Los hermanos Vergara entre Dominga y Cruz Grande
(*) Por Luis Campos
Nacieron a mediados del Siglo XX, no fueron a la escuela y estando a menos de 50 kilómetros de la Panamericana Norte, han vivido la mayor parte de su existencia aislados, reconociéndose como “changos netos”, más allá de las certificaciones del Estado y de los escepticismos académicos.
Hoy, a pesar de todas las vicisitudes que han pasado a lo largo de sus vidas, se enfrentan a nuevos escenarios que podrían llegar a afectarlos todavía más. Rolando, Héctor, Rubén, Germán y María Eugenia esperan a que las autoridades se pronuncien acerca de los dos megaproyectos que se contemplan a escasos kilómetros de donde viven y que de hacerse efectivos alterarán para siempre los alrededores de la Reserva Nacional Pingüino de Humboldt, espacio del cual se han declarado por años como sus legítimos protectores.
Mientras la camanchaca comienza a disiparse, vamos camino hacia Punta de Choros lugar en el cual se ha constituido una de las primeras comunidades del pueblo Chango en ser reconocidas por el Estado de Chile: la Comunidad Chango Archipiélago de Humboldt, conformada en su mayoría por personas de apellido Vergara. Los conocimos hace un mes atrás cuando fuimos invitados a compartir una íntima celebración de este importante hito y en donde se entregaron, además, algunos de los certificados de calidad indígena que otorga la Conadi.
Fue ahí que conocimos a Juana Vergara, a Osciel Vergara “Chelin”, María Piñones, María Vergara y a muchos otros changos que se juntaron a compartir un salpicón de lapas, cordero asado, guiso de mariscos y otras preparaciones que fueron llevando a nuestra mesa. Adobadas con bebidas, vino y también con pajarete venido del interior de Vallenar, este último aporte del Tío Tello, uno de los tantos viejitos que se sentaron junto a nosotros ese día de conversación distendida, en torno a la cual nos comenzamos a conocer, a tomar las confianzas necesarias para que las historias que ellos llevan dentro pudieran salir y aportar a los nuevos procesos que se están viviendo en las caletas y también en los territorios en que están asentadas sus majadas.
Ha sido difícil poder ser reconocidos, no sólo para los changos de Punta de Choros, sino para los de Barranquilla, Caldera, Paposo, Taltal, Chañaral de Aceituno, Torres del Inca y de muchas otras localidades. Por lo mismo han comenzado un proceso de revitalización de memorias y de historias de los antiguos que permitan comprender lo que incluso para muchos de ellos y ellas es todavía un enigma: el cómo vivían los changos, como eran sus historias y descubrir, en este largo camino que han iniciado, a parientes de los que nunca habían conocido de su existencia.
Este es al caso de María Vergara, sobrina de los otros hermanos Vergara quien desde pequeña se crió en Vallenar y regresó en el último tiempo a conformar una agrupación cultural que luego se ha convertido en dos comunidades de changos, siguiendo los pasos de los habitantes de la cercana caleta de Chañaral de Aceituno. Y mientras vamos recorriendo los kilómetros que separan Punta de Choros de Carrizalillo, ella nos cuenta cómo se fue adentrando en esto de ser chango y de la persona que nos recibirá para la primera entrevista: María Eugenia Vergara.
Al llegar nos encontramos con una mujer de edad indeterminada, marcada por el trabajo y por muchas cosas que le fueron pasando a lo largo de su vida. Ella nos esperaba muy arreglada, como si estuviera preparada para una importante fiesta. Ya conociendo el objetivo de nuestra visita comenzó un testimonio que nos llevó cerca de tres horas de conversación. Ahí apareció su nacimiento, una vida dedicada al trabajo, a decenas de labores que ha ido ejerciendo a lo largo de los años. Y aunque nunca fue a la escuela y no sabe leer ni escribir, es sin duda una mujer experta en narrar su vida.
Changa de majada. Es lo primero que aclara. Trabajando con las cabras en la casa del abuelo, sin mucha relación con su padre, pero sí con su mamá que le va enseñando del trabajo de los quesos y cómo arreglárselas, desde niña, con los animales. Gente solitaria estos changos que apoyados en una pirca pasan gran parte de su vida en esas labores. De ahí fueron los desplazamientos forzados y la violencia de género que marcó a gran parte de las mujeres de la zona, el ir aprendiendo a limpiar casas, a trabajar en restaurantes, a pescar, a conseguir su alimento, ya no de los animales, sino de lo que le pueda ir entregando el mar, como una changa neta, una changa patarrajada. Y su fuerza como mujer, su resiliencia ante todas las adversidades, como cuando huye del viejo que la maltrataba por años con el cual se había juntado, sin pensar que con ello perdería todo lo que había podido juntar hasta entonces, sus muebles e incluso los animales. Prefiere, a pesar del dolor, cambiar de vida a seguir siendo maltratada, prefiere comenzar de cero porque es una mujer fuerte, se le nota en la mirada, en sus manos firmes y robustas.
No basta una pequeña crónica para relatar todo aquello que habita en las historias de gente común y corriente, de aquellos que no aparecen en las historias, que van contando cómo viven los changos. Son los antiguos habitantes plenos de historias que están presentes en Punta de Choros desde fines del siglo XIX y que hablan de estrategias de supervivencia, de lugares en donde el Estado sólo ha podido llegar muy tardíamente, de maneras distintas de constituir familias, de educarse entre los animales, de vivir de la playa, de ir cambiando de oficios para enfrentar de mejor forma la vida.
Al día siguiente, también guiados por María Vergara, pudimos volver a encontrarnos con el Tío Tello, Héctor Vergara y su hermano Rubén. Y más tarde con el Rolo, Rolando Vergara, quien el mismo día de la entrevista recibió por parte de Conadi el mensaje que lo acreditaba como chango.
Sus historias no son diferentes de las de su hermana María Eugenia. Nacieron en una casa cerca del mar, fueron dejados con algún pariente, por lo general con el abuelo y se pasaron el tiempo entre cuidar las cabras y la vida del mar. Tello y Rubén tampoco vivieron con sus padres y nunca se casaron ni tuvieron hijos. Pero eso no los hace sentirse mal. Al parecer era común que te criaran los abuelos, que un día cualquiera te fueran a dejar a otra casa, o que cuando ya eras grande algún pariente te llevara a su hijo a vivir contigo. Y todo relatado sin el dolor que podría significar para otros el abandono, porque era lo que se hacía, cuando la gente se movía entre caleta y caleta, cuando iban a trabajar a las minas cercanas como El Tofo o al puerto de Cruz Grande, donde estaban los gringos y que es precisamente donde hoy, al igual que en el caso de Mina Dominga, se pretende construir un gran puerto para la carga de mineral de hierro, ambos proyectos a menos de 35 kilómetros de la Reserva Nacional y de las vidas de los hermanos Vergara y de todas y todos los changos de la región.
Hoy en día cada hermano continúa a cargo de su casa y de su majada. Esperando que vuelvan alguna vez las lluvias para que las cabras tengan qué comer. También fueron aprendiendo otros oficios como el trabajo en madera, transmitidos por sus parientes desde que eran niños, las aceitunas, la pesca en alta mar. Siempre trabajando, buscando alternativas para poder sobrevivir, enfrentar las enfermedades y hoy también los megaproyectos, las tomas ilegales del espacio costero y la apropiación indebida de los recursos que por generaciones ellos han explotado como ancestrales ocupantes de la región.
Sus hijos y nietos continúan con la pesca y la recolección de playa. Algunos también con la crianza de animales, aunque sin la productividad que daban antes las majadas. También destinan parte de sus vidas a la actividad turística, sobre todo en el verano que es cuando más llegan los visitantes para conocer la Reserva con sus pingüinos y lobos marinos y quizás poder avistar sorprendentes defines y ballenas.
Tanto Punta de Choros como Chañaral de Aceituno han ido cuidando la Reserva. De la misma manera que ha ocurrido en otros espacios marinos del norte como Pan de Azúcar en donde han llegado a acuerdos de trabajo en conjunto con la Conaf, porque ellos y ellas son los que mejores conocen y pueden proteger los espacios en los que viven.
Durante años estuvieron solos en esos parajes, trabajando con los animales, haciendo ristras de marisco y charqui de pescado que iban a parar al interior de Vallenar de donde les traían, en ancestrales rutas de comercio y de intercambio, los frutos secos y el apreciado pajarete, el mismo que ese día de la celebración cargaba el tío Tello.
Hoy forman parte de una comunidad que está haciendo todos los esfuerzos por seguir habitando en sus territorios y por honrar en vida la memoria de esos hermanos que mataban la sed cortando quiscos y sorbiendo copao, pernoctando en sus rucos en la playa, circulando libres. Y esos hombres y mujeres que por fin han podido rearticular su comunidad no están dispuestos a que los últimos años de sus vidas, llenas de sacrificios, sean marcados por la destrucción de lo único que las va quedando: su identidad y su territorio.
(*) Doctor en Antropología, licenciado en educación, investigador CIIR y docente UAHC.