“Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena” (breve defensa del profesorado)
Por Domingo Bazán (*)
De un tiempo a esta parte se ha venido sosteniendo y naturalizando la hipótesis -con olor a prejuicio- de que la calidad de la educación depende centralmente de la calidad de los profesores, esto es, de su formación y desempeño. Ya no es suficiente con que la pedagogía sea una de las profesiones más reguladas y controladas del país, también debe suceder que, sin tapujos, se culpe a los profesores de los muchos males de la educación.
No es esta una defensa ciega de la profesión docente, dado que en toda profesión siempre hay personas que no están bien preparadas o que no ponen el 100% de sus competencias y energías al servicio de la labor por la cual son remuneradas. Sin embargo, sólo en el campo de la educación se atribuye tamaño peso explicativo a lo que haga o no haga el educador en el aula. Los médicos, bien o mal preparados, comprometidos o no con su labor, no son materia de política pública ninguna que los fuerce a ser evaluados dos veces en su formación inicial y otras tantas en la vida profesional, so pena de perder sus derechos laborales o de ver mermado su salario.
Sería muy poco razonable decir que la principal causa de un mal sistema de salud pública sea el médico. Cualquier persona sabe que en el sector público faltan camas y profesionales de apoyo, que los remedios se acaban antes del quince de cada mes y son carísimos, que no hay recursos ni capacidad suficiente para atender a cada chileno de modo digno y eficiente. La causa más real -para un problema complejo como este- está probablemente en una sociedad que hace de la salud un negocio y, en consecuencia, no le da a todos lo que merecen y termina mezquinando el derecho a la vida.
Lo paradójico es que, sin pudor ni vigilancia epistemológica, sin mayor conocimiento de ese saber llamado Pedagogía, sí se ha decretado que el profesor –y de paso, la facultad que lo formó- constituyen la causa de no contar con un sistema educativo público de calidad. Esta visión individualista y descontextualizada para analizar el rol de los educadores –la misma que usamos con aquellos niños que no aprenden- esconde otras variables más relevantes de un problema extremadamente complejo: el de la mala calidad de la educación; como es, por ejemplo, un marco societal conformado por grupos heterogéneos que no se han puesto de acuerdo –porque dialogamos poco y mal- en las razones de educar y en el tipo de sociedad que queremos construir; una matriz social que hace de la conformidad al sistema capitalista y al crecimiento económico el sentido único a seguir.
En este contexto, un profesor que permite ser y coexistir al estudiante en el aula a partir de sus emociones, su historia personal, sus saberes previos, en el camino a su autonomía, corre el riesgo escolar de ser mal evaluado o de que sus niños y niñas tengan un mal SIMCE. Ser profesor y fallar en el SIMCE es un problema inaceptable; pero ser profesor y ser opresor, da lo mismo.
En segundo lugar, existe una concepción de currículo tecnocrática (más homogeneizador que heterogeneizador; más para la adaptación que para el cambio social; más globalizante que enraizada en la cultura local), que obliga al docente a “pasar el máximo de la materia” que ha definido el Estado, devaluando así su propia capacidad de discernimiento ético, político y pedagógico. Un currículo de esta naturaleza, sacralizado en un documento oficial por los expertos de turno, no promueve el trabajo colaborativo ni la reflexión sobre las propias prácticas educativas. Sostener que el profesor puede estar por encima de esta “jaula de hierro” que es el currículo dominante es tan iluso como creer que Doctor House de verdad existe, haciendo medicina en el borde de los límites de la ciencia médica.
En tercer lugar, sabemos que hay una lógica de financiamiento basada en la subvención escolar, que reforzó la práctica histórica de conformar cursos numerosos. Esta masificación del fenómeno educativo hace del vivir juntos un problema de control y disciplina, dejando poco espacio a la generación de relaciones interpersonales recíprocas y dialogantes, que es lo que sabemos está a la base de mejores aprendizajes. No existe otra profesión humanista o social que haga que las personas estén juntas (en el aula),pero sin coexistir ni expresarse; que obligue durante 6 horas diarias, cinco días a la semana, a más de 40 personas a compartir 50 m2 bajo el supuesto incuestionado de similares intereses, necesidades y talentos.
Un cuarto aspecto a considerar, contrario a la hipótesis del docente como el responsable principal de la mala calidad educativa, es el rol de la familia. Digámoslo así: si al niño o niña le va bien en la escuela y es suficientemente dócil (“bien educado”), entonces son la carga genética y la socialización familiar las causas relevantes; pero si no tiene buenas notas y califica para tener “necesidades educativas especiales”, es la familia la que pide explicaciones al profesor. Este (pre)juicio parece más fuerte en relación directa al ingreso socioeconómico de los padres. Lo cierto es que no habrá educación de calidad sin un pacto profundo entre familia y escuela, con tareas y responsabilidades compartidas.
Se percibe un elemento común en todos estos juicios anti-profesor sobre la calidad educativa: sencillamente no le hemos preguntado a los pedagogos ¿cómo se vive la praxis educativa en estas condiciones adversas?, ¿qué se hace con el alma y los sueños de transformación social cuando se choca con una cultura escolar obsesionada con el SIMCE?, ¿qué es aquello que sostiene y le da sentido a su labor formativa?, ¿qué riesgos personales están dispuestos a correr en una sociedad y una escuela que tampoco les permite a ellos ser y coexistir? ¿qué podemos aportar los padres y otros profesionales al desarrollo de la labor educativa?
Es muy cierto, “más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena”, siendo el profesor ese loco que, contra viento y marea, quiere educar y estar en las escuelas chilenas, pese a que el sistema educativo está lleno de cuerdos que creen saber pedagogía.
(*) Domingo Bazán es Posgraduado en Ciencias Sociales (ILADES). Licenciado en Ciencias de la Educación, Pontificia Universidad Católica de Chile. Docente de la U. Academia.