnografía”. Son palabras que, finalmente, intentan dejar en claro que solo podemos observar y construir narraciones mediante nuestra propia mochila, en este caso, el fin no es construir objetividad, sino un relato experiencial.

(*) Aranza Fuenzalida es antropóloga colaboradora del Consejo Nacional del Pueblo Chango y estudiante UAHC.