
“Me parece injusto que haya padres que estén viendo la serie Adolescencia con sentimiento de culpa”
Las preguntas, llantos y recriminaciones de los padres del protagonista de Adolescencia han sido compartidos por millones de espectadores en todo el mundo. A semanas de su estreno la miniserie británica se ha convertido en un fenómeno global que ha obligado a pensar en los jóvenes que educamos o tenemos cerca. El drama, que narra en formato de thriller la historia de un menor de edad acusado de asesinar a una compañera de clases, abrió un debate sobre la masculinidad tóxica y la influencia de las redes sociales en la crianza de los jóvenes en un mundo post pandemia, donde muchas interacciones se desarrollan virtualmente y la posibilidad del acoso está a un mensaje directo o a un correo de distancia.
La profesora Maritza Urteaga Castro-Pozo, del Instituto Nacional de Antropología e Historia INAH México, ha desarrollado destacadas investigaciones en el campo de las juventudes en América Latina. En su visita más reciente a Chile, donde participó en una charla convocada por la carrera de Sociología de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, revisó algunas temáticas presentes en el thriller creado por Jack Thorne y Stephen Graham y llamó a reaccionar ante esas problemáticas de una manera constructiva y propositiva.
“La serie busca provocar polémica al enfocarse en la brecha generacional que abrió la revolución tecnológica y que cambió nuestras formas de trabajo, interacciones familiares y necesidades. En ella un chavo acusado de asesinato acude a las redes como muchos jóvenes, para navegar de manera silenciosa o activa. Es ese momento, cuando los jóvenes se meten al mundo virtual, el que los adultos no tenemos claro. No estamos detrás de eso, persiguiendo la privacidad de los hijos y tampoco podemos estarlo. La miniserie es un producto televisivo que llama la atención sobre los mundos de los jóvenes y cómo nosotros como adultos no accedemos a ellos porque estamos trabajando, buscando el dinero para pagar nuestra subsistencia y la de los nuestros hijos”, opinó.
Para la docente mexicana, “el asunto trasciende varios problemas que van más allá de la misoginia. Es cierto es que actualmente hay una violencia escolar que está siendo identificada, pero hay que recordar que de una u otra forma nosotros también sufrimos violencia escolar cuando fuimos jóvenes y aprendimos cómo salir adelante. Los grupos de pares, las culturas juveniles que se desarrollan dentro de las escuelas imponen cierta impronta dentro del establecimiento o en los barrios. Ahora a través de las nuevas herramientas tecnológicas esas actitudes se traspasan a la red y se devuelven hacia la sociedad”, destacó.
“En teoría la responsabilidad recae en los adultos, pero nadie se socializa exclusivamente con ellos. Además de los padres y maestros, como agentes de socialización, están los medios de comunicación, los chats, las interacciones virtuales y la influencia de los pares que a esa edad son vitales. Por eso me parece injusto que haya padres que estén viéndola con sentimiento de culpa. La sociedad ha cambiado profundamente, los efectos de la pandemia todavía se sienten y no propongo que volvamos a la década de 1950, donde las madres eran las cuidadoras que supuestamente vigilaban la conducta de sus hijos. Debemos buscar canales para que la comunicación fluya mejor entre todas las edades. Actualmente hay cinco o seis generaciones vivas y todo eso hace ruido en la mente de los chavos y me parece que debemos analizar eso con mayor seriedad” y no buscar chivos expiatorios como los padres, propuso.
Pánico moral
El desarrollo de la conferencia “Etnografía y trabajo de campo en el ecosistema musical digital” también permitió a la investigadora detallar el trabajo investigativo que realiza hace 15 años sobre la industria musical de la región. Ese estudio le ha permitido conocer de primera mano el trabajo de los distintos actores que participan en la creación, producción y distribución de música frente a la crisis de una industria hegemónica que en su momento representaban las discográficas.
A través de un trabajo en terreno que la ha llevado desde festivales a centros de músicos, pasando por los lugares de trabajo de productores, managers y bookers le ha otorgado una visión privilegiada del surgimiento y masificación de estilos como la música urbana, que ha sido vinculado al tráfico de drogas y la violencia. Reflexionando sobre el debate que se abrió en Chile por el fichaje del cantante mexicano Peso Pluma para la versión 2024 del Festival de Viña del Mar, la investigadora especializada en antropología de la juventud y producción cultural hizo hincapié en las razones que movilizan estas polémicas.
“La marginalidad siempre asusta a los sectores medios y de altos recursos en cualquier país. Por otra parte, cualquier expresión artística que implique deseo y que rompe ciertas normas, como es el caso del reggaetón, escandaliza a los sectores más conservadores. Lo cierto es que lo que exponen los jóvenes son sus aspiraciones materiales y su deseo de salir de las situaciones marginales en las que viven. Igual en los videos salen las chavas de plástico todas operadas, muestran mansiones, pero es una representación de lujo al que ellos acceden a partir de movilizar ante sus audiencias juveniles ciertos imaginarios aspiracionales. El pánico moral viene del terror de las clases más privilegiadas que sienten que están invadiendo su espacio de exclusividad”.
Respecto a la conexión que se ha intentado establecer entre la música urbana y la narcocultura, se refirió a la explotación de este debate como herramienta electoral. “Cuando hay votaciones eso supone la movilización de ideas para hacer campaña en contra de una opción, pero estos jóvenes no tienen nada de revolucionarios, lo que aspiran es a pasar a otra clase social a partir de su trabajo como artistas. Por otro lado la mayor parte de sus canciones no hablan de armas ni de matarse, sino básicamente de cuestiones amorosas, en la tradición de la música pop”.