La Constitución de la codicia
(*) Por Álvaro Ramis
Columna publicada en Cooperativa
Los que tienen todo, quieren más. Este es el resumen de toda la propuesta constitucional que tendremos que votar el próximo domingo. Podrá parecer simplificador, pero la realidad es tan clara y cruel como suena. Estamos ante una Constitución que exime a las familias de mayores ingresos de pagar contribuciones. Eliminar del pago de este impuesto a la vivienda principal solamente beneficia a quienes más tienen, empobreciendo a la enorme mayoría de las municipalidades y destruyendo la escasa solidaridad territorial que existe en la actualidad. Por eso es una Constitución que impide la igualdad de oportunidades independientemente del lugar en el que se nazca.
No es fácil entender la lógica que alberga la avidez, y para eso es necesario meterse en la mente del codicioso. ¿Por qué gente que ya es muy rica quiere más y más? ¿Por qué desean seguir acumulando riqueza si ya tienen de sobra todo lo que necesitan para vivir bien y en abundancia?
Lo que caracteriza a la codicia es un interés propio ilimitado, un egoísmo que nunca se consigue satisfacer. Se dice que este vicio se parece a tomar agua salada, pues cuanto más se bebe más sed da. La etimología de la palabra codicia viene del latín cupiditia, y se refiere a un deseo voraz y vehemente de algunas cosas buenas. De allí su relación con Cupido, el dios griego del deseo amoroso, cuyas flechas despiertan el deseo del amante y la cupiditia el deseo de riquezas o de bienestar. Nada malo hay en desear amores, placeres o dinero. El problema es que lo debería ser suficiente nunca es bastante.
Aun así, la codicia concita argumentos a su favor. Hay toda una tradición de autores, desde Bernard Mandeville a los anarcocapitalistas de la actualidad, que sostiene que es necesaria. Los vicios privados del codicioso generan virtudes públicas, ya que opera como motor de crecimiento y desarrollo, pues impulsa la economía, motiva a las personas a crear nuevos productos y servicios, lo que a la larga genera más riqueza, empleo y bienestar. La codicia no tiene vergüenza alguna, porque ve su obra como algo bueno.
La trampa de este argumento es que los vicios particulares en realidad generan perjuicios públicos. La avidez lejos de aportar al crecimiento de la sociedad sólo contribuye a que una minoría cada vez más pequeña se apropie de las arcas fiscales, mientras recorta los presupuestos para servicios esenciales como la salud, educación o los servicios asistenciales de quienes dependen por ser desfavorecidos y vulnerables.
La codicia es la que ha impulsado las complejas tramas de los enriquecimientos ilegales que se tejen por medio de las nuevas manos invisibles de la especulación financiera, las industrias ilícitas, la corrupción entre particulares y en el Estado. Los vicios privados no generan beneficios públicos porque privatizan toda la riqueza compartida para rentabilizarla de modo particular.
Es falso que codiciar genere bienestar general. Porque el placer del codicioso está en tener lo que nadie tiene. Rousseau ya lo observó en su “Discurso sobre la desigualdad” hace más de dos siglos: “Se diría que los ricos y poderosos solo estiman las cosas de que disfrutan mientras los demás se vean privados de ellas y, sin cambiar su estatus, dejarían de ser felices si el pueblo dejara de ser miserable”.
Por eso existe la industria del lujo y la exclusividad, que funciona desde la irracionalidad económica de otorgar un sobreprecio demencial a algo que funcionalmente no es muy distinto a un producto equivalente, pero de acceso masivo. Si todos pudieran disfrutar de todos los bienes el codicioso ya estaría buscando un modo de diferenciarse y acceder a algo que nadie pueda tener.
Adam Smith, el primer gran teórico del capitalismo, ya se dio cuenta que esta es la mayor debilidad de este sistema. Por eso su primera obra se llamó “La teoría de los sentimientos morales”, y constituye un fundamento ético, filosófico y psicológico que permite entender todos sus trabajos posteriores, incluyendo “La riqueza de las naciones”. En esa teoría sitúa la compasión como virtud principal. Nos propone situarnos como hipotéticos “espectadores imparciales”, capaces de juzgar con neutralidad las desigualdades e injusticias a las que se enfrenta la sociedad, y desde ahí compadecernos de lo que vemos.
La Constitución de la codicia es obra de gente incapaz de compadecerse de los que tendrían que sufrir los costos de su obra. En el afán desmedido de maximizar sus ganancias han anulado su capacidad para percibir el riesgo que implica, para ellos mismos, ver insatisfechas las necesidades fundamentales de los demás.
(*) Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).