Intolerante

Intolerante

Por Luis Eugenio Campos

Antropólogo. Dr. En Antropología
y docente de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

Columna publicada en El Desconcierto

En diciembre del año pasado y luego de la fiesta de navidad descubrí que soy intolerante a la lactosa. Me enteré después de los profundos dolores y malestares que me mantuvieron en vilo durante días y que terminaron conmigo frente a un médico que oscilaba entre pensar que había algo malo en mis maltratados órganos internos, o que sólo estaba frente a otro paciente que había abusado de la ingesta de alcohol y de grasas durante las fiestas de fin de año. Desconfiando siempre de los diagnósticos médicos me quedé mirándolo y le manifesté una preocupación que me venía acechando desde hace un tiempo atrás y que ante el malestar evidente que sentía surgía como una evidente posibilidad: ¿No seré intolerante a la lactosa? El doctor, de esos ya viejos y que han visto pasar a miles de pacientes, me miró por sobre sus anteojos y preguntó por aquello que durante años yo había olvidado:

–¿Por qué dice eso, algún antecedente en la familia?

En el año 2008, cuando mi hijo cumplía cuatro años y comenzaba su periplo por las instituciones educativas empezó a repetir, cada mañana, que no quería su leche. Durante meses y quizás años debió enfrentarse al hecho de que ese producto delicioso le causaba malestares que ni siquiera podía comunicar. Demás está decir que pasó un largo tiempo para que como padres transitáramos del niño mañoso a la necesidad de ver a un médico. A pesar de que en esos años el examen de intolerancia a la lactosa era un poco más complejo que ahora (hoy en día un simple examen de sangre), el resultado fue concluyente: no podía tomar ningún producto derivado de la leche, incluyendo todas aquellas delicias que mi hijo disfrutaba como el yogurt, el manjar, la leche con chocolate y el mismo queso.

De ahí en adelante fue caer en una especie de carrusel que concluyó, luego de sendas investigaciones por internet, frente a una doctora de la línea antroposófica que sin dudar un minuto nos dijo: Diego no debe tomar más leche y nada relacionado con los lácteos. Recuerdo a mi hijo, todavía muy pequeño, escuchando a la doctora como si lo estuvieran condenando por un delito que no había cometido y por el cual sería castigado por el resto de su vida. Ese día salimos de la consulta y en un local cercano inventamos con su madre una especie de ritual de despedida en el que mi hijo, con sus ojos llenos de lágrimas, disfrutó del que podría haber sido el último pie de limón de su vida.
Luego de eso comenzó el deambular para conseguir productos vegetales, hace diez años menos presentes en las estanterías de los supermercados, para después pasar a hacer leche de arroz (con la soyaquick o algo parecido), inventarle flanes de chocolate que no eran flanes (y que nunca le gustaron por lo demás) y prohibirle todo acceso a los lácteos, por lo menos mientras estuviera en nuestra presencia. Y si bien sus malestares estomacales fueron disminuyendo con el tiempo, la sensación de que le habíamos quitado la alegría de la vida seguía ahí presente.

Pero también estaba la preocupación por su salud y por cómo avanzar en una alimentación adecuada para alguien que está en pleno crecimiento y que necesitaba tanto el calcio como las vitaminas que ingería con la leche tradicional. Y así no tardamos en regresar donde otra doctora, ya no tan alternativa, la que fue tajante: mi hijo debía volver a la leche, aunque esta vez tenía que ser sin lactosa.

Para los que no conocen, lo de leche sin lactosa no es completamente verdadero. Lo que se hace es agregarle a la leche común la enzima que procesa la lactosa, llamada lactasa y de esa manera evitar las complicaciones de aquellos que no tenemos, en mayor o menor medida, dicha enzima, lo cual por lo demás, corresponde, aunque no lo crean, a más del ochenta por ciento de la población mundial. Hay que aclarar también que esa sofisticada operación en nada altera el sabor del producto y que en la actualidad existen, además de la leche, el mismo yogurt y hasta manjar sin lactosa. Así, luego de transitar un par de años por la senda de las leches vegetales, regresamos a los productos lácteos que tanto le gustaban y que con ese simple procedimiento ya no le causaban ningún malestar.

Volviendo al médico que me miraba con ojos de incredulidad, le contesté que mi hijo había sido diagnosticado varios años antes intolerante a la lactosa. Dos semanas después el resultado fue concluyente: yo era 100% intolerante. A partir de entonces comenzaron a aparecer como flashback varios incidentes que a lo largo de mi vida y de la de mi hijo habían indicado con claridad que la leche común no era lo nuestro.

En primer lugar, me di cuenta de que mi hijo durante años había manifestado su preferencia por un queso kosher que luego descubrimos que era sin lactosa. Y no es que no haya probado los otros. Siempre me acompañaba al supermercado y la pasada por el puesto de queso era parte de la rutina en donde probábamos varias alternativas antes de comprar. Es increíble la capacidad que tiene el cuerpo de darte señales, las que en ese entonces mi hijo aprendió a leer adecuadamente: el queso que más le gustaba era aquel que no le causaba ningún malestar. Así de simple.

Otro antecedente que apareció fue la eterna sonajera que acompañaba a mi estómago casi todos los días de mi vida y que se acentuaba cuando comía pizza por la noche o cuando pedía chupe de jaiba en Bahía Inglesa o me comía una rica empanada de queso en Huentelauquén. A las pocas horas el malestar se aparecía en mayor o menor medida y terminaba con unos reflujos que me despertaban en la mitad de la noche para dejarme tosiendo, durante varios minutos, hasta que conseguía volver a conciliar el sueño.

En ese tiempo recordé también que, años antes, cuando vivía en Brasil, había dejado de tomar leche y que los reclamos de mi estómago refunfuñante se habían acentuado cuando en mi afán por bajar de peso tuve que incorporar la leche como parte de la dieta que debía realizar, a la que se le sumaba el quesillo y otros productos que contribuían a que mi estómago se la pasara reclamando, ya no sólo de noche, sino también a lo largo del día. La opción de vida vegana que comenzó a ser aplicada en la familia o quizás el hecho de que por mucho tiempo estuve bebiendo de la leche sin lactosa de mi hijo, fueron preparando el camino para la crisis que viví el 25 de diciembre de 2022 y que concluyeron con la ya señalada visita al médico lo que ha sido el inicio de el mismo periplo que vivió mi hijo hace muchos años atrás y que me obliga a una vigilancia permanente de todo aquello que consumo, más allá de la posibilidad de tomar la bendita pastilla de la lactasa que por su alto precio hace imposible que sea una alternativa real a mi intolerancia.

¿Cómo han sido entonces estos meses en que he debido adecuar la vida a esta nueva condición que me acompañará hasta el fin de mis días?. Primero que nada, he ido perdiendo peso. Y no porque ya no me guste la comida, sino porque en la mayoría de los restaurantes los postres son, sin excepción, todos con leche. Y cuando voy a un cumpleaños la torta tiene crema o manjar y otra vez me quedo ahí mirando. Todo lo rico de la pastelería no lo puedo consumir. Y también pasa con muchos platos cuya base es la mantequilla o vienen rebosantes de crema y de queso. En esos casos la respuesta es disculpe, no tenemos nada, porque, además, no están dispuestos a modificar el menú y hasta cuando la gentileza me asegura que se puede sacar el queso o lo que sea, la lista de excepciones es tan grandes que siempre viene algo indebido en el plato. O me mandan algo vegano, como si fuera intolerante a las vacas y no a la leche de vaca.

Y lo peor de todo es sentirse raro y tener que dar explicaciones y hacer las preguntas y pedir permiso o excepciones y, nada que hacer, porque a pesar de todos los esfuerzos la vida culinaria se va poniendo cada vez más reducida y así también las ganas de comer fuera de casa, ya que empieza a aparecer la desconfianza de si la leche es efectivamente sin lactosa o si el plato tenía mantequilla y eso lo sabes cuando ya te empieza a doler la guata o tienes que ir al baño a cada rato o tu estómago otra vez no para de reclamar.

Para el recuerdo quedará la imagen de mi hijo escuchando a la doctora antroposófica y su carita de por qué me tiene que pasar a mí, o la conclusión tajante de mi médico cuando me decía que mejor me olvidara de la leche la cual no podría beber nunca más. Y ante esa condena, que esta vez afectaría a mi guata hasta el fin de mis días, mi pregunta fue clara y explícita: –está bien Doctor, no puedo tomar leche, pero ¿puedo seguir tomando vino, cerveza o whisky? Y recién ahí pude volver a sonreír.

Concluyo esta breve crónica desde Gluck, un restaurante vegano que acabo de encontrar en una calle de Oaxaca, en México, en el cual, una vez hechas las preguntas de rigor, me aseguraron que era el lugar que tanto estaba buscando. Crepes de avena con berries, jugo verde y un delicioso latte con leche de almendras. Y aunque me sigue encantando la carne, cada vez me siento más feliz con estos nuevos aliados que sin duda alguna me acompañarán en este rito que cada día asumo cuando voy a comer.