Reconvertir la “mala muerte” en época de Covid-19
Los antropólogos aprendimos que las sociedades humanas, más allá de sus diferencias culturales, se caracterizan por las clasificaciones que permiten ordenar el mundo que las rodea. Dentro de esas clasificaciones la “buena muerte” y la “mala muerte” tienen un lugar esencial, como lo subrayaron Hertz (1990), Thomas (1993) o Baptandier (2001). Varias sociedades atribuyen a la buena muerte, circunstancias en que, en ausencia de acontecimientos violentos, la muerte es atravesada por determinadas prácticas de despedida y separación, en donde se incluyen los tratamientos correctos sobre los cuerpos, y el acompañamiento de los deudos. Se busca así sellar una nueva relación con los difuntos, de ahora en adelante invisibles, aunque no del todo ausentes, de la vida de sus familiares.
Por el contrario, las muertes violentas, sospechosas, o disruptivas, que no pueden enfrentarse a través de las prácticas prescritas, o en donde el tratamiento del cuerpo se considera inadecuado, fuera de lugar, devienen en “mala muerte”. Una mala muerte puede entonces hacer referencia tanto a la circunstancia específica del deceso, como al tratamiento del cadáver (o a la ausencia de este) y a la práctica ritual en general. La mala muerte evoca también la idea de un muerto que partió en dolorosas condiciones y continúa sufriendo, de un alma en pena que puede manifestarse ante los vivos mediante apariciones oníricas o fantasmales para reclamarles cuidados y reposo pendientes.
Muchos fuimos sorprendidos por la posibilidad que la “mala muerte” podía tocar la puerta de nuestra casa. Tocar la puerta y desafiarlo todo. Nos sorprendió tanto que por momentos quisimos evitar esa llamada. Pero la “mala muerte” está allí fuera, detrás de nuestras ventanas, merodeando en nuestros barrios. Empezó siendo en un principio un problema de prevención – ¿cómo evitar la contaminación letal y prevenir el impacto del Covid-19? ¿cómo atender la llegada de tantos enfermos que hizo colapsar los hospitales, primero en China y luego en Europa, antes de llegar al continente americano?
Hoy en día, en muchos países, el problema derivó también en un tema que ha copado la vida diaria del planeta: la difícil administración de la muerte, literalmente desbordante. ¿Qué hacer con la irrupción de números inéditos de cadáveres en tan corto tiempo? Morgues, funerarias y cementerios de diferentes países se han saturado casi de forma simultánea. En este desborde tanto agonizantes como difuntos no han podido ser acompañados. Estos últimos, fueron a menudo sustraídos a sus familiares. Una mala muerte, quizá como nunca, afecta a la humanidad entera, desde Wuhan a Bergamo, de Guayaquil a Nueva-York, y se vislumbra como la primera pandemia verdaderamente globalizada. Cuerpos de muertes repentinas, inesperadas, fuera de lugar y sobre todo contaminantes.
Es importante remarcar que en ciertas partes del mundo muchas comunidades han convivido con la mala muerte de manera cotidiana; lo han hecho en el pasado, en el presente y probablemente lo sigan haciendo en el futuro, incluso cuando la pandemia actual y la mala muerte que apareja cesen para los más privilegiados. Pero la convivencia dramática de esas poblaciones con la mala muerte nunca ocupó las portadas de los periódicos como hoy ocurre con los decesos asociados al Covid-19. Recordemos solo la falta de empatía hacia los migrantes muertos en el camino del exilio y la poca visibilidad de los inmensos cementerios en que se han convertido por ejemplo el mar mediterráneo o el desierto que une Estados Unidos y México.
Pero los periódicos sí nos hacen llegar ahora de manera desbordante también, las noticias sobre “nuestra” nueva mala muerte. Cuerpos contaminados que se acumulan en los hospitales, en las casas y ahora en las calles, incomodan a los profesionales, amenazan a la población, pero pese a ello siguen siendo tan sagrados como las relaciones sociales que conllevan. ¿Cómo dar sentido a la contaminación y a la sacralidad en la misma idea, en el mismo gesto o práctica ritual? ¿Cómo sobrellevar estas muertes tan peculiares, tan extraordinarias, donde por el momento, nuestra capacidad de acción en el ámbito público se ve limitada?
Por un lado, en esta amenaza de muerte, y de cuerpos contaminados, los ciudadanos de diferentes países se ven privados de las prácticas esenciales de despedida y separación. Los rituales mortuorios habituales que responden a creencias religiosas, o a tradiciones familiares, se ven obstaculizados. Las políticas estatales de salud pública sobre la manipulación de los cuerpos prohíben velatorios y funerales o los reducen a su mínima expresión. Así, ante las abrumadoras cifras de muertos en el norte de Italia, las autoridades prohibieron las misas y el acceso de los familiares a los cementerios para acompañar a sus fallecidos. Apenas un puñado de parientes cercanos fue autorizado a despedirse rápidamente en la puerta del camposanto. No dejaron que la muerte tenga un espacio físico socialmente habitado por deudos y visitantes. Tampoco permitieron a los familiares que la pérdida de su ser amado tenga un espacio social. Así, se han suspendido los cuidados usuales a los cuerpos, como la conservación por tanatopraxia o los ritos judíos y musulmanes de limpieza y purificación que ayudan al alma a emprender su viaje póstumo. Estas prácticas rituales de limpieza y estética sobre los cuerpos se vieron reemplazadas por otras de limpieza sobre los espacios que intentan evitar la contaminación.
La antropóloga británica Mary Douglas sostenía que la “suciedad” tendía un puente entre la cultura occidental y aquellas otras culturas en donde las clasificaciones borrosas y ambiguas del universo eran declaradas tabú. Lo que nosotros llamamos suciedad y peligro, dice la autora, ellos lo llaman Tabú. El tabú sobre los cuerpos de la pandemia actual alejó a los familiares del contacto cercano con sus seres queridos en su pasaje hacia la muerte. El tabú sobre los cuerpos contaminados nos alejó a su vez de otros cuerpos vivos. La prohibición de manifestaciones físicas de los deudos, debido al ahora imprescindible “distanciamiento social” de la gestión del Covid-19, ha impedido en gran medida el consuelo y la compasión otorgados por la configuración ritual. Y así, en palabras de Douglas (2007:12), el tabú establece los límites para cercar las relaciones vulnerables. Y no importa la religión que nos enmarque, o las creencias que den sentido a la experiencia compartida.
Allí, cuando falta el cuerpo, cuando los últimos días del moribundo sucedieron en soledad, cuando no pudimos acompañar su partida. Allí, cuando la cremación del cuerpo es inminente y necesaria, pero acostumbrábamos a enterrar a nuestros seres queridos. Allí, cuando los difuntos habían expresado deseos póstumos precisos y no se logra cumplir con ellos. Allí, cuando a musulmanes de África que migraron a Europa se les prohíbe repatriar sus difuntos a sus países de origen, y buscan desesperadamente un lugar de entierro. Allí, cuando la saturación de los cementerios en Italia obliga a requisar camiones militares para el traslado nocturno de decenas de ataúdes para ser sepultados en otras regiones, lejos de los familiares. Allí, cuando los vecinos aterrorizados de un cementerio de Perú apedrean a los deudos para impedir un entierro contaminante cerca de sus casas, y militares aprovechan el toque de queda para hacerlo de noche. Allí, cuando almacenan los cadáveres en una pista de patinaje de Madrid o en neveras del mayor mercado mayorista de París para conservarlos, y los parientes deambulan en estos sitios inusuales, vistos como indignos. Allí, cuando lo extraordinario inunda por sobre lo ordinario. Justamente allí, cuando la mala muerte con sus tabúes llega al hogar, advertimos la verdadera ausencia, el costo de la soledad, por más escépticos que hayamos sido en nuestro pasado inmediato sobre la importancia de la presencia del cuerpo y ritual.
Pero en algunas ciudades también, los muertos contaminados permanecen por días en las casas, sin que nadie los vaya a buscar. Morir en cuarentena, y en ella permanecer, después de la muerte. Mientras a algunos entonces, se les priva de la despedida y el último adiós con el ser querido, haciendo eco al famoso ensayo de Norbert Elias La soledad de los moribundos (1987), a otros se les obliga a convivir con los cuerpos, tal vez contaminantes, más tiempo de lo que estaban acostumbrados a soportar. Algunos sacan a los recién fallecidos a las aceras por temor a que contaminen a su familia. Muchos se desesperan por la invasión callejera de muertos abandonados como si fuesen desechos. Otros se preguntan si no hemos perdido nuestra humanidad.
Tal vez desde el Medioevo europeo, hayamos perdido la costumbre de convivir con cuerpos pudriéndose en la vía pública. Tampoco estamos acostumbrados a vivir con las medidas de confinamiento aplicadas por gobiernos de tantos países del planeta, y el contacto con la muerte masiva e invasiva. Sin embargo, comparando la mortalidad actual con pandemias del pasado, la distancia ayuda a ser cauteloso respecto de la idea de excepcionalidad y extensión de lo que está ocurriendo con el Covid-19. La viruela traída por la invasión europea de las Américas o las pestes que azotaron Europa hasta el siglo XVIII diezmaron esos continentes con millones de cuerpos tirados y amontonados en fosas comunes; se impusieron “sepulturas de catástrofe”, como las denomima Rigeade (2007). En Francia los arqueólogos encontraron que en esos contextos de mortalidad extrema los patrones funerarios acabaron trastornados y por momentos las prácticas sepulcrales sencillamente desparecieron, como lo analizaron los arqueólogos Tzotzis, Rigeade y otros (Tzortzis & Rigeade, 2009; Tzortzis, Rigeade, Ardagna, Adalian, Séguy, Signoli, 2007). La falta de asistencia a los muertos también desesperaba a los sobrevivientes; con la epidemia de la fiebre amarilla del siglo XIX en Latinoamérica, los ciudadanos también se encontraban sorprendidos y desbordados: “Nunca epidemia alguna había producido tantos muertos y la ciudad [de Buenos Aires] había sido herida tan profundamente” (Hernández, en Pérgola 2015). Así, las epidemias producen grandes transformaciones históricas, que cambian no solo las concepciones sanitarias, sino también las prácticas relativas hacia los muertos. En estos marcos, donde la cantidad de muertos excede lo esperado, no son solo los cuerpos físicos los que se encuentran abatidos, sino también las geografías sociales. Pero la vida siempre volvió a imponerse, así como los cuidados a los difuntos. Y la mala muerte siempre acababa alejándose.
Hoy, como antaño, el funcionamiento del mundo y nuestras certidumbres parecen desmoronarse. El sentimiento de impotencia y vulnerabilidad frente a la pandemia actual nos sumerge en lo que otro antropólogo británico, Víctor Turner (1980), luego de Arnold Van Gennep (2008), califica de “liminal” al referirse al estado transitorio e intermediario característico de los rituales de paso, especialmente los de iniciación. La invisibilidad estructural de las personas liminales tiene un doble carácter, nos dice. Ya no están clasificadas y, al mismo tiempo, todavía no están clasificadas. Son consideradas contaminantes. Y se las marginaliza y recluye, de manera total o parcial. Cuando no están confinadas se las disfraza colocándoles máscaras o extrañas vestimentas. Su condición es la de la ambigüedad y la paradoja, de la incertidumbre y de la precariedad; implica una confusión de las categorías habituales. Pero también propicia la reflexión y permite la transformación.
El paralelo con la actualidad es llamativo. Sin embargo, aunque la etapa de margen de los ritos tenga límites, lo liminal que nos toca vivir aún aparenta no tener cierre. El desconfinamiento total, y el aterrizaje, ya no en el mundo de antaño sino en un nuevo mundo que queda por inventar, parece un horizonte tan lejano como confuso e incierto, no solo para algunos neófitos como en los ritos de paso, sino para el conjunto de la sociedad. La liminalidad actual refleja la difícil proyección hacia el futuro, tanto para los vivos, que en muchos lugares del planeta luchan hoy más que nunca por su supervivencia, como para los muertos, que esperan una mejor atención para aliviar a los vivos de la culpabilidad de no haber acompañado correctamente su salida de este mundo. Esta situación también nos confronta con nuestra propia muerte. Pero, al fin y al cabo, como ocurre con los estados de transición ritual, esta fase liminal, así como la mala muerte que rastrea, cesarán.
Pero después del cierre, lo transformado podrá tomar un lugar primordial. Los que atravesaron este novedoso pasaje, y se convirtieron en “nuevos tipos de muertos” para el núcleo familiar, serán consagrados como víctimas, mártires o héroes en la sociedad. El margen que los aleja de la vida cotidiana de los vivos, los segregará también en el mundo de los muertos. Y una vez atravesada la ambigüedad desesperante de la liminalidad, pasará a importar lo que el efecto del rito produce: lo que separa a aquellos que atravesaron el ritual de aquellos que nunca lo atravesarán. En palabras de Pierre Bourdieu (1983), se instituirá así una diferencia verdadera, se consagrará y santificará un estado, un orden (nuevo) establecido, y la atención se producirá, no tanto sobre la transición, sino sobre la institución de los nuevos sujetos rituales.
Desde la antropología, muchos son los ejemplos etnográficos que nos ayudan a pensar esta “mala muerte”. Una (mala) muerte que muchos estamos experimentando por primera vez, pero que otros tantos, víctimas o familiares de muertos en masa, en las epidemias del pasado, en las catástrofes naturales e industriales, en las guerras, víctimas de desapariciones forzadas, masacres y genocidios, han tenido que sobrellevar. La experiencia de los familiares de los desaparecidos bajo el terrorismo de estado, o de otras formas de muertes violentas y disruptivas, también nos dieron cuenta de los efectos liminales de la desaparición: la pérdida ambigua, la ambigüedad entre la vida y la muerte, la necesidad de “ver y tocar” al muerto, la búsqueda prolongada, la dificultad del cierre, la suspensión del tiempo. Así también, como los efectos de la desaparición forzada, se encuentran la representación de la muerte y el locus del desaparecido en entierros anónimos y colectivos, que evoca da Silva Catela (2001). Y nuevamente, en algunos aspectos, el paralelo con la actualidad es llamativo.
En Milán se comenzaron a enterrar docenas de cuerpos de víctimas (aún) no reclamadas en el cementerio de Musocco, donde se alinean pequeñas cruces blancas, como explica Roberta Cocco, delegada encargada de los servicios funerarios: « Esta no es una fosa común, es un espacio totalmente dedicado a estas personas que lamentablemente murieron sin tener parientes cerca [para enterrarlos] » (« Coronavirus dans le monde : Italie, Espagne, Royaume-Uni, USA… Que disent les chiffres ? »). Pero los deudos de detenidos y desaparecidos de regímenes dictatoriales, cuyos familiares han sido víctimas de perversas situaciones de tortura y aniquilación, como los familiares de otras muertes violentas y extraordinarias, nos enseñaron la forma en que efectivamente, en el ámbito privado o en la arena colectiva, los duelos dificultosos, prohibidos u obstaculizados se pueden reconvertir con el tiempo en experiencias reparadoras, que tienen como objetivo principal, reconstruir las relaciones entre los muertos y los vivos y de los vivos entre sí: altares domésticos en las casas, cenotafios o monumentos, exhumaciones, identificaciones y entierros diferidos, prácticas colectivas de apoyo a los deudos o de denuncia social.
La crisis actual ha generado rupturas e impedimentos difíciles, pero también reinvención de modalidades de despedida. El marco del acompañamiento de los difuntos en este contexto pandémico ha tenido que reconfigurarse, tanto para muertos del Covid-19 como para los demás. Cuántos sacerdotes, pastores, rabinos o imames encontraron alternativas para acompañar a los difuntos y aligerar el dolor de sus familiares, oficios religiosos o laicos con fotos de los parientes ausentes, bendiciones de ataúdes sin ningún familiar presente, parientes que a lo mejor escuchan en directo la última despedida por WhatsApp o reciben luego el envío del vídeo grabado de la mini ceremonia, para compensar la ausencia y calmar la pena de los sobrevivientes. Altares recordatorios virtuales con fotos del ser querido en muros de Facebook, o videos colgados en YouTube para compartir la partida y la congoja, se han multiplicado, como los bricolajes rituales que usan las nuevas tecnologías de la información. Las redes sociales están cumpliendo, ahora más que nunca, un papel de complemento e incluso de sustitución de la presencia material del cuerpo del difunto, así como formas de luto inéditas, como bien analiza Fanny Georges (2020).
Entonces, con la llegada imprevista de la “mala muerte” traída por el Covid-19, la muerte como proceso se ha estirado y alterado, resultando desgarradora para los familiares que deben enfrentarla. Pero la mala muerte será domada. El cuidado digno de los muertos volverá. Y los sentidos sobre la dignidad y el tratamiento adecuado, podrían cambiar también. Rituales alternativos se implementarán al finalizar la crisis sanitaria para compensar las fallas ocurridas al fallecer el ser querido y la falta de socialización de la muerte. Para los deudos de hoy indudablemente sea difícil pensar que el dolor, las heridas y la culpabilidad cesarán. Se escucha mucho que el duelo de los parientes se vio impedido o será imposible. Difícil afirmar tal aserción intrapsicológica de manera tajante. La muerte actual aparece sin duda fuera de lugar en muchas situaciones. Pero patologizar el dolor de los deudos quizá no ayude. Excluye ver que ceremonias íntimas implementadas para vincularse con el difunto puedan consolar, constituyendo gestos de resiliencia quizá precarios e insuficientes pero importantes hasta que llegue el tiempo de hacerlo mejor. Porque la mala muerte siempre se puede reconvertir, y cuando ese tiempo llegue, la sociedad jugará en esto (como en todos los casos) un rol fundamental.