Ser un romántico viajero… en los nuevos tiempos
Por Luis Campos Doctor en Antropología, licenciado en educación, investigador CIIR y profesor de la Academia de Humanismo Cristiano.
Soy antropólogo y creo que esa frase me identifica con precisión: llevo más de 30 años agarrando el bolso, la mochila o la maleta para “ir más allá del horizonte y el sendero continuar”. Y claro, me refiero al glorioso himno del Club Deportivo Universidad de Chile, más conocido como la U, uno de los más grandes equipos de este pequeño país. El sábado recién pasado hice lo posible y lo imposible para llegar al partido desde Rosario, Argentina, en donde andaba por motivos de trabajo.
Esta vez el encuentro era contra O’Higgins de Rancagua el que, debo reconocer, fue y sigue siendo el otro equipo de mis amores. La historia de esa devoción se remonta a 1977-1978 cuando el equipo celeste tuvo grandes campañas liderado, entre otros, por Luis Santibáñez, quién hizo de ese O’Higgins la base de la selección que participó luego del mundial del 82 en España. En ese tiempo acostumbraba a ir al estadio con mi padre, fanático de la U de Chile y por esas cosas de Freud o de Lacan, el día en que la U se enfrentó con O’Higgins decidí que, a pesar de todo lo que me unía con él, incluyendo el peso de llevar su mismo nombre, yo no sería de la Universidad de Chile. Y ahí estaba ese equipo al que le decían el Capo de Provincia, con ese nombre que me recordaba a las clases de historia que tanto me gustaban y de esa ciudad gloriosa que por distintas razones siempre se me aparecía en el destino. Por lo mismo, nadie entiende que sea del O’Higgins sin ser rancagüino, pero esa es la simple historia.
Años más tarde ingresé a estudiar Antropología en la Universidad de Chile y descubrí que el carnet escolar servía para entrar como socio de la U a todos los partidos del fútbol nacional. Y no me perdía ningún encuentro, sobre todo aquellas jornadas triples en invierno y al amparo de una botella de pisco Sotaquí que era ingresada clandestinamente al estadio y que servía para capear el frio que hacía en ese entonces en Santiago. Fue en uno de esos fines de semana en donde mi color celeste se comenzó a transformar lentamente en azul. En 1987, con Carlos Puig, un viejo amigo, fuimos al Estadio Santa Laura a ver un partido entre la Unión Española y la U de Chile. Todavía estaba la antigua barra, esa de Antonio Martínez y el estadio estaba lleno de hinchas azules que no paraban de cantar, aun siendo visita, haciendo sentir que ese estadio era de la U.
Ese día se me vinieron a la cabeza todos los años en que mi padre me llevaba al estadio desde chiquito y fue la primera vez que me comencé a sentir verdaderamente azul. A mi amigo Carlos le estaba pasando algo parecido. Descendiente de catalanes y viviendo a pocas cuadras de la sede de la Unión Española, no titubeó en elegir a los rojos como su equipo (del cual ambos fuimos por lo demás socios escolares). Fue entonces a fines de los años 80, mientras estudiábamos en la Universidad de Chile, que comenzamos nuestro lento pero seguro tránsito para ser azules.
El 15 de enero de 1989 mi corazón era ya lo bastante azul como para no parar de sufrir con lo que sucedió ese día en el Estadio Nacional, frente a Cobresal, aunque todavía seguía con el rabillo lo que le estaba pasando al O’Higgins, amenazado también del descenso en ese año. Recuerdo estar junto a mi padre, que fallecería 10 años después, sentados en Andes, apoyados en el pequeño muro blanco donde siempre le gustaba situarse en esos años en que los tablones del Nacional no tenían respaldo. Como siempre, habíamos llegado dos horas antes para no tener problemas con el estacionamiento o con el ingreso al estadio o con cualquier otra cosa que podría pasar, costumbre que para pesar de mis amigos y de mi hijo, mantengo hasta la actualidad. Ese día fatídico, luego del empate 2-2 con Cobresal, fue la primera vez que mi padre no se fue cinco minutos antes, como también acostumbraba a hacer por las mismas razones anteriores. Y eso porque hasta el último minuto, como pasó esa vez en Rancagua frente a San Felipe años más tarde, estuvimos esperanzados de que la U marcara el gol que la dejaría en primera división.
Ese día, la vieja barra de Antonio Martínez que tanto había incidido en mi decisión, abandonó rápidamente el Estadio Nacional y fuimos testigos con mi padre de cómo el equipo se iba a despedir de una veintena de hinchas que habían aparecido algunos meses antes y que se ubicaban pegados a la reja, a la altura del marcador y que por lo mismo habían adoptado el simbólico nombre de Los de Abajo. La nueva barra acompañaría al equipo en las buenas y en las malas, como fue todo el año que estuvimos en segunda división y al final terminarían convirtiéndose no sólo en la barra oficial del club, sino en la mejor y más fiel hinchada que existe en Chile y una de las más reconocidas a nivel latinoamericano y mundial.
Volviendo al partido del fin de semana con O’Higgins, mi corazón ya no estaba dividido. Cuando los rancagüinos juegan contra cualquier otro equipo los sigo alentando y estuve presente en Talca cuando prorrogaron la final del campeonato 2011 y luego en el partido definitorio con Católica en el Nacional, disfrazados de cruzados, ya que no había como conseguir entradas en otra localidad.
Esta vez, junto con mi hijo y unos amigos, llegamos al Nacional hora y media antes del encuentro y fuimos testigos de cómo el estadio se iba llenando de banderas y camisetas azules y el ruido ambiente iba creciendo, esperando con ansias el inicio del partido y esos dos momentos, a esta altura sublimes: cuando sale el equipo a la cancha y se escucha el ya antiguo cántico Sale León; y el momento más glorioso de todos, cuando unos treinta minutos antes del inicio del partido se escucha la voz del conocido locutor del estadio que, dando la bienvenida, invita a cantar a todos y todas el Himno de la Universidad de Chile, en su antigua grabación realizada en los años 50 en la que un verdadero cantante de ópera entona el himno más bello que se haya hecho para un equipo en la historia del fútbol mundial.
Eso lo digo como hincha azul, porque si ustedes van a las estadísticas, nunca el himno de la U fue siquiera nombrado en algunos de los rankings, siempre liderados por el del Liverpool “You´ll never walk alone”, Nunca caminarás solo, que es más bien una cantina romántica que estaría mejor como reguetón; o el himno de la Roma, también salpicado de lugares comunes sobre la capital de Italia. Para que decir del resto de la lista, como el himno del Barcelona, pleno también de alegorías a los azulgrana y de lo grande que son sus hinchas, pero plagado nuevamente de poesía barata que sólo ayuda a los que dicen que el fútbol no es nada más que pelotas y cabezas vacías.
Por eso, todos los días que voy al estadio, como el sábado pasado, no puedo dejar de emocionarme cuando escucho el Romántico Viajero, que en nada se parece al aburrido y elitista himno de la casa de estudios de la misma Universidad de Chile, al punto que da para pensar que uno, el del equipo, es el himno de los desordenados y los populares de la universidad, mientras que el otro, es de los fomes y aplicados que junto con cantar, no dejan de hacer sonar sus joyas. Partiendo por la música que es más sinfónica, con esa introducción galopante al puro estilo de las caballerías rusticanas que indican que los guerreros se están preparando para la batalla, hasta que surge el inconfundible Jaime Aranda el que con su voz de barítono comienza a cantar: “ser un romántico viajero y el sendero continuar, ir más allá del horizonte do remonta la verdad”. Mientras tanto, todo el estadio se levanta como si fuera la mismísima canción nacional (que sin duda es mucho más que eso) y con la mano en el corazón o agitando los brazos al viento con la señal de la U en la mano levantada, se suman a ese coro que alienta a los jugadores a salir al campo y darse mutuamente la bienvenida al estadio.
Para los que no sepan, el himno Romántico Viajero fue obra de unos veinteañeros estudiantes de Arquitectura que en un viaje a una fiesta bufa universitaria en Antofagasta y navegando sobre el bergantín La Reina del Pacífico, decidieron que a la Universidad de Chile le hacía falta un himno. Y así, surcando las olas y en una creación en conjunto con sus compañeros, Julio Cordero Vallejos pasó a ser considerado el creador, tanto de la música como de la letra del himno que recién se asoció al fútbol en 1940 cuando se entonó en un clásico universitario. Ese año ha sido recordado por los azules por ser el primer torneo que juega la U en la división de honor y porque, además, terminaron siendo campeones. La versión que todavía se escucha en la actualidad fue grabada a fines de los años 1950 por Jaime Aranda, a solicitud de Vicente Bianchi, y luego de un casting en Radio Minería. Es increíble que tanto Julio Cordero como Jaime Aranda jamás recibieron reconocimiento por sus grandes aportes que hoy simbolizan de la mejor manera el espíritu de la Universidad de Chile, de los románticos viajeros y bohemios.
Más allá del fútbol, la canción, aunque desenfocada en los nuevos tiempos por el tenor de algunas de sus estrofas, todavía resiste tanto por su inigualable rítmica como por su poesía, que más allá de las diferencias futbolísticas, lo convierte en uno de los más bellos himnos del fútbol de todos los tiempos y que sigue emocionando cada vez que lo cantamos.