Poner el cuerpo: contra las fobias de género

Poner el cuerpo: contra las fobias de género

Por Biviana Hernández (*)

Hasta los años 70’s la homosexualidad figuraba en los manuales de psiquiatría como un trastorno mental; y, como otros problemas psiquiátricos, se pensaba que esta “alteración de la conducta” podía curarse con diversas terapias y tratamientos médicos. Pasaría el tiempo y ya en los 80’s, frente a la determinación de que se trataría de una desviación psicológica que era posible de corregir, apareció la contraparte del discurso clínico, que defendía la homosexualidad como una orientación sexual más y, por tanto, tan válida como cualquiera otra. En el marco de esta discusión nace en 2005 el Día Internacional contra la Homofobia y la Transfobia, efeméride que conmemora la derogación de la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales por parte de la Asamblea General de la Organización Mundial de la Salud (OMS), hecho que tuvo lugar un 17 de mayo de 1990.

Gran parte del sector progresista, a favor de la homosexualidad, se apoyaba en los análisis de Michel Foucault sobre el saber-poder que ejercen las instituciones modernas. En su curso sobre Los anormales y a partir de múltiples fuentes teológicas, jurídicas y médicas, el filósofo francés centraba el problema de los individuos peligrosos al régimen social, a quienes en el siglo XIX se denominaba “anormales”: monstruos, criminales, homosexuales, por estar fuera del marco de la ley o por tratarse de individuos “contra natura” que pervertían las leyes de la naturaleza y las normas de la sociedad civil. En todos estos cuerpos “anómalos” había un excedente o desajuste respecto de la norma, que demandaba la aplicación de nuevos dispositivos de sanación, afín de orientar el cuerpo hacia el disciplinamiento de aquellas instituciones: la familia, las cárceles, la escuela, los hospitales, la psiquiatría. De allí la noción de biopolítica que el mismo Foucault conceptualizara como el conjunto de las tecnologías utilizadas para la normalización de los individuos, y que poco a poco se ha ido implantando hasta la naturalización.

Si pensamos esto en el contexto inmediato, nos damos cuenta de que en nuestras sociedades el poder fáctico ha desarrollado técnicas de gubernamentalidad que buscan la “protección” del conjunto de la población para su mejor participación en los procesos productivos. Dicho en otras palabras, esto es una forma particular de bipolítica, propia de nuestro tiempo, que los filósofos Michael Hardt y Antonio Negri han denominado “biopoder”, expresándola elocuentemente bajo la fórmula de “hacer vivir y dejar morir”. Esto se logra haciendo uso, primero, de dispositivos de disciplinamiento que buscan asegurar la obediencia de la población a través de instituciones como la prisión, la fábrica, el hospital o la escuela (sociedad disciplinaria), para avanzar, luego, hacia mecanismos de dominación más sutiles y “democráticos”, que se distribuyen por las conciencias y los cuerpos de los ciudadanos, logrando que el poder penetre en ellos y en la totalidad de las relaciones sociales.

Lo expresado por los teóricos resulta decidor para comprender, por ejemplo, lo sucedido con el violento asesinato del joven chileno Daniel Zamudio en marzo de 2012. Por cierto, nadie se planteó si el cuerpo anómalo de Zamudio era, en tanto que producto del biopoder, una vida “vivible” o una “vida nuda”, vida que no merece ser vivida por no contribuir a los procesos productivos de la sociedad en que vivimos. No, la cuestión se resolvió legalmente con la tramitación y oficialización, en menos de seis meses, de la Ley Antidiscriminación con el nombre de Zamudio, como si en el hecho de invocar a través del nombre propio a la víctima masacrada estuviera per se reparado el daño. Porque así se resuelven los grandes temas sociales en Chile, leyes que minimizan y parcializan las causas y consecuencias políticas, que evaden, sin ir más lejos, los puntos ciegos de una situación de crisis social, pretendiendo un reparo ejemplificador desde el punto de vista legal, por donde se filtra toda la vulnerabilidad del sistema.

El brutal asesinato de Zamudio remeció la opinión pública en un Chile, donde pocas veces la vox pópuli se hace presente en materia de género. La violencia homofóbica, tan arraigada en nuestras regiones subdesarrolladas, debió cobrar una víctima de manera “hiperreal”, escandalosa y obscena, para remover conciencias y lograr estimular la crítica desde el espacio privado. Y es que mucho se puede especular, desde la sociología, la filosofía o la literatura sobre la cuestión de género, y así ha sido, al menos, desde Freud en adelante. El punto es que entre el dicho y el hecho, entre la especulación y la acción, hay un largo trecho. Y es en este punto donde se acentúan las fallas de nuestra institucionalidad.

Pero no sólo lo ocurrido con Zamudio ejemplifica estos métodos aparentemente “más democráticos” de dominación en la sociedad de control. Pensemos que desde 2013 se cuenta con la Ley Emilia en conmemoración de otra víctima, la pequeña Emilia Salas Figueroa, de apenas nueve meses de edad, quien fuera atropellada por un conductor en estado de ebriedad. La Ley, que contó con el apoyo ciudadano a través de las redes sociales, empezó a regir en septiembre de 2014. La Ley Ricarte Soto, por su parte, entró en vigencia en enero de 2015 mediante la creación del Fondo Nacional de medicamentos de alto costo, que buscaba establecer un sistema de protección financiera para garantizar el diagnóstico y tratamiento de enfermedades de valor elevado.

Pero claramente entre estas leyes existe la diferencia crucial en el hecho que dirime no la legitimidad del reparo legal, que busca el establecimiento de la ley como ejemplo, sino la naturaleza de cada una de estas víctimas. Tanto Emilia Salas como Ricarte Soto fallecieron por negligencia humana e institucional, respectivamente. Daniel Zamudio, en cambio, fue víctima de la violencia homofóbica, deliberada y legitimada en el marco de los discursos sociales que, aún fuera de la ley, actúa en nombre del bien común, lo correcto, lo establecido.

Recordar un día como hoy la derogación de la homosexualidad como una enfermedad mental me lleva a pensar que en el orden de los discursos (y en el de la ley, específicamente como mecanismo de “democratización” del poder), la escritura literaria ha hecho un gran aporte en el llamado activismo político del arte, donde la palabra ha logrado conectarse con la fuerza y acción ciudadanas, en ese linde que parece ser el único flanco válido de las nuevas militancias.

El día Internacional de la Homofobia y la Transfobia debería llevarnos a la reflexión desde la autocrítica y la interpelación a los espacios públicos y privados, donde el yo se vive en el nosotros a partir del respeto mutuo, la inclusión y la integración humanas. Ya en los 70’s esto era claro para las colectividades LGTB, que enfatizaban la urgencia de “poner el cuerpo” en los espacios públicos donde fuera viable una intervención directa en el cuerpo social. Y así lo hicieron, entre muchos otros, el FLH (Frente de Liberación Homosexual) en Argentina, el Grupo Gay da Bahía en Brasil o el Colectivo Yeguas del Apocalipsis en Chile en los 80, de donde emergieron notables escritores-activistas como Néstor Perlongher, Luiz Mott y Pedro Lemebel, que no sólo politizaron la estética en el arte de vanguardia, sino que al mismo tiempo estetizaron la política como poder-saber del cuerpo y la sexualidad en tiempos de represión y violencia dictatoriales.

Por estos días, en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende se encuentra la muestra “Poner el cuerpo: llamamientos de arte y política en los años ochenta en América Latina”. En una de sus salas, se oye la cadencia del verso en la voz de Perlongher:

Bajo las matas
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres
[…]
Era ver contra toda evidencia
Era callar contra todo silencio
Era manifestar contra todo acto
Contra toda lambida era chupar
Hay Cadáveres
[…]
Féretros alegóricos!
Sótanos metafóricos!
Pocillos metonímicos!
Ex-plícito!
Hay Cadáveres

(*) Biviana Hernández O. es docente de la Escuela de Pedagogía en Lengua Castellana y Comunicación. Magíster en Literatura hispanoamericana contemporánea, Doctora en Ciencias Humanas.