El derecho a la vida digna que no alcanzó a gozar Lissette
Gran tarea tendrá el Ministerio Público para convencerse de que lo ocurrido en “CREAD Galvarino” es causa de la violencia estructural por parte del Estado de Chile en contra de una niña de tan sólo 11 años. Con el respeto que se merece la familia de la menor en Til Til y la propia indagación fiscal, el ente persecutor debiese interrogar a los garantes principales de este derecho de “una vida digna”, sobre todo cuando un niño, niña o adolescente se encuentra en situación proteccional de una institución y, más aún, cuando dicha estadía es transitoria. Estamos hablando de los ministerios de Salud y Justicia que han faltado al principio del interés superior de los niños, cuando estos requieren en forma urgente (Ley 19.968 y otros cuerpos normativos) una actividad promocionante por parte del ente estatal.
Desde la doctrina de los Derechos Humanos, no basta sólo con vivir, sino que el estándar exigido es mucho más alto: se requiere vivir en forma digna, gozando de ciertas prerrogativas y derechos que hagan exigible ese nivel de vida esperado. Es lo que se denomina la indivisibilidad de los derechos y su necesaria interdependencia.
¿Qué ocurrió en el caso de Lissette, que fallece en manos de quienes por ley debían protegerla al no contar con adultos responsables ni significativos?, ¿No se respetaron los protocolos médicos?, ¿Se tuvo toda la información en cuanto a su tratamiento?,¿Por qué en hogares transitorios habitan niños y niñas por tanto tiempo y en número que excede los planes de intervención programáticos de Sename?, ¿Por qué Sename responde a la familia de Lissette y a la opinión pública sin tener todos los antecedentes? Son interrogantes que la Fiscalía debe aclarar.
Los CREAD (Centro de Reparación Especializado de Administraciones Directas), antiguos CTD (Centros de Tránsito y Diagnóstico) son centros residenciales transitorios, dependientes directamente de Sename, que acogen a niños y niñas por mandato del artículo 57 de la antigua Ley de menores: “En tanto un menor permanezca en alguno de los establecimientos u hogares sustitutos regidos por la presente ley, su cuidado personal, la dirección de su educación y la facultad de corregirlo corresponderán al director del establecimiento o al jefe del hogar sustituto respectivo. La facultad de corrección deberá ejercerse de forma que no menoscabe la salud o desarrollo personal del niño… incluirá la de informar periódicamente al juez de menores sobre la aplicación de la medida decretada”.
La Fiscalía deberá solicitar todos los antecedentes médicos para establecer si se respetó dicha obligación de garante que ordena la Ley de Menores; teniendo en cuenta que los Tribunales de Familia de Santiago cuentan con un Centro de Medidas Cautelares (CMC), quienes tienen competencia para conocer de la causa o causas asociadas a la situación proteccional de Lissette, y es apoyado por una unidad de salud mental en casos graves y urgentes. Detenernos aquí significa, además, constatar que este apoyo en la salud mental de la niñez sólo abarca algunas comunas del país, no habiendo un financiamiento universal e igualitario para toda la niñez en Chile, una grave vulneración estructural, que viene sólo a aumentar los actuales escenarios de la vida y desarrollo de un niño, niña o adolescente.
El lamentable fallecimiento de Lissette se produce durante la tramitación de la Ley Integral de Protección a la Infancia, documento normativo que ha sido criticado por las organizaciones de la sociedad civil preocupadas de la infancia y juventud en Chile. Y, justamente, una de los puntos más conflictivos es la escueta participación del Estado. Ni los principios, garantías y directrices de este documento aparecen en consonancia con la Convención de los Derechos del Niño y demás normas internacionales que, por el artículo 5to. Inc. 2do. de la actual Constitución Política, son normas vigentes y plenamente aplicables a los niños, niñas y adolescentes.
El Comité de los Derechos del Niño, organismo de las Naciones Unidas, señala que: “Las autoridades estatales de todos los niveles encargadas de la protección del niño contra toda forma de violencia pueden causar un daño, directa o indirectamente, al carecer de medios efectivos para cumplir las obligaciones establecidas en la Convención”. (Comité de Derechos del Niño, Observación General Nro. 13, 2011).
De esta forma, las insuficiencias presupuestarias, las dificultades en la correcta armonía y aplicación normativa; los bajos sueldos y recursos profesionales; la ineficiente y tardía atención de salud mental en el sistema público y la sabida inidónea intervención de los ejecutores de las políticas públicas son, a estas alturas del avance en los Derechos Humanos, violencia estructural. Y violencia también es no sistematizar las opiniones, experiencias de aquellos niños, niñas y adolescentes que padecieron situaciones graves, las superaron y decidieron incidir a través de la participación, actoría que no se ve reflejada en las políticas públicas nacionales ni menos en la prometida Ley de Protección de la Infancia. Y no se contempla sencillamente porque como sociedad no queremos que los niños sean ciudadanía, tengan derechos y puedan ser actores de su presente. Algunos insisten en que debe quedar en familia y esta institución debe resolverlo todo. El problema es cuando no hay familia.
El Estado como garante es responsable por los bajos sueldos y la invisibilidad de aquellos que laboramos con compromiso con y por la infancia, lo que se traduce en la excesiva rotación y las remuneraciones mínimas de los profesionales que trabajan en infancia y juventud, cuestiones que juegan en contra de cualquier idea de prospectiva de cambio, especialización e innovación en el área. El centralismo y la nula inversión pública son otras particularidades que producen consecuencias nefastas en esta fase de la política. Instituciones pobres para pobres, una especie de voluntariado consciente, comprometido y bajo relación de subordinación y dependencia, pero demasiado precario. Cuando termina cada año y se viene una nueva licitación pública pareciese que los objetivos y enfoques se pierden en el bolsillo complejo de la economía neoliberal. Todo ese entusiasmo de “hacer las cosas bien y con una justa remuneración, identificándose con la causa de niños y niñas” se queda muy atrás, dando paso al objetivo básico y alimentario de “mantener el trabajo a toda costa”.
A modo de conclusión: las respuestas vienen de los propios afectados y de hacernos cargo como sociedad que la vida como derecho no sólo busca el piso básico de la existencia, que va más allá, en un buen vivir; una aspiración constante de mejorar los escenarios y de cuestionarnos cuando estas opciones no se dan en el tiempo. De gastar el erario público en lo que realmente nos sirve para hacer comunidad, ciudadanía o actoría. Es un llamado a dialogar con aquellas personas y sus prácticas que se mantienen y que son violentas, como el porcentaje de psiquiatras infantiles en el sector público y las inequidades en esa área, pero principalmente con los niños, que también son sensibles en la construcción de un mundo mejor. Mucho más que los adultos, que no alcanzamos a escuchar esos gritos silenciosos producto de la violencia y el abandono, grito silencioso que más de una vez pronunció Lissette.
(*) Docente DDHH y Minorías de la Escuela de Derecho de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Abogado en Niñez y Juventud.