Protesta social y violencia

Protesta social y violencia

* Por Claudio Espinoza A. Universidad Academia de Humanismo Cristiano-CIIR

(Publicada en Le Monde Diplomatique – enero 2020)

A dos meses de iniciado el estallido social en Chile, el debate público sigue concentrado en torno a la violencia y la imperiosa necesidad de su condena. A pesar de que las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por las fuerzas policiales obligaron a ampliar el discurso oficial hacia un tibio consenso condenatorio que incluyera también la violencia de Estado, el foco sigue concentrado principalmente sobre la protesta violenta, la que estigmatizada y estereotipada bajo signos de irracionalidad y perversidad, privando con ello cualquier posibilidad de comprensión y, sobre todo, excluyendo sistemáticamente los factores sociales que la producen. Parece importante, entonces, intentar comprender la violencia, alejándola de las simplificaciones que pesan sobre ella y que distorsionan irremediablemente su significado.

Hay que comenzar por un hecho irrefutable y es que, a pesar del horror que genera en la humanidad, la violencia está impregnada en lo social. De ahí que todas las sociedades humanas hayan albergado en su interior diversos niveles de violencia que, en general, se expresan en arreglos abusivos de una parte de la sociedad hacia otra, por ejemplo, violencia de hombres a mujeres o de ricos contra pobres, y de ahí que cada cierto tiempo las víctimas de esos sistemas se rebelen contra ellos. A pesar de ello, como nos lo recuerda el antropólogo Gerard Horta, la violencia no constituye una categoría universal, transcultural y transhistórica, sino que sus contenidos, significados y las instrumentalizaciones de que es objeto, son fruto de una construcción social que parte del contexto de relaciones en que afirma su existencia. Es decir, la violencia no se puede aplicar en el mismo sentido a todas las experiencias humanas y debe ser comprendida en relación a los contextos sociales de los que forma parte.

Un elemento central para considerar una práctica determinada como violenta o no es el grado de legitimidad con el que cuente en una sociedad dada. Su aceptación, por tanto, puede no ser uniforme a todas las sociedades o en el interior mismo de ellas. En este sentido, es importante distinguir qué institución, persona o grupo social etiqueta un acto como violencia, cómo cada ejecutor de la violencia afirma la legitimidad de su práctica y cómo esta se inscribe en las estructuras y relaciones de poder. Dado este escenario, es evidente que la desigualdad se encarna también en el ejercicio de la violencia. Talal Asad ha mostrado, por ejemplo, cómo en occidente existe la percepción de que la vida humana tiene un valor de cambio diferente en el mercado de la muerte: los muertos de sociedades empobrecidas obtienen menos atención que los muertos de sociedades enriquecidas y su infravalorada desaparición está lejos de ser considerada como violencia desde la ideología dominante.

En el caso del octubre chileno, desde el primer día y hasta hoy, este tipo de elementos han estado presentes. Ha existido una escasa atención a las causas profundas de la violencia y una infortunada contextualización de la misma. Se ha instalado, asimismo, una disputa por la legitimidad de su ejercicio y una abismante diferencia en la valoración de lo que se considera como violento, con lo que aquella posición que señala que toda forma de violencia es condenable es, por lo menos, imprecisa.

Y es imprecisa por varias razones. La primera es que la principal alarma del discurso oficial ha sido puesta en la ruina de nuestras ciudades, en las estatuas descabezadas o en los locales comerciales quemados o saqueados, minimizando de manera infame los heridos, los muertos y los mutilados a manos de carabineros o, en el mejor de los casos, intentando equiparar ambos tipos de violencia, como si los ojos de un estudiante fueran equivalentes a la materialidad de una propiedad. Es también imprecisa porque, como ha relevado el trabajo periodístico de Christophe Gueugneau, la condena de la protesta violenta por sobre la aceptación de la protesta pacífica no es, en verdad, una condena de la violencia en sí, sino que resulta en una legitimación de la violencia unilateral de las fuerzas de seguridad, la que es tolerada por los protestantes pacíficos sobre la base de su propio sacrificio. Por último, es imprecisa porque hace caso omiso de la violencia estructural que es la causante de la protesta violenta.

Pero no tan solo hay una incomprensión de la protesta violenta, sino que, además, dentro de las críticas que han logrado erigirse contra ella hay una que implica un enorme peligro: considerarla como el cáncer del movimiento social, que junto con impedir la masividad del movimiento social y eclipsar las reivindicaciones profundas, constituirían la excusa perfecta para la represión policial. El antropólogo David Graeberha señalado, a propósito de los black bloc, que criminalizar la protesta violenta es en sí violento y, sobre todo, un cheque en blanco al Estado y las fuerzas del orden para legitimar la represión permanente. De manera que caricaturizar a los manifestantes como poderosos enemigos miembros de siniestras alianzas narco-anarquistas, dueños de tecnología de punta financiada por las fuerzas del mal y que solo buscan el caos y la destrucción del país, es de una enorme gravedad, puesto que construye la imagen de un sujeto peligroso, situado fuera de toda racionalidad y adscrito a cierto perfil visible, justo hoy, cuando hay toda una estética “anarquista” que se despliega entre nuestros jóvenes y que la policía parece tener vía libre para tirar del gatillo. Se trata del tipo de discurso que, tal cual ya sucedió, puede hacer matar gente.

La historia nos muestra, por el contrario, que las grandes transformaciones políticas y sociales han estado acompañadas de estallidos violentos. Para decirlo de otro modo: las revoluciones requieren de cierto tipo de violencia. No habría cambios sin ella. Habría que preguntarse si la agenda política –aún muy distante del sentir popular– estaría hoy en vías de discusión sin el estallido violento iniciado el 18 de octubre. Probablemente no. En las revoluciones la violencia aparece siempre como necesaria e inevitable. De manera que detrás de la protesta violenta no anidan los energúmenos que ha querido ver el gobierno, sino que hay personas que a través de la recurrencia a ciertas prácticas violentas están enviando un mensaje político.

Por supuesto, nadie quiere la violencia, pero es necesario distinguir los tipos de violencia. No es lo mismo la violencia dominante de los opresores que la violencia defensiva de los oprimidos. Hay, primero, en el origen, una violencia estructural o sistémica, la que, siguiendo al filósofo esloveno Slavoj Žižek, corresponde a las consecuencias, mayormente catastróficas, del funcionamiento de nuestros sistemas políticos y económicos, lo que para el caso chileno obedece a las consecuencias de 40 años de neoliberalismo y de profunda desigualdad social. Esta violencia sistémica, entonces, es clave para entender la violencia política.

Existe, por cierto, una clara insensibilidad entre las clases dominantes sobre la violencia sistémica, es decir, sobre las condiciones de enorme vulnerabilidad y violencia en que vive el grueso de los chilenos. Y esto es así porque, justamente, esa violencia es necesaria para hacer posible su confort. Se trata, entonces, de una violencia que es inherente al sistema y que no solo aparece como violencia física, sino que adquiere formas más sutiles de coerción, necesarias para imponer las actuales relaciones de dominación y explotación.

En este sentido, la violencia mostrada por parte de los manifestantes es una respuesta física de autodefensa de personas que se resisten a formas de violencias cotidianas y permanentes. No es que la violencia haya comenzado el 18 de octubre, sino que ese día un grupo de jóvenes la visibilizó y le recordó al país la violencia estructural en la que vivimos. Se trata de una violencia defensiva que se rebela contra un sistema amenazante. Se trata de una lógica similar a la expresada por el filósofo polaco Gunter Anders: si un conjunto de personas ha construido una máquina destinada a destruir a la humanidad, entonces más vale destruir esa máquina y, en caso de ser necesario, destruir también a quienes la han inventado.

Los manifestantes violentos no son los creadores de la violencia, sino más bien un producto de ella. Es como la anécdota de Picasso relatada por Žižek y que cuenta que cuando un oficial alemán visitó al afamado pintor en su estudio de París pudo observar la monumental obra Guernica y, sorprendido por el estilo vanguardista del cuadro, le preguntó a Picasso: “¿Usted lo ha hecho?”, a lo que Picasso respondió: “No, ¡ustedes lo han hecho!”

La protesta violenta, por lo tanto, no hace otra cosa que visibilizar la violencia estructural en la que viven cotidianamente millones de chilenos. Quiere romper la injusticia y los abusos, quiere, en palabras de Walter Benjamin, introducir la justicia más allá de la ley. Esta violencia, que Benjamin llamó divina, es tan solo el signo de la injusticia del mundo, y se trata, por tanto, de una violencia emancipatoria.

Dentro de los escasos márgenes de incidencia que hoy tienen los jóvenes, la violencia emancipatoria permite romper la tranquilidad de la vida civil, visibilizando y recordando la violencia estructural, desplazándola desde las periferias al centro de la ciudad, respondiéndole a la clase dominante con su mismo mensaje. Los jóvenes que protestan rechazan el sistema porque ese sistema es profundamente violento. Por eso quieren cambiarlo y lo hacen, ya que no hay posibilidad política, desde el único lugar posible: la violencia. Atacando no a personas, sino a los símbolos de ese sistema.

En este escenario resuenan pertinentemente las palabras del sacerdote Mariano Puga al inicio de la crisis: “Este pueblo tiene derecho a saquearlo todo, porque ha sido saqueado”.