Las sábanas blancas
Por José Bengoa*
Siempre escuchamos historias de tragedias. Escribo por desesperación; la televisión muestra las llamas que alcanzan alturas de más de 12 metros; y es la segunda noche. Se está quemando nuevamente todo el Cerro Ramaditas. Ahí al lado vivía Lucho Guastavino. No sé si aún vive y se está quemando. Una tarde de hace muchísimos años nos agarramos en una discusión muy fuerte con unos estudiantes de arquitectura, y sus profesores, entre ellos Godofredo Iommi, que miraban, mirábamos, desde la subida de Las Zorras cómo se movían las sábanas blancas en el mismo borde del cerro que hoy se está quemando sin misericordia. El viento de Valparaíso, Ciudad del Viento, escribió creo Salvador Reyes, en una novela. Las mujeres tendían las sábanas los días en que soplaba el viento sur, el surazo, el cielo azul, limpio, frío, y en un dos por tres ese viento secaba las sábanas. Parecía que danzaban dijeron embelesados, los poetas. Pero no se daban cuenta que las mujeres lavaban las sábanas de todo Valparaíso y Viña del Mar; se les reventaban las manos de sabañones; bajaban esas eternas escaleras cargadas de ropa ajena. Las veíamos de lejos prender el fuego, poner enormes tarros con un palo cruzado y agarrado de dos clavos y blanquear las sábanas con jabón gringo. Eran dos miradas de un mismo paisaje, la romántica y estética y la social, la enojada; no podía en esos años juveniles mirar siquiera “el baile de las sábanas blancas”. Ramaditas se está quemando, ¡Dios mío!.
“Un día nací allí sencillamente”, cantó el Gitano. En El Almendral. En la maternidad del Hospital Enrique Deformes. Mis padres vivían en los altos de la Casa Michaely, en la Avenida Argentina. Desde ahí se ven hoy las llamas de Ramaditas. “Porque no nací pobre y siempre tuve miedo a la pobreza…”. Desde chico escuché historias de tragedias. Mi abuela había vivido el terremoto de 1906. Se le había caído la casa al “nono”, en la calle Chiloé con Avenida Francia, y se había perdido todo. Esas noches dormían en la Iglesia de los Padres Franceses; eran miles de personas. Ahora le llaman “albergues”. En esa misma iglesia se casó mi madre. Las fotos la muestran con una enorme sonrisa, delgadísima, saliendo de la iglesia. La iglesia se hundió casi un metro, por eso ahora tiene varias gradas para “subir” a la calle.
El 53 era niño, pero me recuerdo muy bien de la mano de mi abuelo, en un balcón en calle Condell viendo pasar a las cureñas que llevaban a los bomberos muertos el primero de enero. Fueron como cincuenta muertos, no sé, me recuerdo, y muchos otros que estaban allí en la enorme explosión de las bodegas del Puerto. Las cureñas eran una suerte de soporte de los cañones antiguos, el armazón en que se tiraba a los cañones, tiradas algunas por caballos y otras arrastradas por los mismos bomberos. Las marchas fúnebres se mezclaban con los llantos de miles de personas. La explosión había sido tan grande que a Baldomero García, amigo de mi abuelo supongo, la fuerza lo había lanzado de tal suerte que cayó y se agarró arriba de una de las palmeras de la Avenida Brasil. Se quedó allí como una cigüena, ya que era muy flaco y muy alto, hasta que amaneció. No por casualidad me digo en este día terrible de llamaradas que allí nació el Cuerpo de Bomberos. Cada Compañía con su casco, cada una con su origen: los franceses de cascos plateados, la española, a la que pertenecía mi padre, era de casaca roja, otras azules, ya no me acuerdo. Eran la expresión de las colonias, de los extranjeros que fueron llegando a la Perla del Pacífico, cuando era perla.
Valparaíso es una tragedia. Quizá allí está su explicación, su atractivo, la nostalgia que provoca. Y por eso mismo que muchos se van de ese espacio trágico, lleno de historias interminables. Se dice que no hay agua para los bomberos. Nunca la ha habido. “Los grifos están sin agua”, lo vengo escuchando desde que tuve alguna idea de lo que eran los sonidos que emitían mis parientes a mi alrededor. Que no hay planificación urbana dice otro en la tele. Por suerte me digo, ya que la vez que la ha habido ha sido un negociado y ahí están esos enormes edificios que le tapan la vista a todo el mundo y que no tuvieron siquiera permiso. Fue y es el sueño de hacer de Valparaíso un mall. Mejor que no planifiquen. Capaz que cambien otro hospital, como lo hicieron por el Enrique Desformes, por un edificio más horrible aún que el Congreso Nacional. Porque el Estado nunca o casi nunca ha subido a los cerros; por eso que surge de inmediato la auto ayuda, las organizaciones barriales. De Valparaíso surgió la idea de Juntas de Vecinos por si alguien no lo recuerda. Recorrimos con Juan Micellis, cerro por cerro delimitando las Unidades Vecinales. Ya hace años de eso. En cada cerro había organización. Y muchas. Delimitábamos con ellos las fronteras. El cerro Mariposa, decían, termina en la cumbre, no, decía otro, en la quebrada y así se fue delineando un paisaje. Antes que hubiese ley ya existían en los cerros las Juntas de Vecinos. Las mutuales tienen hasta hoy un programa de radio los domingos en la mañana. En el cementerio están enterrados mutualistas, sindicalistas, miembros de todas las asociaciones. No hay en ninguna parte más organización autónoma que en los cerros. En la población Gutenberg de los imprenteros, cada calle lleva el nombre de un mártir de Chicago. Allí entre los cerros, en los viejos almacenes del plan, se mantiene vivo el mutualismo, el anarquismo heroico de las viejas clases obreras, la autogestión. Es lo que está detrás de esas sábanas blancas volando en el viento.
Neruda cuenta en el “Canto General” que se escondió en uno de esos cerros, y que los jóvenes de la casa iban todos los días a engancharse, para irse de allí: las casas miran al infinito y llaman a viajar. De ahí, de esos cerros han salido miles de miles de pateperros. Y así fue y así ha sido su historia y así sigue siendo. Los más ricos se fueron a Viña del Mar, se quedaron unos viejitos en el Cerro Alegre y llegaron los de Santiago, y los sacaron. Los días de semana el cerro está vacío. No bajan al plan nunca. Viven en una postal. Los no tan ricos que han podido, se van a Quilpué y Villa Alemana; no se ve el mar, pero es más tranquilo, dicen. La Católica de Valparaíso se fue al Coraceros de Viña del Mar, la Santa María a Santiago, Hucke a no sé dónde, los desprestigiados tabacos se hicieron humo y solamente una fábrica de café exhala un vapor oloroso cuando tuestan el grano una vez a la semana, y todo el puerto se llena de aromas caribeños que impulsan más y más a soñar y viajar.
Hay que hacer algo por Valparaíso dicen los que no son de allí; hay que planificar, agregan. Hay que hacer catastros. Los de los cerros ya reconstruyen. A su pinta, a la pinta del Puerto. Pongan agua en los cerros, eso sí. Llévense los bosques de eucaliptus lejos, eso sí. Que se transforme en la capital universitaria de Chile, capital de la cultura, eso quizá. Que ayuden pero no los jodan demasiado. Porque a veces ocurre así. A veces hay que dejar que la gente, los que viven en los cerros, se organicen, hagan sus cosas a su manera, que la ayuda no los abrume, que quienes ven solamente sábanas blancas danzando en el viento sur, no se apropien de todo. Porque finalmente la gracia es tu desgracia, Valparaíso.
*Rector Universidad Academia de Humanismo Cristiano
Artículo publicado el pasado 8 de mayo en el semanario The Clinic. Ver aquí