Violencia Simbólica y 8 de marzo
Gabriela González Vivanco (*)
La historia cuenta que el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer, trae consigo una trayectoria de fechas y conmemoraciones, relativas a reivindicaciones, malestares y desgracias vividas por mujeres de distintos lugares del mundo y que datan desde hace más de un siglo. Si bien la oficialidad y la política de los consensos fijan el 8 de marzo como un día con carácter internacional –y no necesariamente universal, pues nos referirnos a la oficialidad de organismos internacionales occidentales- esta fecha no fue siempre la misma. Hay acontecimientos en fechas próximas al definitivo 8 de marzo; el 28 de febrero 1909, (la primera moción de día de la mujer realizada desde el partido socialista); el 25 de marzo 1911 (día en que muren las 140 trabajadoras en la fábrica en USA) y en febrero y marzo de 1913 y 1914 la huelga de hambre (pan y rosas) de las mujeres rusas protestándole al zar por la guerra. Finalmente, la mundialización del 8 se la debemos a la cultura de masas, al mercado y las lógicas del consumo que tanto han penetrado nuestras formas de intercambio y lazo social.
De ahí que una primera cuestión que obnubila este día son los llamados a Celebrar el 8 de marzo; a estas alturas ya estamos bombardeados de publicidad, avisos, ofertas y merchandising para las mujeres de distintos perfiles: ropa, accesorios, chocolates, spa, viajes, almuerzos de oficina, happyhours, etc; parecido a lo que ocurre con el día de la madre. Este fenómeno de reificación de un rito conmemorativo en un festejo, muestra lo que se conoce como violencia simbólica: aquella ejercida “autorizadamente” y con un grado de acuerdo ó sentido social y deseado. Dicho de otra manera, es lo que también se ha descrito en el ciclo de la violencia en la pareja: el periodo de luna de miel; periodo que viene justamente después de los brutales episodios de violencia; el arrepentimiento y la reconciliación nos hacen pasar –como si nada- a un momento “ideal”, el momento de las flores y los regalos.
En ninguna de las fechas históricas que preceden al 8 marzo oficial como el día de las mujeres; se contienen celebraciones. Muy por el contrario, estas fechas conmemoran demandas políticas, sociales, económicas, culturales; se reclaman derechos y valores fundamentales: dignidad, justicia, libertad, igualdad (en la diferencia) y solidaridad (no sólo fraternidad). En cierto sentido, este día nos remite al fracaso del ideario moderno; pues el pacto entre iguales -los igualmente libres- fue un pacto entre varones. Las mujeres no fuimos ni invitadas ni consideradas en ese pacto social que anuda la vida moderna y que determina su lugar en ella. Por cierto, lugar segundo.
Si algo hubiese que celebrar los ocho de marzo, sería precisamente cuántas de estas demandas se van cumpliendo en las distintas latitudes; mejorando la calidad de vida de las mujeres, la ocupación e inclusión de nuevos espacios de la vida pública, la erradicación de la violencia en todas su formas, el acceso a la justicia; en definitiva cuántas transformaciones sociales y culturales devienen del hecho de que asumamos los problemas del contrato social moderno.
Sin embargo, la modernidad también se procuró de un tipo de gestión de las diferencias que hace prácticamente titánica (más no imposible) la transformación social. La sociedad de masas y el mercado absorben estas demandas tramitándolas a través del consumo. El deseo de reconocimiento queda ficcionalmente satisfecho cuando los no-mujeres le celebran y festejan el día a las mujeres. Esto es igualmente violento, pues invisibiliza, disminuye, trivializa y naturaliza la violencia ejercida.
Con un tanto de suspicacia crítica, lo que este día pone en juego es el tipo de pacto social patriarcal y autoritario, individualista y falogocéntrico que sigue anudando nuestros modos de con-vivencia y los valores e ideologías que comandan nuestros sentidos de comunidad y de sujetos. Por lo mismo que conmemorar, hacer memoria, traer a la memoria el origen y sentido de este rito, tendría que pasar por estas disputas y dispuestos a una interrogación más decida de qué hemos hecho y hacemos con las diferencias no sólo de género, sino de clase, sexuales, étnicas. Problematizar de por qué y cómo el mercado ha sido “la galletita” del coctel de la celebración que taponea la palabra y aplaca el descontento.
¿Es posible celebrar que un 8 de marzo, murieron 140 trabajadoras, encerradas en una fábrica norteamericana? No todas eran ciudadanas estadounidenses; muchas eran migrantes y afrodescendientes. Todas ellas eran pobres y de la clase trabajadora. Mujeres heterosexuales o lesbianas, quien sabe. Todas oprimidas, pues trabajar en turno nocturno literalmente a puertas cerradas es una forma de esclavitud. ¿Cuántas de estas opresiones, violencias y maltratos han dejado de ocurrir o persisten bajo otras formas más sofisticadas y menos evidentes? ¿Cuántas de estas formas de vida no sólo le aquejan y reprimen a las mujeres, sino a l@s pobres, migrantes, indígenas, en definitiva a l@s diferentes del sujeto que la modernidad pre-formó para sí?
Conmemorar, hacer un ejercicio de memoria, puede ser incómodo, doloroso, ingrato; poco o nada tiene de fiesta, a no ser que lo vivido doloroso, lo injusto y ominoso cambie, se acabe o se erradique. Por lo mismo que para el cambio social se requiere de la memoria, traer al presente el pasado, de un nuevo modo, o al modo de una actualización. Una sociedad que no se arriesga a este mínimo grado de criticidad y auto-reflexividad es muy difícil que transforme su lado oscuro en lugar de mayor lucidez. Cuando esto ocurra ahí sí que festejaremos.
(*) Gabriela González Vivanco es Psicóloga y Magíster (c) en Género y Cultura, Universidad de Chile. Docente de la escuela de Psicología. Coordinadora del Centro de Atención Psicológica (CAPS). Socia de la Corporación La Morada.