Para entender el Artículo 1: las bases de la Constitución de 1980

Para entender el Artículo 1: las bases de la Constitución de 1980

Por Álvaro Ramis, rector UAHC (publicado en Le Monde Diplomatique dic. 2020)

 

Abierto el Proceso Constituyente con el amplio triunfo del Apruebo, cabe abocarse a perfilar las bases institucionales que cualquier Constitución democrática debería asumir como criterios fundantes. Como dice Antonio Machado, “ni el pasado ha muerto, ni está el mañana -ni el ayer- escrito”. Este es un tiempo de posibilidades, pero también de límites que advertir y contemplar. Para tener muy claro lo que hay que transformar, vale la pena revisar el artículo 1 de la actual Constitución que, a modo de preámbulo, señala los criterios fundamentales que inspiran el actual régimen institucional. Es un texto muy breve, pero condensa todo el programa político que los redactores desearon implementar, por lo que constituye el fundamento de la institucionalidad. El texto parte con una afirmación incuestionable: “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Sin embargo, esa no fue la redacción original, ya que hasta 1999 lo que se señalaba era: “los hombres nacen libres e iguales…”. Esta reforma fue impulsada por el movimiento feminista, y devela el carácter de la redacción original y el conjunto de esfuerzos que la ciudadanía ha tenido que impulsar para revertir su contenido, durante décadas.

Obviamente, la igual-libertad es el fundamento de cualquier Estado liberal doctrinario, y no podría fundarse una República si no reconociera ese principio. Pero es un producto de una herencia jacobina, y refleja la voz democrático-plebeya que logró derribar la sociedad señorial del Antiguo Régimen. Es el Himno a la Alegría de Schiller, convertido en canto revolucionario con la música de Beethoven. Es un ideal cosmopolita, ya que no distingue ni raza, ni nacionalidad, ni otra condición. Es la proclamación de la plena emancipación del género humano. Por esto, para la Comisión Ortuzar esta primera afirmación es en realidad el problema a resolver.

Según lo que reflejan las actas, varios miembros de esta comisión redactora añoraban la sociedad estamental, pre-republicana y si pudieran hubieran vuelto al voto censitario y seguramente hubieran restablecido el inquilinaje por nacimiento. El problema es que eliminar el principio de igualdad y libertad supondría renegar del principio que también permite la dinámica contractual que funda toda la sociedad actual. Sin ese reconocimiento es imposible sostener la fictio iuris que permite a los desposeídos traficar jurídicamente como, personas libres, con su fuerza de trabajo. Las relaciones salariales se basan en eso. Les cabía construir un programa institucional que, afirmando formalmente la igualdad y libertad de todas las personas, en la práctica instaurara la desigualdad como norma. Es la idea es plasmar una «oligarquía isonómica» donde unas clases bajas “no enteramente privadas de la libertad y la igualdad «civil» –y por lo mismo, no esclavizadas–, sean despojadas de la libertad y la igualdad «políticas». O lo que es lo mismo, es la idea de una libertad no democrática, o aun antidemocrática, que pretende la exclusión «política» y la subordinación «civil» de quienes viven por sus manos”[1]. De esa forma se reconoce el principio abstracto de la persona, en igualdad en cuanto a su capacidad jurídica; pero para después permitir, por la puerta trasera de la excepción, el regreso de la desigualdad. Veamos cuáles son esas excepciones:

  1. La familia patriarcal, propiedad sagrada

El primer dispositivo que el art. 1 instala para desmontar la igual-libertad es el señalamiento de la familia como “núcleo fundamental de la sociedad”. Se está pensando en la definición de familia de Andrés Bello y que se plasmó en el Código Civil de 1855. De esa forma se asimila “familia” al núcleo humano fundado en el matrimonio civil. Como señala Domènech “«la familia era la célula de base de la sociedad del Antiguo Régimen». Y «familia» –del latín famuli: esclavos, siervos– seguía denotando, como en la Edad Media, no sólo el núcleo restringido de parentesco, sino el amplio, y aun amplísimo, conjunto de individuos que, para vivir, dependían de un señor, entendido como Pater Familias.” [2]. De acuerdo esto la familia es una propiedad a “proteger” en tanto esfera de dominio privado y privativo del Pater Familias, dueño de un patrimonio, humano y pecuniario, en tanto “jefe del hogar”. Sin embargo, sabemos que la sociedad actual la construyen relaciones familiares muy diversas, que no caben en los parámetros sociales de 1855. Sólo una mirada somera al entorno nos muestra familias monoparentales, lesbo u homoparentales, familias de acogida, y familias de hecho, sin vínculo jurídico que las reconozca. Todas estas realidades familiares no constituyen el “núcleo fundamental de la sociedad”, y sus derechos carecen de protección Constitucional.

  1. El principio de subsidiaridad sin solidaridad

El art. 1 señala: “El Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”. En esta formulación se advierte el enunciado del principio de subsidiariedad, que permitirá su interpretación sui generis como principio de privatización y de restricción de la acción del Estado en la esfera económica. Más allá de la perversión conceptual de este artilugio constitucional, el efecto creado es claro: en todas las encuestas aparece claramente que la principal aspiración de la ciudadanía es que sus derechos declarados sean derechos garantizados. En otras palabras, que el Estado garantice los recursos presupuestarios necesarios y las instituciones adecuadas para alcanzar sus condiciones básicas de dignidad y desarrollo humano. Ello presupone una estrategia de desarrollo que genere trabajo digno y estable, a una educación de calidad, acceso a la salud, vivienda digna y accesible, un verdadero sistema de previsión social, etc. Este objetivo es el que justifica restablecer la participación pública en la organización del proceso productivo y en la distribución de sus beneficios. El rol de Estado en la esfera productiva, aunque deba sea excepcional y adecuadamente fundamentada, tiene que abarcar el control efectivo de los principales recursos naturales del país.

  1. La trampa del falso Bien Común

En estas décadas la Constitución ha mandatado al Estado, en su artículo 1, “la promoción del bien común”. Sin embargo, el resultado ha sido totalmente el inverso: la primacía de los intereses de 3 comunas por sobre las necesidades de las 343 comunas restantes ¿cómo fue posible? La primacía de un falso interés general asimiló el “bien común” al interés de las élites dominantes. La Constitución generó una forma de entender cada demanda social como un reclamo particular, atentatorio al interés general del Estado, y por lo tanto produjo formas de exclusión antidemocráticas deliberadamente consolidadas. Esta es una de las principales patologías políticas del neoliberalismo. De la misma forma las grandes empresas y grupos económicos siempre han tenido prioridad cuando se han visto afectadas sus ganancias y la continuidad de sus negocios. En ese caso, la idea de “bien común” se ha interpretado para instalar al Estado como apoyo de última instancia y soporte fundamental para mantener sus posiciones, aún a costa de postergar la garantía de derechos de las trabajadoras y trabajadores, o de las empresas de menor tamaño, entendidas como intereses particulares y subalternos.

La idea abstracta del “interés general” o del “bien común” sólo se puede validar a la luz del imperativo de la dignidad, que asume que ninguna persona es un medio, sino siempre es un fin. La tiranía de los promedios o la racionalidad costo-beneficio no pueden encontrar justificación desde este principio. En reacción la nueva Constitución debe establecer el deber del Estado de garantizar, en todo momento, la dignidad y el desarrollo humano. De esta forma la búsqueda del interés general del país no se pueda hacer a costa de generar “zonas de sacrificio” de carácter territorial, cultural, económico, étnico, regional, o basadas en el sexo o la orientación de género. Y es necesario establecer dispositivos institucionales para que el “Bien Común” no se equipare al bienestar de San Carlos de Apoquindo o de La Dehesa. Al contrario, incluso los intereses de una mayoría demográfica pueden ser sacrificados, pero sólo en tanto se beneficien las necesidades de minorías históricamente postergadas en razón del dominio de esas mayorías. Se pueden por lo tanto fundamentar las medidas de acción afirmativa, para pueblos indígenas, regiones extremas, minorías sexuales, personas en condición de discapacidad, etc. A la vez este criterio permite estimular y dar ventajas a los sectores de la PYME, especialmente si adscriben a procesos de Tipo B, que contribuyan al mejoramiento de las condiciones ambientales y sociales de su entorno. Y puede servir para sancionar o postergar a las empresas que no inviertan en innovación técnica y productiva, como parte de un programa que busque el desarrollo científico y tecnológico del país.

  1. El resguardo de la seguridad nacional

El art. 1 señala el deber del Estado de resguardar la Seguridad Nacional. Dicho eso en 1980 se debe interpretar bajo las nociones propias de la “doctrina de la seguridad Nacional”, que delimita amenazas y enemigos externos e internos a los cuales abordar mediante formas de exclusión jurídica y ataque militar. De esa manera se faculta a las fuerzas armadas para asumir el orden interno, bajo el pretexto de combatir ideologías, organizaciones o movimientos que alteren la seguridad del Estado. Una nueva Constitución debe rechazar esta doctrina y asumir La idea de Seguridad Global se arraiga en el informe Our Global Neighborhood (1995), de la Comisión de Gestión de los Asuntos Públicos Mundiales de la Secretaría General de la ONU. Este concepto no se centra en la seguridad de los Estados, sino en la seguridad de las personas y del planeta. Entre las amenazas a responder se deben incluir las crisis sociales y financieras, los conflictos étnicos, el terrorismo, las ciberamenazas, el crimen organizado, el narcotráfico, el desplazamiento de poblaciones por razones climáticas, la degradación ambiental, la trata de personas, el desarraigo cultural y la falta de cohesión e integración social, entre otros.

  1. La falacia de la igualdad de oportunidades

El último dispositivo anti-igualitario que introduce el art. 1 es su mandato al Estado de “asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”. Lo buscado sería que la gente disponga de iguales alternativas para desarrollar sus potencialidades. Se reconoce así una desigualdad de orígenes y de trayectorias de las personas, pero para superar esta condición bastaría con eliminar barreras de entrada a una oferta, de modo que no se discrimine arbitrariamente unos ciudadanos de otros en el ingreso a una isapre, una univeridad, un centro recreativo, etc. La igualdad de oportunidades se construye desde bases estrictamente individualistas, bajo un Estado regulador-pasivo del mercado.  Se opone a lo que Eric Maurin[3] ha llamado “igualdad de posibilidades”. Esta mirada se expresa, por ejemplo, en el mandato activo de Constitución Española: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”[4]. “Remover obstáculos” implica que el Estado ingrese a una esfera que la actual Constitución quiso dejar clausurada. Hasta ahora.

 

 

[1] Antoni Domènec, (2004) El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista. Akal, Madrid, versión Kindle.

 

[2] Antoni Domènec (2004) El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista. Akal Madrid, versión Kindle

[3] Eric Maurin (2002) L’égalité des possibles. La nouvelle société française, La République des idées, Seuil, Paris.

[4] Constitución española, art. 9/2.