22 de marzo, Día Mundial del Agua. De la (Des)Regulación y fragmentación del recurso
El agua es indisciplinada por naturaleza; se mueve, se agita, se evapora y congela; construye y borra fronteras, crea y destruye la vida. Y si esto fuera poco, también desintegra cualquier orden social si es que su presencia abunda o escasea. Quizás por eso mismo el humano ha intentado someterla bajo infraestructuras o normativas, en una suerte de perpetuación de sí mismo y sus intereses. Pues claro, quien tiene cierto control del agua también lo tiene sobre el territorio.
La Dictadura, entendiendo lo anterior, promulgó en 1981 el Código de Aguas, normativa que reconoce las aguas continentales en estado líquido como un bien transable y de aprovechamiento particular, y que pueden ser a su vez, negociadas como cualquier objeto en el mercado sin gran fiscalización gubernamental. Esta ley aún vigente en el país, presenta varias características que se deben destacar y, en el mejor de los casos, cambiar.
Primero, el Código de Aguas tiene su origen en un marco constitucional impuesto por la fuerza y que da una rígida prioridad a la propiedad privada. Cualquier comprensión integral del territorio, de la cultura, de los usos o de la simple necesidad de requerir el agua como un elemento de sobrevivencia, quedo suprimida tras la figura de la propiedad privada o la importancia de la inversión de capitales en el sector hídrico.
Otro aspecto de la normativa radica en que los Derechos de Agua privatizaron y separaron el recurso hídrico de la tierra, generando una serie de conflictos entre actores, ya sea por el uso o el valor que estos le otorgan al agua. Tales conflictos se han extendido y complejizado en el país, involucrando a múltiples sectores difícilmente compatibles entre sí. Basta ver cómo el uso del agua por parte de la mediana y gran minería comparte el mismo territorio con comunidades agrícolas o centros poblados en zonas áridas o semiáridas.
Finalmente cabe destacar que la ley chilena ha demostrado a nivel global la incompatibilidad del modelo de mercado con la gestión integrada del agua y los objetivos políticos a largo plazo. Sin lugar a dudas que si no cambia la actual situación normativa del agua, prontamente (si es que no está pasando en este preciso momento) se agudizarán los conflictos en múltiples escalas y con cada vez más actores, haciendo necesaria la intervención de árbitros estatales y/o jurídicos en discusiones de compleja solución.
En conclusión, la estrategia del Estado para someter o normar el agua se ha orientado al beneficio particular y con una visión fragmentada de los territorios, utilizando y manteniendo una ley originada en Dictadura, que en el contexto actual ya no es garantía de estabilidad económica, social ni menos ambiental –aunque todo lo anterior está intrínsecamente relacionado.
A pesar de tener tales antecedentes sobre la complejidad del agua, actualmente se está discutiendo un proyecto de ley que busca regular el vital elemento en otro de sus estados: el sólido. Los glaciares –que no se encuentran considerados en el Código de Agua- abastecen del recurso hídrico a cerca del 70% de la población nacional. Dichos volúmenes de agua congelada adquirieron importancia pública después que se catastró cómo la actividad minera de Barrick Gold (con su proyecto Pascua-Lama) destruyó y movió glaciares en zonas semiáridas aprovechando los vacios legales existentes, exponiendo así a la población local a contaminación y al desabastecimiento de recurso.
Además de la masificación de las actividades extractivas en alta montaña, el catastro del aumento de temperaturas globales y la irregularidad en las precipitaciones posicionaron a los glaciares como fuentes estratégicas de agua en riesgo.
Hoy está en discusión parlamentaria un proyecto de ley que busca preservar y conservar los glaciares, los ambientes glaciares, periglaciares y el permafrost (material que se encuentra congelado bajo la superficie terrestre). El problema de la propuesta radica en dos cuestiones fundamentales: los glaciares son entendidos como volúmenes de hielo y nieve permanente, lo que no es cierto, ya que son un recurso finito y no renovable a escala humana, por lo que cualquier intervención sobre ellos es un daño ecosistémico irreparable. En este sentido –y pasando al siguiente problema-, los glaciares no pueden ser comprendidos ni protegidos fuera de un marco geográfico mayor, que sea capaz de reconocer las particularidades tanto sociales como físico-naturales de su emplazamiento e influencia. En otras palabras, no tiene sentido entender a los glaciares como entidades idénticas, estáticas y fragmentadas del resto del territorio; como si fueran elementos de alta montaña sin vinculación directa con los valles, las napas subterráneas, los ríos, las desembocaduras al océano y las propias formas de vida de las personas. Por lo tanto, se debe tener claro que la presencia de glaciares, sobre todo en regiones montañosas áridas y semiáridas de la cordillera de los Andes (donde se concentra buena parte de la población del país), permite la subsistencia de sistemas complejos, ya sea en alta montaña o en la parte baja de las cuencas.
La cuestión del agua es mucho más compleja en términos sociales y fisco-naturales, por lo que no se puede volver a repetir el mismo error que se cometió con el Código de Aguas: fragmentar el recurso hídrico bajo una normativa poco integral y precaria en cuanto su visión y proyección geográfica.
El abordaje de una legislación que busque el ordenamiento el territorio utilizando el agua como sustento debe ser integrado, complejo y particular para cada uno de los espacios. Un buen comienzo sería promover una gobernanza compartida entre los diversos actores territoriales a una escala de cuencas, estableciendo a partir de conocimientos informales (local, cotidiano, histórico, sensible y simbólico) y formales (técnico-científico y administrativo) criterios de usos de agua. Esto invita a un replanteamiento en la forma de operar del Estado en los territorios, dando un giro hacia el trabajo mancomunado y permanente en la toma de las decisiones, no olvidando además que el ecosistema y sus dinámicas juegan un rol clave y estratégico en todo tipo de intervenciones.
Hay que recalcar que ante los conflictos existe la obligación y la posibilidad de explorar nuevas opciones de planificación, gestión y construcción de nuestros propios espacios, sobre todo si está en conflicto un recurso tan vital como es el agua.
Hans Fernández (*) es Licenciado en Geografía y Geógrafo, Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Docente y Coordinador de Prácticas de la Escuela de Geografía.