Han matado a palos
Por Ximena Valdés S.
En la ciudad que vivimos han matado a palos, patadas, piedras y cuchillazos a un joven por homosexual. La ciudad que habitamos está en el siglo XXI pero el hecho nos evoca la Edad Media: caballos, extremidades atadas de la víctima del castigo con el afán de que el acto punitivo cristalice en el destrozo del cuerpo.
La vida onírica junta en desorden escenas desparramadas en el tiempo, dispares. A la mañana queda un sentimiento de desazón, tal vez asombro, más bien perplejidad, una mueca de indignación pero más que nada corren las lágrimas por el rostro.
Nuestra sociedad es responsable de la creación de la categoría de los “anormales” y de la barbarie de estos días.
Y son los que mayor prestigio acaparan los más responsables de la confección minuciosa de la intolerancia, bordada a través de distintos episodios. Y en ese hilván, desde esos discursos públicos normalizadores, la miseria humana se despliega.
Como decía el dirigente del MOVILH, nos han tratado de “enfermos” y de “desviados”, a manera de no entrar en mayores adjetivaciones del discurso moral de los sostenedores de los así llamados “temas valóricos”, como si las libertades individuales formaran parte de los des-valores.
Cuán responsable –decía el dirigente del MOVILH- es la misma Iglesia católica de todo esto. Entonces, recordamos a los obispos y monseñores bajo sotana en sus prédicas moralizantes sobre cómo ha de casarse la gente, quiénes pueden llegar al matrimonio, que tienen que ser del mismo sexo, porqué esa santa institución no ha de disolverse jamás ni menos cobijar uniones pecaminosas; cuándo y quiénes pueden tener vida sexual y así en adelante acompañando todo este concierto de buenas normas para la sociedad con la defensa del que “está por nacer”, en estos mismos días.
Los parlantes de tal contribución a las definiciones de los que son normales y los que son anormales se hallan en la sociedad y sus miserias, pero sobre todo en sus instituciones: iglesias, miembros de senados y cámaras de legisladores, instituciones civiles que nos predican cómo debemos ser y lo que debemos hacer y no hacer, como si fuéramos todos nosotros menores de edad.
Ya no creemos en nada cuando las justicias tienen apellido. Valen para algunos y no para los otros. Los frailes manosean y violan a los niños y los mismos claustros religiosos los protegen de las cárceles para la gente común y corriente: todos los que no estamos bajo protección.
La agonía del joven, su muerte en la ciudad de Santiago, sin embargo no concitó el voyerismo cómplice, el triunfo del miedo ante una masa de siervos frente a la ejecución de la pena medioeval. Hay otra calle que no concuerda con la estigmatización de la homosexualidad.
El único gesto que amerita no perder las esperanzas es esa calle, la gente común y corriente del anonimato con sus velas y carteles desplegados frente a la Posta Central. Y por cierto, los que han luchado incansablemente por tener un lugar en este mundo.
*Docente Carrera de Geografía de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano y directora del Centro de Estudios para el Desarrollo de la Mujer, CEDEM.
Columna publicada en The Clinic. Ver aquí