Las exigencias de la democracia: Sin participación no hay Nueva Constitución
(*) Por Álvaro Ramis
Columna publicada en Le Monde Diplomatique
Parece absurdo, y una pérdida de tiempo. Pero lamentablemente es necesario insistir, una y otra vez, en que una Nueva Constitución sólo puede nacer desde la soberanía democrática del pueblo de Chile, mediante un órgano electo para ese fin. Olvidar este principio es caer en la banalidad y mortifica la grandeza del tema en cuestión. La democracia exige seriedad, como sabemos. Esto es válido y exigible a unos cuantos parlamentarios, y grupos como “Amarillos”, que parecen dispuestos a rebajar el nivel de la deliberación a una cuestión de intereses electorales inmediatos y temen volver a las urnas. Elevémonos, al menos por esta vez, por encima de tanta estratagema mediocre para tomar la verdadera senda de la democracia, que no teme aventurarse por caminos desconocidos, sin defensores ni custodios, a riesgo de obligamos a cambiar nuestras falsas seguridades y certezas por la esperanza nunca muerta de construir otros mundos, siempre posibles y deseables en donde vivir.
1. ¿Una democracia sin demos?
La pregunta que instaló plebiscito del 4 de septiembre radica en cómo proseguir con el inevitable camino hacia una Nueva Constitución. Parece una pregunta compleja, pero si se es fiel a lo que el pueblo ha expresado hasta ahora, algunas pistas ya están claras:
En primer lugar, el plebiscito del 2020 dejó patente el rechazo, por un 81% de los votos, a una Convención mixta, designada en parte por el Congreso. Existe un claro mandato: la Nueva Constitución debe surgir de un órgano participativo, un espacio constituyente que se valide mediante un método representativo que tenga legitimidad ciudadana y permita la expresión de la diversidad.
2. Definición de límites y “bordes”
En segundo lugar, los límites o “bordes” de la discusión ya están bastante definidos: por el borde derecho está la actual Constitución y por el borde izquierdo la propuesta plebiscitada en septiembre de 2022. Un proceso deliberativo ya cuenta con estos límites y todo el proceso de negociación necesariamente deberá buscar un punto de acuerdo entre estos criterios. De alguna manera, en términos de derechos fundamentales y contenido de fondo, todo ya está dicho y argumentado, lo que falta es decidir y concordar.
Para ello se deberá desdramatizar la discusión constitucional, de modo que la crítica a las ideas políticas diferentes no implique su descalificación. El principal deber político en este momento, inevitable en la búsqueda de la Nueva Constitución, consiste en resistir a la tendencia a confundir las propias convicciones ideológicas con una condición de superioridad moral e interpretar la discrepancia en términos de mala voluntad. Para no repetir la fallida experiencia anterior, un estándar democrático mínimo exige que los actores que busquen participar del nuevo proceso renuncien a toda pretensión de hegemonía ideológica, y al monopolio en la representación del pueblo, de la integridad ético-política, del sentido de la nación, del presente o de su futuro. Hoy por hoy nadie la ha dado a ningún grupo, partido o individuo el derecho de representar al pueblo o el sentido de la historia colectiva en que estamos transitando. La representatividad es siempre caleidoscópica, fugaz y complementaria. El nuevo órgano constitucional deberá ser humilde en sus formas, pero ambicioso en sus objetivos.
3. Más allá de la extorsión electoral.
¿Es posible pensar que los puntos discrepantes puedan ser definidos mediante una Consulta Nacional, que permita superar el dilema plebiscitario, que obliga a aprobar o rechazar en bloque cerrado, el texto que se nos plantea? De esa manera se podría responder a lo que Roberto Gargarella llama el problema de la “extorsión electoral”, en referencia a la complejidad que generan los plebiscitos binarios cuando se refieren a temas complejos[1]. Las opciones duales e instantáneas (“sí” o “no”; apruebo todo, rechazo todo) no contribuyen a responder a cuestiones vastas y de largo plazo.
El problema de fondo es dotar de legitimidad democrática a la Nueva Constitución. No se trata de evaluar al gobierno de turno o premiar o castigar a determinados partidos. Por eso cabe desarrollar ejercicios de mayor imaginación política. Se debería explorar, pese a su supuesta complejidad, la posibilidad de dirimir algunos conceptos fundamentales que están en disputa en el proceso de elección de los nuevos representantes al órgano constitucional. Y votar el texto de salida por capítulos o al menos en varios apartados que logren clarificar los que tienen mayoría y los que no.
4. El problema de la derecha radical.
Todo este debate topa con un actor que no parece dispuesto a participar de modo alguno en este proceso. ¿Derecha radical, extrema derecha, nacional-populistas, neofascistas? No es fácil definirlos, pero no por eso es falso afirmar que no poseen la menor disposición a participar del objetivo de lograr una Nueva Constitución de manera democrática.
Ante este dilema lo que cabe a los sectores democráticos es devolver, una y otra vez, la misma pregunta a la derecha radical: ¿pueden demostrar que son fiables, que pueden gobernar? Republicanos, PdG y otras expresiones de la ultraderecha posmoderna saben mostrarse desobedientes, conocen de guerrilla comunicativa y lucen en lo “políticamente incorrecto”. Pero a la hora de fraguar acuerdos de Estado, deslucen y se hace evidente que más rupturistas respecto al orden social, lo que buscan es negar derechos y libertades, pero sin cambiar el orden real de las cosas.
La derecha radical chilena, aunque no pretenda reinstaurar inmediatamente el pinochetismo, bebe ideológicamente de esa experiencia histórica y pugna por amalgamar la sociedad bajo esa forma. Por ello es imposible que adhiera a un pacto constitucional que exprese la soberanía popular, sin ataduras, donde se exprese la voluntad del pueblo legítimamente representado. Mientras más actores políticos se convenzan de este hecho, más rápido se podrá avanzar en la solución al dilema constitucional, sin aceptar el chantaje de un sector que nunca cederá un ápice ya que no le interesa otra cosa que mantener el statu quo aunque se reviente sobre sus cabezas.
5. ¿Identidad o clase?
Un último punto que ha causado un artificioso debate ha sido la acusación a que la Convención Constitucional no conectó con la sociedad debido a que se centró en las demandas de reconocimiento (identidad) y menos en las demandas materiales (redistribución)[2]. Según esta posición, la izquierda debería volver a conectar con sus graneros habituales de votos y disputárselos a una extrema derecha que, se quiera o no, forma parte ya del paisaje de nuestro tiempo. Y para eso debería abandonar demanda de reconocimiento de “las minorías”, los pueblos indígenas, diversidades, zonas con conflictos ambientales, etc.
En síntesis, desde esta crítica se tendría que aceptar que abogar por los derechos sociales se opondría a proponer una composición plural del Estado, defender los derechos sexuales y reproductivos, ampliar las formas históricas de la libertad individual en todos los planos de la convivencialidad, y no sólo en el plano económico. Pero como decía Pedro Lemebel: “Para hablar de minorías hay que entender que no se refiere a una suma matemática, sino a un asunto con el poder. Así, las mujeres, los homosexuales, las lesbianas, los jóvenes, los viejos o los pueblos originarios son minorías. Aunque sean una multitud frente a un solo hombre armado”[3].
Oponer identidad y clase parece una estrategia de la derecha para concordar con la izquierda una tibia apertura a los derechos sociales, en tanto subsidios universalizables en la medida del presupuesto público disponible. Pero al precio de no cuestionar las relaciones de poder que fungen en el fondo mismo de la trama política de la sociedad.
[1] Gargarella, R. “El plebiscito de salida como error constituyente”.
[2] Svensson, M. “Cómo la política identitaria corrompió el proceso constituyente”.
[3] Lemebel, P. “Los varios rostros de Lemebel”.
(*) Rector UAHC.