Pedagogías frágiles, futuros inciertos
En términos generales, el Proyecto de Ley denominado “Sistema de Desarrollo Profesional Docente” –sobre el que se ha discutido generosamente en las últimas semanas– apunta a fortalecer un tipo de pedagogía frágil y encapsulada. La crítica central a este proyecto no debiera dirigirse exclusivamente a la irracional cantidad de evaluaciones o certificaciones exigibles al profesorado de los próximos años (que de paso, no tiene justificación alguna); lo que consideramos verdaderamente peligroso es el tipo de profesionalidad implícito en la Ley asociada al modelo de “Desarrollo Profesional Docente”
La creencia de que sucesivas certificaciones (recurrentes y monotemáticas) van a tener como resultado mejores aprendizajes en las escuelas de Chile es una hipótesis extraordinariamente débil, nacida del ya instalado prejuicio que señala que los desempeños de los profesores son deficientes o, de otro prejuicio aún más falso, referido a que los profesores no aceptan la evaluación.
Supongamos que los profesores de nuestro país son profesionales mediocres y no quieren que su deficitaria práctica quede al descubierto. Preguntémonos quién o quiénes son los responsables del tipo de profesores que tiene Chile actualmente: ¿Las universidades y sus departamentos de formación pedagógica? ¿La desregulación que impuso la “educación social de mercado” y la Libertad de Enseñanza? ¿La displicencia de las autoridades políticas frente al descontrol de la oferta de pedagogías? ¿O tiene algo que ver, también, el tipo de sociedad que venimos siendo desde hace 40 años atrás? Las pedagogías frágiles que se han promovido desde las políticas públicas desde hace décadas en Chile hay que comprenderlas estrechamente ligadas a las sociedades frágiles derivadas de la hegemonía del mercado.
En los debates políticos y académicos actuales referidos a la reforma educativa hay un cierto mito instalado que me parece vale la pena discutir. ¿Qué es lo que empuja a pensar a cierto círculo intelectual que la sociedad chilena podría ser capaz de parir mejores profesionales, mejores profesores, mejores sujetos, que lo que ella misma expresa como conjunto? O sea, ¿no será que parte del adelgazamiento del espesor socio cultural que caracterizó a la sociedad chilena previa al golpe de Estado 1973 ha terminado diluyendo la posibilidad de conformar actores fuertes, empoderados y conectados con sus responsabilidades públicas? ¿No será también que el abandono absoluto del Estado de sus funciones en el ámbito educacional precarizó las instituciones, debilitó los roles de los agentes educativos y redujo al profesional de la educación a un funcionario técnico, castrado de su sello social, sacándolo de las calles, de las plazas, de las concentraciones, de los colectivos, de los partidos políticos, de los municipios, de las agrupaciones culturales, etc., etc., etc… para confinarlo al pulcro y sagrado espacio del aula donde debe llevar adelante el cuidadoso ejercicio clínico de “atender la diversidad”, “promover la integración” o “crear un ambiente apropiado para el aprendizaje”?
El proyecto de Ley no hace más que burocratizar uno de los más bellos y esenciales momentos en la construcción de la profesionalidad del profesor: la aproximación inicial a la escuela. Bello, en tanto doloroso. Bello, pero dilemático. Se trata de una belleza contradictoria: inevitable y amorosa; precisamente, la belleza inherente a la pedagogía.
Con la intención de velar por la calidad de la formación inicial y de lo que se denomina formación en servicio, este proyecto convierte ese tránsito –de aprendiz a maestro– en un camino en extremo señalizado, o peor aún, lo vuelve una autopista de alta velocidad donde cada corredor compite por ser el más aventajado. Cuidado, entonces, pues se ha añadido una dificultad extra para los corredores: la ley obliga a renovar su licencia cada cuatro años. El futuro es incierto en estas supercarreteras generalmente concesionadas. Ingresar a la profesión ya sería tarea resuelta: capturar al “talentoso”, enrolar a los “mejores”, inducir a los dispersos, en-rutar a los diversos. ¿Y qué se avista al final de la carrera?… Un túnel.
*Docente Facultad de Pedagogía Universidad Academia de Humanismo Cristiano