Contra la barbarie y la deshumanización
(*) Por Paulina Morales
Columna publicada en El Mostrador
En los inicios de su obra Vigilar y Castigar, el filósofo francés Michael Foucault nos remece con una detallada exposición de los suplicios públicos a los que es sometido Damiens -quien ha delinquido- en 1757: “debía ser llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano; después, […] sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio, quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento”. Finalmente, se le descuartizó, refiere la Gazette d’Amsterdam.
“Esta última operación fue muy larga, porque los caballos que se utilizaban no estaban acostumbrados a tirar; de suerte que en lugar de cuatro, hubo que poner seis, y no bastando aún esto, fue forzoso para desmembrar los muslos del desdichado, cortarle los nervios y romperle a hachazos las coyunturas…” Lo descrito remite a una situación extendida de espectáculo punitivo vigente durante la edad media y parte de la modernidad, que no verá su cuestionamiento y supresión sino recién hacia fines del siglo XVIII e inicios del XIX.
Es ya 2017 y por estos días hemos sido testigos de horrendas manifestaciones de degradación humana, como la muerte a palos de Margarita Ancacoy a manos de unos jóvenes en plena vía pública, y también de la posterior tortura que a estos mismos les fue infringida en el recinto carcelario en donde cumplen prisión preventiva.
Por estos días, también, desde Renovación Nacional se levantan voces para pedir, nuevamente, la rebaja de la edad de imputación penal, ahora a los doce años. Como si la criminalización de la infancia fuera la solución a problemáticas que son sólo el reflejo de la profunda desigualdad socioeconómica que vivimos como un país que respira neoliberalismo por todos sus poros. Otros, al hilo de sucesos como los mencionados y afines, se manifiestan para solicitar que se reponga la pena de muerte. Como si matando a quienes matan se acabara el problema.
Al respecto, sólo dos datos específicos. Primero, como muestran estadísticas del Ministerio Público, la comisión de delitos contemplados en la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente (vigente desde 2007) ha disminuido sistemáticamente desde 2012. Segundo, como ha evidenciado Naciones Unidas, la pena de muerte no ha demostrado ningún efecto disuasivo en lo que a delitos graves se refiere.
Empero lo anterior, nos encontramos en la era de los «públicos», como advirtió Gabriel Tarde (sociólogo francés) en el siglo XIX. Tarde pensó, con esta noción, en sujetos de una era contemporánea futura que hoy es una realidad, acrecentada por los medios de comunicación masivos y la virtualidad. Sostuvo que se trataba de una categoría social propia de las sociedades de control, por sobre otras como masa o clase. Un público entendido como “una masa dispersa donde la influencia de los espíritus de unos sobre otros se convierte en una acción a distancia”. Esto es lo que presenciamos con la reproducción de numerosos registros audiovisuales como las ‘detenciones ciudadanas’, palizas en las cárceles, violaciones masivas, y un largo etcétera. En internet hay registros bajos sensacionalistas títulos como: “las mejores detenciones ciudadanas realizadas en Chile”, “Detenciones ciudadanas. La justicia del pueblo”, “Filtran brutal tortura que reciben ecuatorianos en cárcel”, “la calle opina sobre tortura a ecuatorianos en la cárcel: ¿castigo merecido o barbarie?”, entre otros.
La era de los públicos es también la dictadura de los mismos. Es el ensalzamiento de la degradación humana, alimentada por medios masivos que hacen de ello espectáculos indecentes en nombre de una idea mercantil e inhumana de justicia. Más aún, hay una hipocresía y una falacia entre quienes defienden la pena de muerte o la tortura. Ello radica en justificarlas “sólo en casos graves”, como en una especie de expiación de conciencia o declaración de decencia del tipo: “no estoy a favor de la pena de muerte, pero frente a casos graves…”, “no estoy a favor de la tortura, pero lo que hicieron fue terrible…”.
La tortura nos deshumaniza. Nos degrada como seres humanos. No retribuye nada a la sociedad. No engendra sino más violencia, gratuitamente. Despojada de todo sentido ético, político o jurídico, es el reflejo desnudo de ansias de venganza, sangre y espectáculo. Como si estuviésemos retrocediendo a esa época en que las masas agitadas salían a las calles a presenciar los tormentos de los condenados. Hay allí una perversión inhumana y preocupante. Lo que nos cuenta Foucault lo conocemos por relatos escritos que se han ido reproduciendo hasta nuestros días. Pero en la tardiana era de los públicos, las situaciones de tortura y humillaciones a la dignidad humana se graban y se retransmiten prácticamente en vivo. Porque el público manda y el rating lo exige.
Frente a lo descrito, la responsabilidad de enfrentar esta situación por parte del Estado es ineludible. Ya el derecho internacional de los Derechos Humanos así lo ha establecido, entre otros, en la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, promulgada por Naciones Unidas en 1984 y ratificada por Chile en 1988. En su artículo 2°, este instrumento establece: “Todo Estado Parte tomará medidas legislativas, administrativas, judiciales o de otra índole eficaces para impedir los actos de tortura en todo territorio que esté bajo su jurisdicción”.
Lo anterior es relevante porque este espectáculo de la violencia y el ajusticiamiento por parte de la ciudadanía exonera de responsabilidades a un Estado que debe actuar como garante de los derechos humanos e impedir la tortura en todas sus formas. Cuando se dice que la ciudadanía toma la justicia en sus manos, porque no la encuentra en los poderes de un Estado incapaz de brindarla, lo que hace es eximirlo de responsabilidad, por una parte, y despolitizar aún más a la sociedad, por otra. Esto es finalmente instrumental a un Estado neoliberal que no actúa en la raíz de las problemáticas que generan enormes desigualdades sociales, económicas, culturales que redundan en delitos violentos como los que conocemos.
Frente a ellos, la respuesta estatal en Chile es simplemente la represión, o sea, el gatopardismo: que nada cambie en el fondo, si de tocar los intereses de los poderosos se trata. Junto con ello, la otra respuesta es la mercantilización del problema: como buen Estado defensor del libre comercio, regula asépticamente el mercado de alarmas, guardias de seguridad y cámaras, amén de tranquilizantes y relajantes musculares (colusión de farmacias incluida) para que podamos dormir tranquilos.
(*) Doctora en Filosofía de la Universidad de Valencia, docente en las Cátedras de Epistemología y Teoría Social. Miembro de la Cátedra de Educación en Derechos Humanos Harald Edelstam de la UAHC