Todo lo que debemos a Allende
(*) Por Álvaro Ramis
Columna publicada en Le Monde Diplomatique
La memoria de la Unidad Popular ha sido estigmatizada por su desenlace fatal. Las enormes dificultades enfrentadas por el boicot interno y externo, las divergencias al interior de la coalición de gobierno y el relato denigrante impuesto por el pinochetismo generaron una percepción de fracaso político que ha cruzado las fronteras ideológicas. Incluso la izquierda ha cultivado una imagen de Allende como un héroe trágico, admirable en lo humano, pero políticamente derrotado, lo que ha desmerecido su valor como estadista clave de nuestra historia. Si se consulta a la opinión pública que le debe el país a Allende seguramente van a surgir motivos simbólicos, como su ejemplar resistencia al golpe de Estado, el carácter avanzado de su programa, su compromiso personal con el pueblo, su capacidad de resistir contra las presiones y sabotajes de la derecha. Pero no es recurrente que se haga referencia a los aportes históricos, concretos y verificables del gobierno de la Unidad Popular, que se lograron de manera efectiva y que han sido cruciales para la evolución posterior del país, permaneciendo hasta el día de hoy. A cincuenta años de distancia su enorme obra, construida en menos de mil días de gobierno, se hace imprescindible de recuperar y valorizar.
Nacionalización de la minería
El 11 de julio de 1971 el Congreso aprobó la reforma constitucional (Ley N°17.450) que nacionalizó los yacimientos de la Gran Minería. Aunque sólo se suele recordar que se nacionalizó el cobre, la ley es mucho más amplia al señalar: “El Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas, las covaderas, las arenas metalíferas, los salares, los depósitos de carbón e hidrocarburos y demás sustancias fósiles, con excepción de las arcillas superficiales”.
De esta forma se produjo una nacionalización del litio, oro, plata, hierro, petróleo, carbón, gas natural, manganeso, molibdeno, plomo, zinc, nitratos, sulfuros, tierras raras, yodo, yeso y todos los yacimientos minerales que en el futuro se localicen y tengan valor productivo y comercial para su explotación. Hasta hoy Codelco sigue siendo la empresa productora de cobre más grande del mundo y es la empresa que más contribuye a la economía chilena, proyectándose un aporte al fisco de US$ 1.540 millones en 2023. En sus casi 50 años de historia Codelco ha entregado excedentes al Estado por más de 100.000 millones de dólares, siendo la principal palanca para expandir el producto nacional y financiar el costo social que, a lo largo de estas cinco décadas, ha sido fundamental en la reducción de la extrema pobreza.
Más allá de los enormes montos que ha aportado esta empresa pública, toda la industria minera que opera en el país, incluso mediante operadores privados, fue irreversiblemente condicionada por medio de la reforma constitucional de 1971. Hoy las mineras privadas explotan un recurso estatal, que les ha sido concesionado, por lo cual deben aportar al fisco por tres vías distintas: 1) contratos de Corfo por arrendamiento 2) por el impuesto a la renta y 3) por el impuesto específico a la minería (royalty) de esas compañías. De esa forma los ingresos fiscales por litio sumaron US$ 5.000 millones en 2022. Sin la reforma constitucional de 1971 esos ingresos hubieran sido insignificantes e irregulares ya que el Estado no tendría las herramientas jurídicas para implementar este tipo de tributos.
De cara al futuro, la nueva Estrategia Nacional del Litio sólo es posible gracias a los pasos fundamentales dados por Allende en 1971 y de esa forma mantener su carácter no concesible, fortaleciendo el rol del Estado en su explotación, maximizando su valor agregado y rentabilidad social. Del litio, nuestro nuevo cobre, se puede aplicar lo que Allende dijo en 1971: “Lo que se haga en el cobre dependerá de nosotros, de nuestra capacidad, de nuestro esfuerzo, de nuestra entrega sacrificada a hacer que el cobre se siembre en Chile para el progreso de la patria”.
Reforma Agraria
Sería inimaginable el desarrollo de la sociedad chilena actual sin la Reforma Agraria. Este proceso, criminalizado por la derecha, determinó una irreversible modernización de las relaciones productivas en el ámbito rural por lo cual su efecto permanece, más allá de las políticas de contrarreforma que implementó la dictadura.
Recordemos que esta política fue iniciada desde inicios de los años sesenta y era un proceso inexplicablemente postergado, dada la baja productividad del agro tradicional y las malas condiciones de vida del campesinado chileno. Si bien durante el Gobierno de Eduardo Frei ya se había logrado una base legal para su implementación, mediante la Ley de Reforma Agraria (N° 16.640) y la Ley de sindicalización campesina (N° 16.625), el ministro Jacques Chonchol logró expandir el proceso a una escala radical, que cambió de forma definitiva el mundo rural. Al momento del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, el Gobierno de Salvador Allende había logrado expropiar cerca de 4.400 predios agrícolas, los que sumaban más de 6,4 millones de hectáreas. El viejo orden latifundista, que se había mantenido por más de 400 años, llegó así a su fin. El campesinado, al que le eran negados sus derechos humanos fundamentales, vivía en pleno Siglo XX en un régimen de semi-servidumbre llamado inquilinaje. La reforma lo incorporó a la sociedad de forma activa, para lo cual fue necesario desarrollar de manera simultánea la educación pública a una verdadera escala nacional. A la vez el campesinado conquistó su la plena movilidad laboral, escapando de las condiciones paupérrimas que les imponía el sistema de inquilinaje en el cual todo dependía del patrón de fundo.
Es real que en las décadas siguientes el modelo neoliberal penetró profundamente en el mundo rural, produciéndose un masivo traspaso de la tierra a nuevos capitalistas, quienes capitalizaron la modernizaron la producción agrícola y convirtieron a los campesinos en trabajadores de la nueva industria agroexportadora. Pero ese mismo proceso de transformación capitalista, que tanto celebra el mundo financiero, hubiera sido imposible sin la reforma agraria. No es extraño que califique a este proceso como el cambio social y productivo más importante del Siglo XX chileno, ya que hasta el día de hoy sigue teniendo efectos. Erradicó la vieja agricultura extensiva, al lograr una optimización de la producción agroalimentaria que ha permitido que el país haya disminuido su endémica dependencia de las importaciones y permitió volcarse a las exportaciones. La política neoliberal de la dictadura impidió que esta enorme transformación se hiciera bajo un modelo de agricultura familiar campesina, tal como fue planificada, al privilegiar a la nueva industria agroexportadora. Pero aun así la Reforma Agraria logró terminar para siempre con una estructura rural inadecuada e injusta, de modo irreversible.
Transformación cultural y política
La fuerza de terrorismo de Estado aplicado por la dictadura, junto a la fuerza modeladora del mercado bajo condiciones neoliberales, sin duda han cambiado la matriz cultural y política del país. Es habitual que los análisis históricos y sociológicos pongan énfasis en lo hondo de estas transformaciones, que han fraguado una cultura y una política extremadamente individualistas, asociales y consumistas. Lo que no se analiza es que la UP también logró marcar una impronta profunda en la subjetividad nacional, y a pesar de todas las violencias ejercidas por el Estado y de todas las configuraciones subjetivas del modelo económico, no ha desaparecido totalmente ya que confirió carácter a la identidad de Chile.
La Unidad Popular no fue sólo como un gobierno de mil días. Fue la culminación de un largo proceso de construcción del Estado y de una cultura social y política que abarca todo el Siglo XX: desde el movimiento obrero de Recabarren, el despliegue progresivo de la institucionalidad democrática de la Constitución de 1925, el desarrollo industrial y educacional impulsado por el Frente Popular en los años 30 y 40, las prácticas comunitarias del cristianismo social arraigadas en diversos territorios e instituciones, los logros de los movimientos de pobladores en su demanda por vivienda, las luchas locales por participación vecinal, la construcción de las grandes organizaciones sindicales, la acumulación de experiencia de las organizaciones de mujeres, las nuevas vanguardias en el arte popular y producción cultural. La UP es un momento de síntesis y consolidación de todo este complejo ciclo histórico, que contó con el viento a favor de un contexto internacional que promovió políticas keynesianas, industrialistas y redistributivas debido al temor de Occidente al enemigo soviético.
Hoy, a cincuenta años, esta matriz cultural y política no es hegemónica, pero existe, es posible catastrarla y caracterizarla como un bien intangible que claramente podría ser revitalizado bajo condiciones nacionales e internacionales más favorables. La eventualidad de un orden global postneoliberal podría recuperar este acervo y recrearlo en un nuevo contexto. Salvador Allende plantó semillas tan resistentes y fértiles como las flores del desierto, que esperan por décadas la llegada de un poco de lluvia para volver a florecer.
(*) Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).