Notas en tiempo real sobre un estallido social
(*) Por Raúl González Meyer
Estallido social… Estallido social vistió el habla de estos días. Significado, por un lado, de momento, expresión violenta y acotada; de otro, punta del iceberg de algo incubado en el tiempo más largo. “La implosión”, aprehende esa doble condición: se guarda, se guarda…pero de pronto la ira aparece y desborda. Varios dicen …”se veía venir..”. De ahí se descubre lo encubierto en las alturas de la sociedad: el malestar
El estallido es así. Por un lado, momento catalizador, que saca a la escena pública, algo que estaba en los subterráneos del mundo de la vida, que expresa algo que estaban en el aire, en los cuerpos, en las subjetividades. Por otro, vértigo dinamitante que empuja nuevos impulsos y acontecimientos, hace nacer impulsos: “se sabe cuándo comienza pero no cuándo ni cómo termina”. En todo ello operan los contagios, los que vienen desde lejos (movilización ecuatoriana), y los que se transmiten en el proceso, en las calles, en el transporte, en las vecindades.
En las calles confluyeron muchos. No solo jóvenes secundarios, aunque estos hayan abierto un dique; mundo popular adulto y clase media necesitada (como dicen las autoridades). También los cansados de ver envuelta la sociedad en el mercado y en segregaciones sociales o no atraídos por entrar a ella. Personas y agregados con rabia por sentir que se vive un país con injusticia donde su vida real no calza con la imagen complaciente de las elites y de su indolencia práctica y programática frente a los problemas sociales. Siempre enfrentados, estos, con minucias y recursos marginales, pero propagandeados como un gran esfuerzo.
Aun muchos de los que finalmente también se sintieron amenazados con saqueos en sus territorios, en comunas populares, siempre afirmaron espontáneamente que se sentían representados por la protesta social y que su resguardo de los territorios eran la prolongación de su propia adhesión al sentido de la protesta.
Hacia una economía “humana”
Este estallido revela y dibuja con mayor precisión la dimensión socio-económica de las injusticias, de las necesidades y deseos contenidos; sobre todo, de las situaciones relativas asimétricas. Eso, en un sistema que ha buscado en el consumo, su vía esencial de integración y legitimidad.
Recordemos el pasado reciente: en Chile, diversos grupos, en medida principalmente por sus propias organizaciones y luchas, han ganado reconocimiento, como indígenas, mujeres, ambientalistas, transgéneros; lo que podemos agrupar como un camino de democratización cultural y, en parte, política. Al contrario, en la dimensión socio-económica, la situación (“el modelo”) ha sido rígida y resistente frente a demandas sociales y frente al chantaje empresarial de “huelga de inversiones” cuando el sistema no es “amigable”.
La presión social acumulada, balbuceada en las calles, busca dotar a la economía de una concepción moral que pone a las personas, a todas, y no a las ganancias y la competencia, como referencia central; que quiere erradicar el trabajo duro, largo, con salarios bajos y pensiones miserables. Ello, se reproduce luego de 40 años de crecimiento económico del país. Así, el tipo de economía (“el modelo”) ha consolidado una representación como el campo del abuso, la desigualdad y del poder de cuello y corbata.
La implosión iracunda busca develar la brecha entre la realidad propia con “el país” y con “la trampa (deformación) de los ingresos medios”, que nos pondría en los albores del desarrollo. Reacciona a una vida dura que agrede y diluye lazos sociales y comunidad, expuestos a una mercantilización de la vida y a la inseguridad de una “seguridad por cuenta propia”.
Los delgados aspiradores de la política y la política.
Pero si la rebeldía socio-económica toma la forma de estallido es –al menos en buena parte- por la crisis de representación en la democracia “representativa” (vale la redundancia); es decir, la crisis en su corazón. Luego de su valorización a partir de las crisis de las dictaduras militares latinoamericanas hace unas décadas, no ha hecho más que desvalorizarse y sus instituciones terminaron ser extendidamente vistas como parte de “los de arriba”. Crecientemente se ha desvalorizado votar y elegir a unos u otros; especialmente los jóvenes (pero no solo ellos) renunciaron a una parte de la ciudadanía pues sintieron que la política “oficial” prescindía de ellos; que no se ofrecía como canal o aliada para expresar descontentos, demandas o participación sustantiva.
A ello se agrega, convertida en ideología, la colonización de la política por la tecnocracia construida desde el poder y su natural desconfianza de los ciudadanos y lo popular. Así, para muchos se vació la retórica de una “nueva forma de gobernar” que nace de tanto en tanto y acompaña los eslóganes presidenciales. En ese contexto la impulsividad por marcar la realidad y los intereses propios y hacerse visible en la polis, solo encuentra la calle y, a veces, la marca del destruir.
¿Precio de los pasajes…?. 30 pesos: 30 años
En lo inmediato, aquel efecto catalizador y dinamitante del estallido, estuvo animado por el alza de 30 pesos del metro, lo que podría hacer parecer desproporcionado causa con efecto. Pero cuando hay ambiente latente, las cosas pueden venir de muchos lados. No hay leyes en ello. Así el grito “evadir, no pagar” en las estaciones de metro, fue escuchado con simpatía y comprensión, aun por los que al mismo tiempo compraban o usaban sus tickets. Pero, podemos agregar, la historia nos recuerda que no es primera vez que alzamientos socio-populares vienen del alza del pasaje.
El costo del transporte es sensible en los presupuestos populares. Lo podemos constatar en las mañanas y tardes de las estaciones de metro, cuando la gente espera que se pase del horario punta al horario valle. Estudios aparecidos hace un tiempo muestran que en Chile, el costo de realizar 50 viajes mensuales en hora punta, en Metro, equivale al 13,78% de un sueldo mínimo, mientras en Buenos Aires es 5,71%, en Lima 8,18%, en Ciudad de México 7,97%, y en Medellín, otro de los más caros, equivalente el 12,64% de un sueldo mínimo en ese país. Aquel estudio mostraba además que de alrededor de 240 días del año (sin considerar fines de semanas y feriados), 15 días enteros los pasábamos en un metro.
Ese contexto no fue considerado central cuando, el gobierno y la tecnocracia (que seguramente nunca ha estado en una hora punta en el metro…ni sus hijos ni parientes) disminuyeron el subsidio al metro y consideraron que había que generar excedentes para las nuevas inversiones.
Destrucción, robo y límites.
¿Cómo situar el lugar de los actos de destrucción de equipamientos e infraestructuras y de entrada a supermercados y el desvalije de sus productos?
Como en otros países, y anteriormente en el propio Chile, han estado presente dichos actos. Antes de calificar moral y políticamente esos actos hay que recordar lo que bastantes analistas de la juventud han hecho ver (y que bien cantaron los prisioneros en sus canciones de los años 80 aunque en un contexto diferente y más precario). Está presente allí una manera de hacerse notar, de dejar huella, de dejar una cicatriz, de hacer daño. Ello, como expresión de mostrar ira y poder. También, de la distancia con la propiedad, pues no se trata de una propiedad común, sino privada y “de otros”, aun cuando formalmente se la diga pública y para muchos, sí lo sea.
A partir de allí y frente a ello, no surgen deberes morales de cuidado ni de respetar los productos en espacios de comercialización (supermercados) pues ellos están más cerca de los que ganan siempre. Se les roba a quienes no parecen dignos de ser respetados. La destrucción y el robo se legitiman, en grupos extendidos, como actos legítimos y, en la medida que se desencadenan, producen el contagio de que algo inmediato se puede ganar en medio del estallido. Se acompaña la protesta en sentido utilitario y del más corto plazo que puede permitir algo inmediato, pues nada se espera de un movimiento de onda más larga.
Su impacto en el hecho social general, es que añaden puntos a la sensación de incerteza y de grietas sociales profundas, de sociedad sin límites. A la vez, ayudan a desplazar la lectura del conflicto al eje orden/violencia; racionalidad/irracionalidad; así leídas desde los poderes.
A la vez, por ello mismo, generan fracturas en la manifestación social, con aquellas personas que protestan y perciben que la disputa por un orden social más justo, que encarnan en sus conductas, puede ser tempranamente encerrado y cubierto por la búsqueda de la tranquilidad y el orden, nutrida desde la creación (con estrategia) y el predominio, de un miedo social, a la propia sociedad, que reclame policías y militares.
¿cómo, quién y hacia donde se procesa esto?.
A nadie escapa el enorme vacío de poder político para procesar este conflicto. La militarización oficial se inclina a la clausura de lo político. Desde el poder gubernamental actual no hay equipamiento ideológico, posicional, para avanzar hacia un “nuevo contrato social” que asuma en profundidad lo que hasta ese mismo poder dice reconocer con la manifestaciones (¿sera así?) y enuncia como no haber visto o detectado en su real magnitud el malestar y las necesidades insatisfechas.
Por ahora, busca comprimir el conflicto reduciéndolo a una disputa entre las fuerzas del orden y los vándalos y a las tareas de la normalización y la reconstrucción; a la lucha entre la civilización y la barbarie a través del estado de emergencia y el toque de queda.
Pero, ¿dónde entra en eso el procesamiento del malestar y la demanda social develada desde el corazón de la sociedad?. ¿En esperar que los oídos más sensibles y la actitud más humilde declarada por el presidente de la república agregue algo a los 30 pesos menos del pasaje? Eso, ¿luego de ganada la guerra que definió?
En momentos en que se reclama una economía más humana, es necesaria una combinación de reconocimiento de la fuerza social, de liderazgos morales institucionales y personales hoy inexistentes, y considerar caminos alternativos frente a problemas que han mostrado su reproducción secular y solo se discuten dentro de márgenes ridículos.
Los grupos más jóvenes han mostrado que han roto al menos parte de las barreras del miedo con relación a a las generaciones que vivieron la represión de la dictadura y cuya brutalidad era más impune. A pesar del estado de excepción y el toque de queda, de los militares en la calle, la situación de manifestaciones no se ha detenido. El estado de protesta se mantiene. La sola presencia militar no provocó la parálisis esperada. No logró desplazar todo hacia el eje orden/autoridad (con auxilio militar) versus vándalos/saqueos; desplazamiento que buscó encubrir o aminorar lo que se reconocía como el fondo social de todo esto.
Pero, desde lo que emergió no se constituye (aun, al menos) una suficiente fuerza para establecer un escenario de equivalencia entre actores que sea desde donde se construya algo transformador, un nuevo pacto social, que necesita no solo nuevos horizontes y metas, sino también caminos y trayectos al servicio de lo cual se pongan inteligencias técnicas y procedimientos.
En que las marchas, caceroleos, gritos, letreros, demandas, encuentren anchos cursos de expiración y reemplacen los delgados tubos con que el sistema socio político actual (no) puede procesar esta vasta humareda social. Eso significa, también, que la gente desarrolle “habitus de poder” y no solo de protesta; que muchos jóvenes no solo se representen como “anti-poder”, sino también de actores de construcción de otras formas de poder y democracia
Este estallido ha generado las posibilidades de una “corrida de cerco”, de unos nuevos márgenes de lo posible, en y para el país; que desborde las discusiones, muchas veces cosméticas, en las cúspides del sistema, que en nombre de lo técnicamente responsable condena todo a populismo y hace invisible lo importante.
Que se haga en serio la revisión sobre en qué se gasta el excedente económico de la sociedad. El académico J. Ruiz Tagle calculaba en estos días que la suma de algunos de los dineros “por evasiones y elusiones de impuesto, fraudes al fisco y colusiones y otras fuentes de desigualdad” que favorecen al mundo empresarial, llegaba a la cifra de casi $ 5000 millones. (diario digital El Desconcierto). Eso, señala, el académico, equivale, entre otros ejemplos, a más de 33 millones de pensiones básicas solidarias de un mes, o a 127 mil viviendas sociales o a 366 colegios municipales o a 28 hospitales.
Una representación social, que es a la vez política, y ese fondo moral creíble son la base de un gran paso que reclama enfrentar la brecha social que ha descubierto “el estallido”.
Ello es un gran paso que no es fácil. Pero uno muy pequeño, será al vacío.
(*) Director del Instituto de Humanidades, Dr. en Ciencias Sociales, Núcleo de Investigación y Docencia en Ambiente y Sociedad UAHC