Los niños y la legitimidad de su palabra
(*) Por Paulina Chavez Ibarra
Columna publicada en El Mostrador
En una ocasión, un connotado académico que se dedica a la investigación social crítica,
sostuvo con cierto desdén que no es posible realizar investigaciones discursivas con niños, porque en esas situaciones de interacción con adultos “los niños no hablan, responden”. Sin saber con claridad el significado preciso que este académico quiso dar a esta escueta y lapidaria frase, puede asumirse que parte de su sentido se relaciona con la idea de que, en el marco de una situación asimétrica de conversación con un adulto, los niños simplemente se limitan, pasivamente, a hacer lo que los adultos esperan de ellos: responder literalmente lo que se les pregunta, escuchar, obedecer o callar.
Más allá de las intenciones del mencionado académico, su afirmación pone en juego elementos que resultan coherentes con los modos en que habitualmente se ha estudiado y comprendido la problemática de la infancia, los que, bajo el predominio de modelos unidireccionales de socialización, enfatizan la subordinación y dependencia de los niños en relación con los adultos, posicionándolos del lado del no saber, la pasividad, la fragilidad y la incompetencia, cuestión que constituye una potente “base ideológica” sobre la que adultos y niños construyen sus relaciones.
Si bien a partir de la segunda mitad del siglo XX, importantes transformaciones socioculturales han aportado al reconocimiento y valoración social de los niños como sujetos de derechos, expandiendo los discursos y ámbitos en los que se legitima su competencia, agencia y participación, dichas transformaciones coexisten con una serie contradicciones en lo que respecta a los espacios efectivos de participación que nuestra sociedad les ofrece y a la genuina consideración de su condición de actores sociales, cuyos discursos y experiencias también forman parte de la construcción (reproducción y eventual transformación) del mundo social.
En este escenario, la palabra de los niños queda condenada a su silencio o trivialización, o bien, del lado de las buenas intenciones, al “rescate” adulto de sus voces a través de la generación de espacios y herramientas específicas, que permitirían su expresión. En este último caso, la “voz” de los niños se entiende como portadora una palabra más “auténtica”, “pura” o “intrínsecamente infantil”, que se produce -de alguna misteriosa forma-, más allá del diálogo intergeneracional, de la interdependencia entre niños y adultos, y al margen de los discursos sociales que circulan en una sociedad determinada, en el marco de particulares condiciones, tensiones y conflictos sociohistóricos y culturales.
El reconocimiento de los niños como actores sociales, implica, entre otras cosas, comprender que, como todo sujeto, los niños articulan su palabra desde un particular posicionamiento social (de clase, género, etario, etc.), en escenarios relacionales, institucionales y culturales, que ellos logran interpretar sutilmente.
En una serie de estudios nacionales llevados a cabo desde el año 2010 por un equipo de investigadoras, cuyos resultados pueden leerse en extenso en el libro “Ser niño y niña en el Chile de hoy desde la mirada de sus protagonistas” (Ceibo Ediciones), es posible observar este ejercicio de interpretación, que da cuenta de cómo los niños están significando las condiciones demandantes y contradictorias que los contextos socioculturales actuales les ofrecen, evidenciando transformaciones y continuidades en las relaciones etarias, así como una serie de tensiones y ambivalencias, que recaen sobre los escenarios cotidianos en los cuales estas relaciones se despliegan y sostienen.
Estas tensiones se relacionan de manera importante con una serie de procesos y fenómenos que son parte del territorio social en el cual los niños articulan su palabra: la coexistencia de continuidades y rupturas en el orden que tradicionalmente constituye el marco social regulatorio de las relaciones familiares intergeneracionales y de género, la erosión de las certezas que sostenían una imagen idealizada de la infancia como espacio social universalizado, unitario y homogéneo, la desazón adulta respecto a las condiciones sociales actuales de posibilidad y continuidad de esta imagen idealizada, y los efectos de todo ello en las relaciones entre adultos y niños.
Cabe recordar que la noción occidental moderna de infancia, está apoyada en una configuración triangular convencional, constituida por suposiciones sobre la naturaleza de la infancia que se sostienen sobre ciertos elementos estructurantes: la noción de una separación radical entre niños y adultos (al modo de dos “mundos” radicalmente separados), la visión de la familia, definida como unidad nuclear compuesta por niños protegidos (con derecho a ser cuidados, heterónomos) y adultos protectores (responsables, autónomos), como contexto apropiado (propio) de la infancia y, finalmente, la “socialización”, como concepto que designa el conjunto de procesos unidireccionales (de adultos a niños) que definen la experiencia de la infancia, y sitúan a los niños en una posición pasiva, subordinada, reproductiva, opaca y aproblemática, en relación a la producción y transformación del orden social.
Ahora bien, si escuchamos con atención las “voces” de los niños, logramos ver que estos pilares recién señalados, que constituyen el marco de producción y soporte cotidiano de la infancia en su sentido convencional moderno y que afectan la experiencia concreta y cotidiana de niños y adultos, están siendo sostenidos por los padres y los niños, con enormes esfuerzos y costos individuales para las familias.
En el marco de un escenario social caracterizado por la precarización de las formas de vida en común, la individualización de la responsabilidad y el cuidado, la promoción de una parentalidad o crianza “intensiva” -como práctica que pareciera determinar el futuro de los sujetos, más allá de los factores de desventaja social y económica-, las imágenes contrapuestas de una infancia que oscila entre el reconocimiento de sus competencias y derechos, y prácticas cotidianas (familiares, escolares) que reafirman su subordinación y dependencia, las relaciones entre las generaciones al interior de las familias se ven atravesadas por importantes tensiones y ambivalencias. Al no contar con un soporte social que apoye la gestión del trabajo de la parentalidad, esta debe sostenerse -y sostener el ideal de infancia que históricamente le ha sido encomendado-, en el esfuerzo y “sacrificio” adulto individual.
De este modo, los niños, llamados a habitar una infancia “feliz”, “inocente” y “protegida” (sostenida por sus padres), están expresando las contradicciones estructurales y los límites de estos ideales normativos y de los modelos que los adultos hemos construido para organizar, educar, controlar, cuidar, en suma, para relacionarnos, con la infancia. Asimismo, su palabra pareciera dar cuenta de una etapa o momento actual de transición cultural, sin que podamos avizorar aún, hacia dónde se orientarán las relaciones intergeneracionales entre adultos y niños.
En este contexto, para poder escuchar lo que los niños, en tanto sujetos sociales, tienen que decirnos, resulta fundamental repensar la infancia y las relaciones que establece con el mundo adulto, bajo modelos que incorporen seriamente (no sólo retóricamente), la interdependencia y la posibilidad de agencia de los niños, así como la comprensión de su palabra o “voz” como portadoras de huellas de procesos sociales e históricos de los cuales ellos no han sido simples espectadores, receptores pasivos, objetos o “víctimas”. De otro modo, sólo seguiremos escuchando el eco de nuestros ideales históricos y nuestras ansiedades presentes.
(*) Académica del programa de Magister en Praxis Clínica Y Sociedad. Directora del diplomado en Protagonismo Infantil e Intervención Social UAHC.