La Constitución de mis sueños

La Constitución de mis sueños

(*) Por Álvaro Ramis

Columna publicada en La Tercera

De pequeño era un coleccionista infatigable. Lo juntaba todo: estampillas, monedas, boletos de micro, piedritas, soldaditos de plomo. Pero con el tiempo, tuve que emprender grandes mudanzas de casa, de ciudad, de país y de continente, y me fui desprendiendo de todos esos afanes. Hoy ya no colecciono nada. Excepto una cosa: Constituciones. Reconozco que es un hobby bastante raro. Pero me gusta. Tengo unas veinte constituciones distintas, de diferentes países, algunas están vigentes y otras no.  Las tengo con empastes solemnes y lujosos y otras en versión minimalista y callejera, para llevarlas contigo. Las tengo muy grandes y gruesas y otras muy cortas y pequeñitas. Me gusta compararlas, verlas en distintos idiomas, pensar en los momentos en que nacieron y en las gentes que las crearon.

La más especial es un estudio de la Magna Charta inglesa, de 1215, que no es precisamente una Constitución como lo entendemos hoy día, pero creo que cabe en mi colección porque el texto jurídico más antiguo de Occidente es donde se reconocen los derechos políticos de la Sociedad Civil ante el poder del Estado. Esta versión incluye además la olvidada “Carta de los Bosques”, que se añadió a la Charta en 1217, y que garantizó una serie de derechos sociales, como el acceso a ciertos bienes comunes: agua, pesca, territorios, maderas, etc.

Un texto que me gusta mucho es la Leges Statutae Republicae Sancti Marini, la Constitución de la pequeña República de San Marino, vigente ininterrumpidamente desde el año 1600. Por supuesto tengo una copia de la Constitución de Estados Unidos, de 1787, de la Constitución francesa de 1958, y de la brasileña, promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente de 1988. La Constitución argentina la tengo en una versión “cunetera”, comprada a un vendedor ambulante en un barrio porteño, mientras que la de Colombia la tengo con un empaste más elegante, que me regaló un amigo de Barranquilla.

Me emociono cada vez que retomo la Constitución de la República Española de 1931, por la que tantos murieron luchando en los campos de Castilla, de Teruel o de Guadalajara, durante la Guerra Civil española. También me conmueven las constituciones “antifascistas” de Alemania e Italia, redactadas al finalizar la Segunda Guerra Mundial por gente sabia, honesta, generosa, que supo llegar a grandes acuerdos históricos, basados en el respeto a los derechos humanos, dentro de un Estado Social de derecho. Me asusta pensar que los intereses corporativos tratan cada día de limar su contenido social y democrático, y que lentamente se está tratando de estrangular su novedad emancipadora.

Me fascina la Constitución sudafricana de 1996, todo un símbolo de la lucha contra el Apartheid. Mi edición está en ocho idiomas: Inglés, Afrikáans, Pedi, Swazi, Tsonga, Tswana, Xhosa y Zulú. Y por supuesto tengo las famosas constituciones del “nuevo Constitucionalismo latinoamericano: la venezolana, la boliviana y la ecuatoriana, todas en versión de bolsillo. Allí me dejo deslumbrar especialmente por los derechos de la madre tierra, por las búsquedas de un Estado plurinacional, y de la voluntad de avanzar hacia la implementación de un cierto pluralismo jurídico, que rompa con la racionalidad fonológica de Occidente.

Este interés por las Constituciones de otros países no tiene nada de fetichista. Pero usando a Freud creo que refleja una serie de deseos reprimidos, y una cierta envidia incurable. Las miro, las toco y siento la ausencia de un texto parecido en nuestro país. Un texto que permita sentir orgullo por su contenido, por su origen, por su capacidad de convocar lealtades cívicas y ¿por qué no? generar también afectos ciudadanos.

Mi colección me obliga a pensar en la Constitución de mis sueños. Me imagino un texto que tenga un preámbulo tan hermoso como el ecuatoriano, que sea tan intercultural como la boliviana, tan sensible a los derechos humanos como la sudafricana, que reconozca tantos derechos sociales como la colombiana, y que garantice un equilibrio de poderes tan justo y preciso como el de Estados Unidos. Me imagino una Constitución que responda a los grandes procesos de nuestro tiempo: a los cambios tecnológicos, productivos, culturales y sobre todo a las nuevas conciencias que adquiere la sociedad: a la dignidad intrínseca de los animales y la naturaleza, a la necesidad de reconocimiento intercultural, y a la obligación de conjugar nuevas libertades con nuevas responsabilidades.

¿Cuál es la Constitución de tus sueños?, ¿cómo te la imaginas?, ¿gorda y de tapa dura o pequeñita en edición rústica?, ¿qué derechos garantiza?, ¿qué poderes instaura?, ¿qué principios la animan?, ¿cómo deberíamos redactarla?. No importa cuál sea tu respuesta. Lo importante es empezar esta discusión. Si nos lanzamos a conversar de ello seguramente vamos a encontrarnos el camino ¿te animas?

(*) Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano