Superioridad Moral
(*) Por Álvaro Ramis
Columna publicada en Página 19
Estas elecciones presidenciales parecen haber abandonado el marco de lo programático para centrarse en la manipulación de los sentimientos morales de las personas. En este juego surge el más descarado cinismo como estrategia de repulsión del adversario, acudiendo a las fake news como arma letal. Esta forma de instalación de los dispositivos industriales de la mentira, bajo la dinámica perversa de la posverdad, se han analizado extensamente desde la óptica comunicacional. Pero no así desde la perspectiva de la ética pública y lo que podríamos llamar una psicología política de la moralidad.
La estrategia clave ha sido la fabricación artificial del “escándalo” como arma arrojadiza, idealmente desde un francotirador anónimo o neutralizado. Esta técnica no es nueva y ha sido reportada desde la invención de la imprenta en el siglo XV, en la forma del “libelo acusatorio”, un género literario anónimo, usado tanto en la guerra como en la paz para desacreditar a los líderes rivales. Frente a su proliferación se creó la figura penal del delito de “lesa majestad”, que penalizó de forma radical los libelos acusatorios centrados en la figura de los monarcas. Pero al mismo tiempo, eso dejó abierta la puerta para los pasquines cortesanos que, en base a la mofa, el engaño y la falsa moralina se convirtieron en los instrumentos preferidos para defenestrar o elevar a las figuras de la nobleza en las cortes europeas.
Esto cambió radicalmente con la revolución francesa. Al calor de la revuelta el libelo cortesano se transformó en panfleto callejero, donde las facciones revolucionarias no sólo atacaron a la élite monárquica, sino que también sirvió en las más duras disputas entre ellas, basándose fundamentalmente en la lealtad o traición a los ideales revolucionarios. En el París de 1789 a 1793 las imprentas no paraban de sacar tres o cuatro ediciones diarias de pasquines y afiches donde se usaba el ataque moral como arma preferida.
Ninguna democracia se ha visto libre de este flagelo, y la literatura y el cine han tematizado este asunto de forma abundante. Recordemos “Ciudadano Kane” de Orson Welles como obra paradigmática del poder corruptor de la prensa y su influencia indebida en la democracia. Otro caso famoso se dio en el nazismo, con la difusión industrial, usando no sólo medios escritos sino también audiovisuales, del libelo antisemita “Los protocolos de los sabios de Sion”, un texto calumniador de los judíos, en tanto colectivo, diseñado expresamente para crear la legitimación y aceptación social de su persecución y exterminio.
La guerra fría perfeccionó estas técnicas y las ligó a los sistemas de inteligencia de los estados. En Chile se puede recordar que en las elecciones presidenciales de 1970 una comisión investigadora de la cámara de diputados denunció una campaña del terror anti allendista, dirigida por Salvador Fernández Zegers, exoficial de la Armada, financiada por la empresa Anaconda Copper (controladora de los minerales de Chuquicamata, Exótica y El Salvador), y por la empresa «El Mercurio», que tenía como fachada una agencia de publicidad llamada Andalién. Su descubrimiento permitió detener sus efectos de manera oportuna.
La diferencia con los métodos actuales es muy grande. Si antes la base casi exclusiva de la desinformación era la prensa institucionalizada, hoy las noticias falsas y calumniosas corren por las redes sociales, con autonomía relativa de los medios corporativos. Por supuesto, eso no excluye de responsabilidad a las empresas informativas, que también pueden participar de estas dinámicas, pero el corazón de la industria del rumor y el engaño premeditado es el mundo de las redes virtuales, que no están sujetas a autorregulaciones eficientes y sanciones legalmente contundentes.
Lo que se busca por medio de las fake news es más que la simple generación de miedo. Es sobre todo crear la indignación de la audiencia contra un sujeto personal o colectivo. Es la demonización de un adversario para crear la disposición a hacer uso de los todos los métodos que sean necesarios para atacar a quién se asume como un enemigo deshumanizado.
Con el ataque moral de las fake news se genera un efecto incremental, ya que la persona que cae presa en la indignación o el terror ante un sujeto o colectivo determinado se va predisponiendo a que se utilicen todos los medios necesarios para detenerlo. Es conocido el efecto de este fenómeno con la llamada teoría QAnon o Q: (abreviación de Q-Anónimo) una de las principales teorías de la conspiración de la extrema derecha estadounidense, que cree en una trama secreta organizada por un supuesto «Estado profundo» contra Donald Trump y sus seguidores. El motor “indignante” es clave. En este caso, la estrategia es identificar a actores progresistas de Hollywood, al Partido Demócrata y funcionarios de alto rango internacional como parte de una red secreta de tráfico sexual de niños y pedofilia. La irracionalidad de este argumento sobrepasa al tenor de absoluta perversidad de la acusación. Con ello basta para la satanización de un conjunto de figuras que se ven indistintamente acusadas de los más nefastos delitos, cuya naturaleza es particularmente repudiable. La bajísima verosimilitud del libelo acusatorio se ve compensada por la intensidad de la acusación, y el interés (no confesado, pero evidente) de utilizar cínicamente este relato para denostar radicalmente al adversario político.
La realidad no muestra que la adhesión a una posición o ideología determinada inmunice contra la corrupción o criminalidad política. Se podría decir que, en tanto individuos, estos vicios políticos se encuentran distribuidos de forma muy transversal. Hay gente corrupta o criminal en la derecha, el centro y la izquierda. Nada diferente a lo que se puede observar en la sociedad en general. Pero esta constatación, que vale para la calificación moral de los individuos, no es igualmente válida para juzgar las tradiciones o ideologías políticas.
En otras palabras, podríamos identificar, fenomenológicamente, a un nazi moralmente honesto y a un demócrata criminal y asesino. Lo que no significa que ese nazi honesto legitime con su actuación al nazismo, ni tampoco el actuar deshonesto del demócrata deslegitime a la democracia. Se sabe que Pol Pot y los dirigentes que le acompañaron en el genocidio de Camboya eran de una austeridad y rigor moral, a nivel personal, muy alto. Ello no les libera de ser culpables de un genocidio inimaginable. De la misma forma, la mayoría de los grandes líderes emancipadores y humanizantes han tenido momentos de debilidades o faltas éticas personales, lo que no desmerece su obra y contribución histórica.
Por ello es importante volver una y otra vez a la pregunta por la “superioridad moral”. La probidad del perfecto funcionario fascista no legitima moralmente al fascismo, como sistema totalitario y excluyente. De igual forma, la corrupción de un partido democrático no deslegitima la democracia como ideal moral, basado en la igualdad radical de las personas. Al mismo tiempo, adherir a una causa éticamente justa y humanizante no da licencia para hacer traperías en el plano individual. Como también, adherir a una ideología deshumanizante afecta la condición moral del que adhiere a ese postulado.
El fenómeno de las falsas “indignaciones” morales es una fabrica de cinismo social. Su fuerza no sólo se basa en la mentira abierta sino, ante todo, en el uso de las medias verdades que pueden ser incluso más dañinas, porque producen un engaño deliberado, provocado por la omisión culpable y la manipulación.
(*) Rector Universidad Academia de Humanismo Cristiano