(*) Por Paula Correa Agurto
Hace pocos días los medios informaron que una mujer afgana dio a luz en una bodega de carga de un avión estadounidense que evacuaba ciudadanos afganos rumbo a Alemania. Al llegar a tierra la mujer y su hijo fueron trasladados a un hospital y, horas más tarde, se informó que están “en buenas condiciones”. La historia humana detrás de este dato periodístico es tremenda y apenas podemos dimensionarla. Ya ha transcurrido un poco más de una semana desde la victoria talibán en Afganistán, suceso que los vuelve a instalar en el poder después de 20 años. Hoy distintos países extranjeros intentan evacuar del aeropuerto de Kabul a miles de ciudadanas y ciudadanos que, en un acto de resistencia, deciden abandonarlo todo, dejar su país entre el pánico y la desesperación.
La comunidad internacional mira con preocupación el transcurrir de los días del país medio oriental y la reinstalación de los talibanes al mando. Entre las preocupaciones inmediatas está el proceso de revictimización del pueblo afgano y el retroceso en materia de derechos humanos, principalmente de los derechos básicos que habían alcanzado las mujeres.
Vale recordar que, entre 1996 y 2001, con los talibanes en el poder, se publicó una lista de prohibiciones conforme su radical interpretación del islam, donde las mujeres no sólo debían llevar burka y mantenerse en silencio ante los hombres, sino que no podían trabajar; no podían estudiar; podían ser azotadas si enseñaban sus tobillos y ser lapidadas si eran acusadas de mantener relaciones extramaritales, por nombrar sólo algunas de las más visibles. Y, pese a que los militantes talibanes se han mostrado “más moderados” y han señalado que “respetarán los derechos de las mujeres”, en estos días han surgido diversas notas que dan voz a mujeres afganas en nuestro país, quienes llaman a terminar con las violaciones y las mutilaciones sexuales, a poner fin al desate de la violencia sexual como arma y dispositivo de control.
Otra alerta importante es la amenaza a la libertad de opinión de la población y el libre ejercicio del periodismo de las y los periodistas y, nuevamente aquí, en especial las mujeres periodistas. A pocos días de la llegada de los talibanes, la Alianza Global de Medios y Género (GAMAG, por sus siglas en inglés) hizo un llamado a la comunidad internacional a incorporar criterios de género a la hora de entregar documentos de viaje y asilo, es decir a facilitar visas para las mujeres periodistas y sus familias, considerando que las profesionales corren un particular peligro por ser mujeres y a la vez ejercer un periodismo independiente que confronta al poder al informar las violaciones a los derechos humanos en el país de Oriente Medio.
Según informó la periodista Ruchi Kumar, “el 2020 fue el año más sangriento para el periodismo afgano”. Se trató de un periodo particularmente peligroso para las mujeres periodistas, quienes son blanco de grupos insurgentes que constantemente censuran a las mujeres que han ganado voz en el espacio público. El portal de periodismo y comunicación feminista Mujeres en el Medio sostuvo: “las mujeres periodistas son el objetivo de los insurgentes no solo por ejercer su derecho humano a comunicar, sino también por ser mujeres pioneras en una sociedad patriarcal”.
Mientras leemos todo esto, resulta pertinente observar la forma en la que estamos cubriendo y difundiendo en redes sociales este tipo de información. En estos días han aparecido violentas, morbosas y despreocupadas coberturas de desastre en los medios de comunicación. No muestran preocupación por banalizar el conflicto y denostar la cultura de este bloque de países al tildarlos de “atrasados” o “del tercer mundo” por su tratamiento hacia las mujeres, y con total descaro, mientras en Chile y Latinoamérica no cesan los femicidios, la violencia y las violaciones a los derechos humanos de las personas de la disidencia y las diversidades de sexo y género.
Ante un conflicto de esta envergadura hay que mantener una mirada crítica de los medios de comunicación tradicionales y su forma de transmitir información. “Gran parte de lo que actualmente conocemos sobre Afganistán viene de una prensa con intereses particulares sobre los contextos socio históricos de Afganistán y esa región del mundo”, señalan Lelya Troncoso, Ana Luisa Muñoz y Hillary Hiner en su texto “No necesitamos ser afganas para solidarizar”. A la vez plantean una interesante reflexión sobre la forma en que se expresado la solidaridad de la sociedad civil nacional e internacional, aludiendo a expresiones como la etiqueta #TodasSomosAfganas, uno más de la serie “#TodosSomosX” que ya ha recibido diversas críticas porque, si bien llama a la empatía e involucra a las personas en la lucha, a la vez universaliza los contextos y omite las diferencias que caracterizan los conflictos y las reacciones humanas en torno a ellos.
En ese sentido, ponen una alerta al feminismo a no caer en la reproducción de estos universalismos y lógicas de dominación, en la arrogancia de plantearse como “las salvadoras de otras mujeres oprimidas”, situando a las afganas como víctimas pasivas y sin capacidad de resistencia. Recordemos que en Afganistán las mujeres han tomado las armas y han levantado ejércitos para enfrentar a los talibanes.
En suma, desde una comunicación con enfoque de género y derechos humanos no podemos mantenernos al margen de lo que ocurriendo en Afganistán e ignorar un posible retroceso masivos de derechos ya adquiridos en Medio Oriente, pero tampoco quedarnos callados ante la cobertura de desastre de la prensa tradicional y la necesidad de cuestionar los relatos hegemónicos y analizar nuestras prácticas comunicacionales, informativas y la lógica de nuestros activismos para incorporar criterios que nos permitan ser un real aporte desde las comunicaciones.
(*) Periodista y Comunicadora Feminista, Magister en Antropología. Diplomada en Comunicación y Derechos Humanos. Docente Periodismo UAHC