Columna de Álvaro Ramis: La Villa Francia invisible
Columna publicada en The Clinic
Pocos barrios de Santiago evocan imágenes tan poderosas como la Villa Francia. El reciente operativo policial, en donde se practicaron allanamientos y detenciones, evidenció las dos visiones que se suelen confrontar ante ese territorio.
Por un lado, la perspectiva estigmatizadora, que la cataloga como un espacio peligroso. Se la juzga anómica, por estar fuera del estado de derecho y copada por el violentismo. Se la asocia a una ideologización extrema, que sirve para encubrir actividades ilícitas y delincuenciales.
Por el otro, existe una mirada idealizadora, que acepta acríticamente todo lo que allí ocurre por ser el territorio más significativo de la protesta popular en Santiago. Se le celebra incondicionalmente por haber pagado un enorme costo humano al liderar los grandes momentos de rebeldía social que ha vivido el país en los últimos cincuenta años.
Entre esa criminalización implacable y la romantización de las violencias ritualizadas, existe una población invisible. Es la Villa Francia que no suele ser noticia. Sus problemas no son distintos a los de muchas otras comunidades situadas en las periferias.
Las viejas dolencias de la pobreza, la exclusión y la discriminación arbitraria se entrecruzan con los nuevos dramas urbanos, ligados a la penetración del narco, el crimen organizado y las industrias ilícitas que están presentes por toda la región. La gran diferencia es la forma como este territorio ha construido una red comunitaria tan potente, de relaciones incrustadas, enraizadas, que le ha permitido hacer frente a obstáculos que parecerían imposibles de abordar.
La Villa Francia invisible no es el espacio al que algunos concurren para consumir experiencias de rebeldía que no logran desplegar en sus lugares de origen. Pero tampoco es la tierra sin ley con la que se la intenta caricaturizar. Es importante poder entender las tensiones, condiciones y abismos a los que se han enfrentado los habitantes de esta población para poder llegar a situar en su justo lugar lo que viven. Allí radica lo que les hace tan diferentes, y sin ingenuidades, poder incorporarles en el diseño de su futuro.
Esta Villa Francia invisible me la presentó Mariano Puga, el cura obrero que pasó largos años de su ministerio en la Comunidad Cristo Liberador. Allí estaba el padre Roberto Bolton, la hermana Panchita Morales, y un cúmulo notable de personas comprometidas en la articulación de todo tipo de sociabilidad comunitaria.
Ante cada problema, construyeron alternativas solidarias. Por supuesto, muchas veces de manera temporal, imperfecta, sujeta a las vicisitudes del financiamiento que en los años ochenta provenía de la cooperación internacional y desde los años noventa, de los escuálidos fondos públicos nacionales o municipales, o derechamente de las posibilidades de la autogestión local.
En esas tramas asociativas, que surgían constantemente desde la comunidad cristiana, conocí a Manuel Vergara y Luisa Toledo. No los encontré ni en una barricada ni en una protesta. Los vi trabajando en el comedor comunitario, acarreando sillas para las actividades de capacitación vecinal, dando charlas en jornadas de planificación para responder al problema de la violencia en contra de las mujeres, o del abuso contra los niños, niñas y adolescentes.
En la búsqueda de espacios para acoger a migrantes sin techo, o ante el fracaso escolar de los jóvenes. Y por qué no decirlo, en la vida litúrgica de la comunidad cristiana, que se recogía los sábados en la tarde para compartir en esa eucaristía participativa del cura Mariano, donde nadie quedaba sin hablar ni cantar.
Recuerdo a Luisa Toledo dando talleres como maestra de Tai Chi, o apoyando en el consultorio de Estación Central como Terapeuta Floral. Muy lejos de la imagen dura e implacable que se ha construido de ella luego de su muerte.
La mujer que yo conocí tenía una palabra fácil y el rostro dulce. Y sobre todo un papel fundamental en todo lo que pasaba en esa Villa Francia invisible. No tenía la mirada puesta en la venganza o en enaltecer el calendario de las barricadas. Su interés estaba en el sostener la vida cotidiana de quienes compartían su entorno. Su búsqueda estaba en curar las amarguras, en sobrellevar los dolores, en construir una forma de alegría serena, que parte por una interrogación sincera sobre la tristeza del ser humano.
Lo que primero entendí al introducirme en esa Villa Francia invisible fue que su gran problema no era la pobreza o las desigualdades económicas, sino las humillaciones diarias y la violencia cotidiana por parte de las policías. Este punto no justifica el fetichismo de la barricada ni la poetización de la violencia urbana irracional. Lo que instala es el desafío de superar, con evidencias, una percepción muy acendrada de que la policía trata de manera distinta a las personas pobres y racializadas, respecto al resto de la población.
Esa Villa Francia invisible es mucho más que el calendario de efemérides rebeldes que la coloca ante las pantallas de televisión. Es gente de coraje, que ha sufrido mucho, pero que busca constantemente una forma de soportar junta el sufrimiento de cada día. Es un lugar que ha intentado una especie de pacto de humanidad, un pacto donde la felicidad de cada cual es imposible sin buscar la felicidad de toda la comunidad. Por eso mantienen la exigencia de no olvidar.
Pero como cualquier pacto, no está exento de contradicciones y dificultades en su ejecución. Sería irresponsable asumir que todo lo que se hace en su nombre es justo, legítimo y humanizador. La memoria puede convertirse en rito vacío y fetichista. La solidaridad puede incubar la autocomplacencia. El pacto recíproco puede derivar en la ley del silencio, que acepta sin crítica toda forma de rebeldía. Aunque sea la rebeldía impostada de un turismo revolucionario que transita por la Villa, más enfocado en satisfacer sus pulsiones tóxicas que aportar a la construcción de la comunidad.
El Estado tiene la responsabilidad de fortalecer el capital social comunitario, no de destruirlo. Su deuda en la construcción de una institucionalidad sociocultural con características de sistema complejo y adaptativo se evidencia en el abandono de esta Villa Francia invisible. Lo que allí existe tiene el valor de una red durable de relaciones, más o menos institucionalizadas, de reconocimiento mutuo.
Abandonarla, criminalizarla y estigmatizarla solo conducirá a que esa red se siga pensando como el territorio abandonado de la República. Y lo que debería ser es un barrio prioritario, con un reservorio de experiencias comunitarias innovadoras, con las cuales polinizar por todo Chile nuevas redes de reciprocidad que nos permitan resistir a las formas de crueldad que nos acechan.