Sobre velocidades y universidad: polémica de las tesis de la Universidad de Chile
(*) Por Tuillang Yuing-Alfaro
Columna publicada en El Mostrador
La polémica surgida en torno a las tesis acusadas de apología a la pedofilia ha cobrado una serie de aristas que van a requerir análisis demorados y enfoques muy variados si se pretende estar a la altura de lo que la cuestión plantea. Así, para atender con rigor y prudencia la cuestión, lo primero es advertir que se trata no de uno, sino de una constelación de problemas que, aunque imbricados, guarda cada uno un peso específico.
Entre las tantas cuestiones laterales que se ha manifestado fuertemente en este episodio, se encuentra la casi nula posibilidad de examinar la cuestión más allá de las reglas que imprime determinado esquema mediático informativo. Con esta fórmula algo rudimentaria me refiero a la temporalidad y esquematización que impone el régimen comunicativo conformado por las redes sociales, los canales de YouTube y las notas periodísticas que dan forma y sirven de soporte a algo así como “el debate público”.
El ritmo vertiginoso en el que se inscribe la comunicación parece empeñarse en que todo acontecimiento no puede ser revisado por más de 5 minutos y que la historia -ya no reciente sino instantánea- tiene que comprimirse a un mes como máximo. De esta manera, pareciera que todo lo que queda fuera de ese paréntesis se considera sepultado, archivado y amarrado por tanto ya a un juicio definitivo o a una interpretación finiquitada. Los veredictos se pliegan autoritariamente al pasado y a las ideas, cancelando toda posible re-lectura. Del mismo modo, toda argumentación o análisis que desborde los 5 o 10 minutos (pienso en las cápsulas de YouTube y Tik-tok, en las historias de Instagram e incluso en los memes) o los 280 caracteres de Twitter, aparece como un complemento secundario de una exclusiva y simple idea sintética: “mucho texto” constituye incluso una acusación propia esta gramática en la que se acusa de vueltero, innecesario, impreciso o ambiguo a quien desarrolla un escrito algo más dilatado: alguien o algo que “no va al punto”.
Por cierto, es esta la gramática y el formato en el que hoy tiene lugar la “opinión pública”, el debate político y la presentación de los acontecimientos. En la narrativa que da forma a nuestro entorno abundan las simplificaciones con grado de caricatura, las reducciones que no admiten matices, las dicotomías y radicalizaciones tajantes. El ciudadano informado asume entonces esa especial relación con la comunicación, con los hechos, con la novedad, con el mundo.
No sorprende entonces que sea la universidad -pensada en general- la que en cierta manera se ve acosada y asediada por este tempo y por este régimen rítmico de la comunicación. En el caso de las tesis de la Universidad de Chile, algunas de estas intervenciones han exigido a quemarropa que la universidad comparezca en los términos de esa precisa racionalidad comunicacional: la opinión pública solo admitiría esos tiempos, esos formatos y esa concisión. No es casual que la circulación de esta polémica haya nacido en Twitter y se haya replicado viralmente a través de redes para posteriormente ser finiquitada en su sentido por influencers, youtubers, notas periodísticas y divulgadores que funcionan como instancias de veridicción. Son aquellos quienes parecen tener el privilegio de cosechar la dispersión y llevarla a una explicación cuya prerrogativa es informar y definir qué es lo que ha pasado.
Desde esta perspectiva, esta polémica arrastra algo más que “un hecho” ante el que se debe responder. Parece remitir también a dos regímenes de comunicación y de presentación de las ideas alojados en concepciones radicalmente diferentes. Sin restar gravedad a los potenciales perjuicios de la fundamentación de la tesis de Leonardo Arce, el documento impugnado consiste en un escrito de más de 200 páginas y de algo más de 72.000 palabras. En su forma, no tiene en ningún caso una pretensión de brevedad ni de síntesis. Tampoco es acompañado de un esquema que comunique sus hipótesis en un formato digerible con facilidad. Su estructura responde, en mayor o menor medida, a lo que caracteriza a cualquier documento de tesis.
Ya con esta consideración cabría preguntarse por el sentido de lo “apologético”. Si por apología se entiende meramente la argumentación que apunta a una defensa o a un ensalzamiento, es posible que una tesis o un texto académico pueda ser calificado como tal. Pero entonces debemos enfrentar la paradoja que surge si extendemos este carácter a toda la producción de conocimiento que se aloja en las universidades: tendríamos así que sospechar de todos los repositorios que incluyen ediciones de Mein Kampf , de las exposiciones de Hagenbeck o de los escritos de Sade, entre tantos otros registros culturales que pueden resultar complejos para nuestros códigos morales: ¿Son acaso las bibliotecas cómplices de apología por contar con ejemplares que son parte o que testimonian la barbarie de nuestra cultura?
No obstante, si atendemos a una dimensión pragmática ─muy presente en la esfera comunicacional vigente─, una apología eficaz estaría lejos de circular en un formato de tesis. Vale decir, si también se piensa lo apologético como la voluntad de convencimiento y de divulgación de las ideas que se pretenden sostener, la actualidad nos muestra que el esquema mediático informativo preponderante (el de las redes y las comunicaciones digitales) tiene mucho más rendimiento y cobertura.
Caben ciertamente algunas preguntas: ¿Hay entonces voluntad apologética en el autor de una tesis? Y en este caso específico: ¿Tienen las afirmaciones de Leonardo Arce un correlato en otro formato de divulgación y propaganda más propio de un community manager que de un tesista de postgrado? ¿Fue de pura impericia que sus ideas demoraron seis años en hacerse populares? Como sea, parece ser que la polémica descansa en una asimilación obvia entre temporalidades comunicativas heterogéneas y contrapuestas.
Pero aún más: esta misma contraposición puede ser llevada al fondo que envuelve este episodio: el alcance y rendimiento de la producción de conocimiento de las humanidades, pensado en su formato universitario. Lejanas del mundo de la eficacia, de la productividad e incluso de la evidencia, el fruto de las humanidades parece ser muchas veces una suerte de lujo que sociedades amenazadas por la necesidad no deberían darse. Por el contrario, desde la óptica tal vez más romántica de una ambición ilustrada, su virtud es precisamente suspender el ritmo de la producción y la eficiencia para abrir un espacio lento para investigar sin los parámetros que impone tanto lo vigente como lo urgente: investigar con ensayo, con tropiezo, con errores, pero también con aciertos e imaginación. En ese registro, la indocilidad de la pregunta inútil sería el signo entonces de su fortaleza y no de su debilidad.
Entre estas dos temporalidades y estas dos formas de comunicar las ideas, me inclinaría a que la universidad debe abrazar esta última. Y de este modo, si hay un espacio para preguntar, analizar y discutir aquello que nos puede resultar aberrante y hostil en toda su complejidad, es precisamente aquel en que las ideas, las palabras y las cosas se entrelazan y convergen sin prisa y sin pretensión de difundirse bajo las reglas del trending topic y de la cobertura viral. Si la prohibición hace parte de la universidad, entonces un fragmento de lo pensable se condena a la inexistencia. Caesar non est supra grammaticos ya recordaba Kant abogando por la no interferencia de la autoridad en el genuino deseo de ilustrarse. De paso, indicaba también que el soberano tenía un ámbito delimitado de competencias y que había procesos que no respondían a su mandato. Si no es en el distrito casi extinto pero anhelado de lo académico, ¿cuál sería ese lugar en que las preguntas y el análisis ─bien o mal formulados; esa es tarea de la academia─ van a disponerse para ser evaluados y discutidos sin condiciones? Las preguntas, ciertamente, se irán sumando.
(*) Docente de la Facultad de Pedagogía de la Academia.