La Impunidad
Así como Karl Marx veía al comunismo recorrer Europa como un fantasma en 1848, en nuestra sociedad, cosechamos los frutos de una historia de impunidad. Del latín impunitas, alude a la condición en que aquel que ha transgredido fuera de toda duda las normas de la sociedad, no recibe el castigo que ello amerita, impidiendo que el transgresor enmiende su conducta y aprenda de esa experiencia.
Hace medio siglo nuestros militares, observando a sus pares de la región, percibieron que la transgresión que constituía la conducta sediciosa, terminaba en general, sin castigo alguno y comenzaron a incubar la idea de usar los medios que la sociedad les había entregado en custodia, para atentar contra ella misma. Finalmente, aliados con la clase dominante de la época, arrasaron con la democracia política.
¿Qué pensaban los miembros de la Junta Militar cuando ordenaron bombardear la casa de Gobierno? ¿Qué idea cruzó por la mente del oficial que aplastó las manos de Víctor Jara, antes que el Teniente Pedro Barrientos, según se presume, acabara con su vida con más de cuarenta disparos? ¿Qué imaginaron los torturadores que durante largos años descargaron la mayor brutalidad de la que pueden ser capaces los seres humanos, sobre otras personas que solo podían clamar su dolor?
Sabemos que les acompañaba un discurso racional que los ponía en las filas de los defensores de la nación, entre las huestes que valientemente contenían el avance de aquellos que tenían por misión acabar con la patria, en al especial concepción que ellos tenían del término. Sin embargo, algo más había en su cabeza. La certeza de que no serían castigados.
Es verdad que un Presidente elegido libremente por el pueblo, está revestido de una legitimidad incontestable, pero la historia está llena de transgresiones de ese tipo. Así como se destruye, un edificio se vuelve a construir. ¿Quién será capaz mañana de cobrar esa deuda? ¿Quién escribirá la historia y cómo?
Es verdad que un cantor es un ser bastante inofensivo físicamente y que al cultivar su arte contestataria solo desnuda nuestras conciencias; que ciertamente atacarlo estando en infinita desventaja, no es precisamente muestra de la gallarda hombría que un hombre de armas dice cultivar, pero ¿no es acaso la brutalidad de la tortura una manera de vengarse, si no en nombre de ofensas personales, al menos a valores superiores que aunque no comprendamos, suponemos o nos dicen que existen? Podemos vaciar el cargador (varios) llevando esa venganza hasta el final, por cuanto ¿quién lo sabrá o podrá denunciarlo?
Es verdad que un ser humano maniatado está completamente a merced de su captor y que probablemente, dado el estado de ansiedad y terror que esa condición le provoca, requiera simplemente una pregunta para obtener la información necesaria. Pero ¿quién negará que es la oportunidad de demostrar el poder de que está imbuido el interrogador? Si en la vida cotidiana y en cada medio en que comparte, nadie ve más que un individuo corriente, ¿por qué no mostrar que se es capaz de aplicar el castigo más atroz o apaciguar el llanto de dolor e impotencia con un consuelo de tono sentido y paternal? Por lo demás ¿quién sabrá o podrá denunciar?
También hace medio siglo, nuestra clase empresarial comenzó, al amparo de un nuevo orden social, político y económico, a mudar su piel. La antigua burguesía que durante décadas había parasitado al amparo del Estado y por tanto asumido alguno de los costes de los equilibrios sociales necesarios, se veía ahora libre de esos amarres de respeto por las buenas costumbres y con un mundo por conquistar. Como un padre antiguo y tradicional, palmoteando la espalda de su hijo hombre, el Estado le dijo: ve y conquista. Si bien debería emprender ese camino en solitario, tendría a su favor la libertad de usar todos los medios a su alcance para acumular y como imperativo ético, una sobrevivencia darwiniana.
Hubo de codearse con burguesías antiguas y hacerse un espacio en mercados muy competitivos y mostró arrojo y valor para arriesgar su capital (o el ajeno en algunos casos), pero no trepidó en sortear el respeto a las propias normas que su clase impuso, el respeto por los derechos de los trabajadores que generaban sus ganancias o de las personas que consumían los bienes que ofertaba.
Es verdad que la competencia en el mercado exige un cierto comportamiento de modo de podamos emular la competencias perfecta, en que se cumplen todas las profecías del mundo liberal, pero, ¿qué es más importante, cumplir con las formalidades o con el imperativo ético de la acumulación? Cuando le dijeron: ve y conquista, no le incentivaron la transgresión, pero tampoco se la prohibieron tan taxativamente. Así, si su competidor se muestra irreductible, tal vez la colusión sea una opción adecuada y, por lo demás ¿quién podrá enterarse o darse el trabajo de probarlo?
Es verdad que los trabajadores están amparados por varias leyes. Que individualmente no pueden comparar su poder con el que posee el empresario, que para incentivar la libre empresa, se puso obstáculo a la formación de monopolios sindicales, pero a pesar de ello, existen y dificultan el logro de los objetivos más caros al mandato original. ¿Qué está primero, el respeto por normas que dificultan el desenvolvimiento empresarial y lo limitan o el crecer y multiplicarse? ¿Quién tomará una decisión que pudiera hacer desaparecer una empresa y condenar al desempleo a sus trabajadores?
Es verdad que los consumidores son finalmente los que hacen sobrevivir y crecer a los productores de bienes y servicios y que en teoría tienen derechos. Sin embargo, en la práctica, todos y cada uno de ellos, no pueden pretender imponer sus caprichos. Si la ley obliga a comunicarles sus derechos, nada dice respecto al tamaño de la fuente en que deban estar escritos. ¿Qué sujeto individual se embarcará en la empresa de gastar tiempo y dinero, más allá de lo racional, en defensa de unos pocos centavos (o unos muchos), qué más da?
Luego de largos años de ignominioso silencio del Estado y los adultos frente a demandas postergadas y la ausencia de un lugar en el imaginario social, los jóvenes salieron a la calle portando una rabia histórica y furibunda. Como tantos otros colectivos, habían experimentado la omisión de sus expectativas más sentidas y eso se expresó primero en discursos reivindicativos que comunicaban demandas. En ausencia de respuesta, en desafección, en no estar ni siquiera ahí. Pero tras largos años de silencio, emergieron en la calle buscando cobrar una deuda que es difusa y que en rigor solo refleja a una sociedad adulta que no tiene espacio para los menores. Ahí fue que la rabia sustituyó a las ideas.
Frente a una sociedad ciega y sorda que solo atiende cuando es amenazada por la transgresión, sea individual o colectiva, la destrucción se vuelve una forma de manifestar la disconformidad. Ahí las alarmas se encienden y nos volvemos sensibles aunque sea para preguntarse por qué. La meta no es posicionar un discurso reivindicativo, como trataran hace un cuarto de siglo las juventudes políticas, porque simplemente ya no lo hay. Es manifestar su presencia y ello se logra mediante la ruptura radical de las normas. Si ese es el camino, ¿cuál es el límite de ese medio de comunicación con los otros?
Es verdad que los grupos humanos se organizan para distintos fines y que un mínimo de eficiencia obliga a establecer roles y funciones, a crear instituciones y espacios en los que desarrollar acciones sociales. Pero, ¿cuándo la destrucción de eso que es tan caro para los otros, puede volverse un medio para manifestar el rechazo? Si el acto individual de destrucción se desincentiva fruto del castigo previsible, ¿Quién castiga a la turba? Si todos y cada uno somos capaces de los máximos gestos de altruismo y también de las mayores transgresiones y solo requerimos las condiciones para uno u otro, ¿quién puede identificar las realizadas al amparo de una capucha?
Es verdad que una escuela como el INBA o una universidad como la Academia forman en un ambiente abierto, creando un espacio para aquellos que al no tener un lugar equivalente para esos fines, son al mismo tiempo los representantes de la histórica exclusión. ¿Por qué no habrían de ser saqueadas sus instalaciones en medio de la toma de sus recintos? ¿Quién impedirá que ello ocurra? Y ¿Quién asumirá la condena a costa de ser estigmatizado?
Hemos vivido en medio de la impunidad y la hemos aceptado. A lo largo de los años ha habido signos alentadores, aunque insuficientes. La misma PDI que hace un par de años fue atacada con molotov, sacaron de su bunker de Fresia en 1993 a Manuel Contreras para encerrarlo hasta el fin de sus días y acompañaron esposado y con un peto amarillo a Miguel Frassnoff para reconstituir la muerte de Miguel Enríquez. Fruto de su investigación, centenares de criminales y torturadores han corrido igual suerte. ¿Es insuficiente? Por cierto. Hay muchos notros que circulan libremente aún.
Del mismo modo, la Fiscalía Nacional Económica ha perseguido y procesado a la delincuencia de cuello y corbata. Al caso La Polar, se ha sumado la colusión de los Pollos, del Papel higiénico, el caso Penta y SQM. Pero quedan muchos y las penas difícilmente sobrepasan lo simbólico.
Sin embargo, nuestra sociedad se ha habituado a esa impunidad y no nos interpela en el sentido último de lo que supone la convivencia y los límites de la acción. Son más sonoras las voces que claman por las justificaciones y causas últimas de la transgresión, que por el castigo justo. Las que apelan a la responsabilidad de las víctimas, pero no de los victimarios. Después de todo, ¿quién defenderá los principios de convivencia y la integridad de los espacios y las personas? ¿Quién asumirá la función formativa que el castigo reviste?
(*) Patricio Escobar es Economista. Director de la Escuela de Sociología de la U. Academia.