Háblame de libertad

Háblame de libertad

(*) Por Álvaro Ramis

Columna publicada en El Mostrador

El mito neoliberal sostiene que todo individuo puede llegar a ser lo que se propone, porque basta con querer para poder y que el campo laboral está repleto de oportunidades. Ser un “triunfador” o un “perdedor” recaería en cada uno, sin importar cuales sean los orígenes sociales de cada cual. ¿Pero hay algo de verdad en todo eso?

Al inicio del último capítulo de la quinta temporada de la Casa de Papel, René y Tokio recorren en un tranvía las calles de Lisboa, donde están descansando luego de una serie de atracos a gasolineras. En ese momento René propone planificar una robo más ambicioso, para salir definitivamente de los “curros de mierda” a los que deben volver cada vez que a se les acaba el dinero de sus pequeños atracos. Se trata de terminar con la dependencia de los empleos precarios a los que la vida les ha condenado, a pesar del talento innato que saben que tienen. “Porque tú no quieres el dinero para comprar cosas. Lo quieres para ser libre. Y eso es muy caro”, dice René. “Eso es lo que quiero” le contesta Tokio. Porque la libertad tiene un precio muy alto. René muere en un asalto a un banco y Tokio entra en la condición de los que nada tienen que perder, porque ya lo perdieron todo. Esta escena, tal vez trivial, tiene un punto de respuesta al mito neoliberal del progreso individual. La libertad, para quienes no nacieron con ella, tiene un costo de entrada que no está escrito, pero que es infranqueable. Se pueden buscar atajos, como lo intentan René y Tokio, pero como sea, el precio se ha de pagar igual. Y sin reconocer esa barrera, todo el discurso de la “igualdad de oportunidades” en el mercado se cae como un castillo de naipes.

Con otras palabras y con datos esclarecedores, la sociología educativa ha llegado una y otra vez a conclusiones muy parecidas respecto del mito de la libertad, diseccionando los elementos coercitivos, de carácter social y cultural que determinan a la juventud de la clase popular. Basta retomar un texto clásico de Paul Willis, titulado “Aprendiendo a trabajar. Cómo los chicos de la clase obrera consiguen trabajos de clase obrera” para entender lo que pasa en la mente de René y Tokio cuando hablan de libertad. El estudio de Wallis buscó entender por qué los jóvenes de familias obreras tienden a abandonar la escuela cuando se les presenta la primera oportunidad de acceder a empleos poco cualificados. Para eso analiza la trayectoria de una cohorte de estudiantes de los dos últimos años de enseñanza media hasta sus primeros meses en el trabajo. Analiza sus motivaciones, recorridos y decisiones en la Inglaterra de 1977. El estudio desmonta con datos y fuentes directas el mito neoliberal de que cualquier persona puede alcanzar los sueños que se proponga si se esfuerza, independientemente de su origen social. La clase obrera consigue trabajos de clase obrera porque el sistema educativo perpetúa y profundiza las relaciones sociales ya existentes, como demuestra Wallis, porque está hecho y pensado para segregar.

El estudio de la Inglaterra de fines de los setenta no es nada comparado con la deriva que ha adquirido nuestro propio sistema educativo. La magnitud de la segregación escolar por razones socioeconómicas en Chile indica que nuestro país es uno de los más segregadores del mundo, con cifras muy alejadas de nuestro contexto más cercano. Ello es coherente con el nivel de desigualdad por renta que atraviesa a toda nuestra sociedad. La educación tiene un rol determinante en la equidad y cohesión social, si permite la convivencia de personas con diferentes trayectorias y contextos personales o sociales. Para eso es necesaria una escuela pública integradora, que articule el sistema educativo y sea el instrumento más útil para la igualdad y la cohesión social. Por el contrario, la segregación educativa no solo mantiene las desigualdades, las reproduce, legitima y potencia. Asume una distribución basada en la situación socioeconómica de las familias, el país de nacimiento, la pertenencia a un grupo étnico-cultural o su rendimiento académico previo. Esta es la base de todos los demás fenómenos de exclusión y desintegración social. Para desmontar este proceso sería necesaria una política educativa muy fuerte y activa que cambie los criterios de admisión, fomentando la educación pública e impidiendo la competencia entre centros escolares mediante la publicación de rankings o “semáforos” que sólo configuran sistemas educativos inequitativos.

Lamentablemente, en estos últimos cuatro años se ha dado impulso a todo lo contrario, tratando de desmontar los intentos de restringir el “mercado escolar” y políticas de selección del alumnado por nivel socioeconómico que se impulsaron entre 2014 y 2017. Se ha vuelto a instalar el mito de la libre elección por parte de (algunas) familias del establecimiento de su preferencia y se ha dado nuevos aires a la industria del ranking escolar basado en los resultados de pruebas estandarizadas, externos a las condiciones de entrada de las escuelas. La tendencia ha sido a concentrar en la educación municipal al alumnado con dificultades, ya que nunca el actual gobierno ha ocultado su apuesta por la educación privada, sin atender el deber de generar la integración social del alumnado.

La Convención Constitucional debe generar un nuevo pacto educativo, que obligue a escoger entre segregación o integración. Segregar es perpetuar el actual sistema social con todas sus desigualdades. Integrar es garantizar unas condiciones de entrada que puedan romper con la inequidad. Para eso es necesario quebrar el techo de cristal que produce la segregación escolar para la mayoría de la población socialmente postergada. Según la respuesta que dé la Convención será un fracaso o un acierto en términos de futuro. Y de ello depende la posibilidad de construir una sociedad que aspire a ser democrática.

(*) Rector Universidad Academia de Humanismo Cristiano