Asumir la responsabilidad constitucional
(*) Por Álvaro Ramis
Columna publicada en El Mostrador
¿Por qué en Chile es tan extremo el disenso constitucional? Por al menos hay dos motivos: la forma autoritaria en que fue impuesta la actual Constitución, en 1980, y porque hasta ahora ningún sector político ha demostrado la capacidad de sumar a sus adversarios para concordar un texto alternativo. Lo más cerca que se ha llegado es al borrador presentado por la Comisión Experta a inicios de este año, pero al poco andar el Consejo Constitucional nos ha conducido al actual callejón sin salida, que augura un presumible escenario de fracaso.
Si todo se mantiene como hasta ahora, el texto que se plebiscitará en diciembre constituirá una seria amenaza a la estabilidad y gobernabilidad del país. En lo político, porque desconoce y retrotrae los principales acuerdos legislativos que se han conseguido desde 1990 a la fecha. Es previsible que la aprobación de esa verdadera bomba legal reabriría violentamente las dinámicas polarizadoras en todos los frentes que se han logrado encauzar en estos años, en materias de equidad económica, territorial, laboral y de género, los consensos referidos a las FF.AA., rol de las políticas públicas, etc. A la vez, la mala factura técnica del nuevo texto genera enorme incertidumbre respecto a su aplicación, a los efectos inciertos de sus regulaciones, a las consecuencias imprevistas de sus normas improvisadas, mal fundamentadas y peor planificadas.
Es evidente que la opción responsable en este caso es no innovar y asumir que es preferible el mal texto conocido que el incierto y amenazante texto que se nos propone. Atenerse al principio de realidad tiene como consecuencia que debemos revisar lo que hemos hecho mal como país, y devolver la mirada a la forma en la que debemos trabajar desde ahora nuestro disenso constitucional.
Durante muchos años Chile prefirió evadir este desacuerdo y mantuvo el curso sin asumir las consecuencias de no compartir consensos fundamentales en esta materia. Pero desde hace 10 años comenzó desde la sociedad civil un proceso desconstituyente, que ha hecho de esta discrepancia un hecho ineludible.
No es previsible que el rechazo a la actual propuesta suponga un cierre automático de este desacuerdo, aunque se legisle a nivel político para impedir un nuevo proceso constitucional. Las opiniones sociales y las convicciones no se decretan, y solo se pueden revisar sobre la base del diálogo, de la apertura a perspectivas ajenas y de las necesidades de quienes están en otras circunstancias de vida.
Por lo tanto, deberemos acostumbrarnos a vivir en el disenso en materia constitucional por un largo período. ¿Es ese un fracaso? Sin duda el país ha perdido una enorme oportunidad de alcanzar un consenso sustantivo, no meramente procedimental, donde su norma constitucional actúe como una herramienta para una verdadera planificación estratégica de su desarrollo. Lejos de ello seguiremos en estado de discrepancia básica. Pero, por otro lado, más vale asumir esta realidad que contarnos un nuevo relato falso, lleno de imposiciones de fuerza y engaños.
Asumir el realismo en materia constitucional devuelve la responsabilidad al Congreso, para generar una serie de reformas más acotadas, que, eso sí, deberían estar caracterizadas por la gradualidad y de la fuerza necesaria para dotarlas de vigencia efectiva. La alternativa a la actual situación de inviabilidad constitucional no es un sueño impracticable, sino un plan de cambio concreto que apele a la voluntad política. La estatura moral de una clase dirigente se mide por estas cosas.
En el contexto internacional es cada vez más común el disenso que el acuerdo constitucional. Incluso Estados Unidos, que ha dado a su Constitución un estatus esencial en su convivencia, hoy está cada vez más atravesado por el polémico rol de la Corte Suprema, que está asumiendo graves decisiones políticas en la eliminación de las protecciones al aborto, la limitación al alcance de las regulaciones ambientales y la expansión de las autorizaciones a los propietarios de armas. En España vemos el mismo fenómeno en relación con el encaje territorial de Cataluña y el País Vasco y con la figura de la monarquía. En ambos países esta controversia no tiene visos de solución, ya que ningún sector político tiene la fuerza para convocar a un acuerdo de reforma constitucional a sus adversarios.
Chile parece vivir una situación similar. Hoy prevalecen el escepticismo, la desconfianza en las instituciones y la idea de que cada uno debe velar de manera exclusiva por sus propios intereses, aunque sea a costa de los intereses de los demás. Lo propio de este tiempo es el reflejo identitario. Todas las fuerzas políticas juegan a la lógica del enemigo. Eso es lo que debe cambiar.
El sentido común nos hace ser pesimistas, pero desde el punto de vista científico el optimismo es una cuestión de método. Si dejamos que el curso de los acontecimientos avance espontáneamente, Chile seguirá polarizado y confrontado, perdiendo tiempo, fuerza, recursos y energías en el más inútil de los procesos parlamentarios de bloqueo y contrabloqueo. Pero hay alternativas. La buena política es la decisión compartida de construir el futuro, que se basa, precisamente, en que es posible un país diferente.
(*) Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).