Raúl Ruiz en fragmentos
Fragmentos. Este texto no pretende ser más que fragmentos que permitan recordar episodios de un cineasta cuya obra fue tan vasta que ni el mismo era capaz de dimensionar. O no le importaba. Ciento veintiocho películas (muy pocas inacabadas). Algunas guardadas en la Cinemateca portuguesa, otras en una universidad norteamericana y muchas sin paradero conocido.
Raúl Ruiz construía películas como quien cocina un curanto (el plato no es casualidad dado su origen puertomontino), donde mezclaba los ingredientes a su gusto y con un sabor difícil de distinguir con exactitud. A menudo no tenía una receta ni menos un guión, porque la película completa sólo la conocía él y estaba en su cabeza, como en una oportunidad le oímos confesar.
No le gustaba que los actores conocieran la totalidad de los textos. Durante un rodaje, fuimos testigos de cómo les entregaba a cada uno de ellos su parte, su fragmento, incluso apenas el diálogo de la escena que estaba filmado.
Se las arreglaba para construir a partir de un par de ideas, incluso, más de una vez, escritas en una servilleta de papel, desde lo mínimo, filmando con amigos y con retazos de celuloide encontrados. Pero no trepidaba ante lo grandilocuente de una gran producción con recursos para el cine europeo llevando a la pantalla obras de la literatura universal como hizo con El tiempo recobrado (1999, basada en la obra de Marcel Proust) o personajes como Klimt (2006), entre otras. Sus orígenes en el teatro hicieron que tal vez filmes como Tres tristes tigres (1968) o Diálogos de exiliados (1975) deambularan por espacios donde el encierro de los personajes nos remitía a la escenificación teatral.
Pero por sobre todas las cosas su marca era la ironía, el absurdo y el juego permanente con el tiempo, que en ocasiones era trabajado en sentido real para desconcertar al espectador que intenta descifrar los enigmas de la propuesta visual.
Su condición de exiliado construyó la idea de un cine a ratos mítico, por la gran ausencia en las pantallas nacionales, pero al mismo tiempo le otorgó a su obra la posibilidad de constituirse de manera universal, la mayor parte de las veces y, en otras, con trazos identidad chilena reconocible en guiños marcadamente locales. Su narrativa escapa a la linealidad y muchos le atribuyen una cercanía al barroco. La hipótesis del cuadro robado (1979), Las tres coronas del marinero (1983), La ciudad de los piratas (1983), La comedia de la inocencia (2000) aparecen como fragmentos de su identidad europea y Días de campo (2004), Palomita blanca (rodada en 1973), Los tres tristes tigres (1968), Cofralandes (2002) y los episodios televisivos de La recta provincia (2007), nos evocan, entre muchos otros títulos, el sabor del curanto puertomontino.
Mónica Villarroel M.
Profesora de Cine y Estudios Latinoamericanos
Escuela de Periodismo, Universidad Academia de Humanismo Cristiano