Trabajo y sindicalismo. De historias y futuros
Raúl Gonzalez Meyer*
El trabajo ya en el siglo XIX fue reconocido como fuente del valor y la riqueza (junto a la naturaleza). Eso en un tiempo en que el crecimiento de aquella era un hecho relevante a los ojos de sus contemporáneos. Sin embargo, sus ejecutores, los trabajadores, no tenían mayor acceso a los bienes. Eran los sacrificados del proceso. Las concentraciones en fábricas, las viviendas y ciudades hacinadas, se transformaban en las vidrieras de esas situaciones
Ya en los últimos decenios de aquel siglo, situados en el corazón de la emergente “cuestión social”, los trabajadores fueron introduciendo el campo de las condiciones y relaciones laborales como una esfera clave de las condiciones de vida. Sobrepasando el surgimiento desde elites y Estados, de acciones de beneficencia, leyes de caridad o empresarios paternalistas, se expanden mutuales, cooperativas y sindicatos, mostrando nuevos vínculos sociales que se pueden construir en y desde el trabajo. Desde allí se nutren, pero a la vez, aportan sus ideas y se confrontan, anarquismo, socialismo, social cristianismo y liberalismo social. Ideas de integración, reformas o revolución, circulan y se expanden por los países frente a capitalismos ya maduros o emergentes
Aquello fue, finalmente, el antecedente histórico de los procesos de mayor organización sindical y de mejoramiento social en el siglo XX. En este se va configurando, como construcción real o como imaginario, al Estado Bienestar, y se consagran los derechos económicos y sociales, entre ellos, el empleo como faro de las políticas macroeconómicas y las estrategias de desarrollo. En los países más industriales ello avanza mucho más, en parte sostenidos en los excedentes que extraen de los países más pobres y dependientes. Por su parte, el socialismo parecía ofrecer la posibilidad de construir las patrias de los trabajadores. En general, los trabajadores y sus organizaciones ganaron reconocimiento simbólico, que acompañaron sus acciones reivindicativas y contribuyeron a la democratización de muchos países.
El último cuarto del siglo XX ese proceso experimenta inflexiones marcadas por un liberalismo económico agudo que es una reacción a lo antes sucedido. En algunos casos -como de países latinoamericanos- en el marco de golpes de Estado y represión política. Emerge un fuerte discurso anti sindical. Este es visto como la base de aumento desproporcionado de salarios y, de allí, tasas de desempleo más elevados y tasas de ganancia insuficientes para los empresarios. Se expanden una combinaciones de políticas de shock -más anti-inflacionarias que pro-empleo; des-regulaciones laborales, formas contractuales provisorias, trabajadores desechables y más reducidos, finalmente, a “costos de producción”. Las bases industriales de los países, que habían sido claves en la organización sindical, caen en beneficio de los servicios. La diversidad de las condiciones laborales y estructuras productivas, ayudan a una fragmentación de los trabajadores que limita sus formas organizativas.
Todo debilita la posición de los sindicatos en las últimas décadas. La adhesión sindical se hace más reducida; hay una mayor desconfianza y se evalúa un mayor costo en la acción colectiva; aumenta la lejanía de lo que son representadas como burocracias sindicales; los jóvenes, con empleos más provisorios, son menos adherentes a los sindicatos y a la acción organizada. La lucha de aquellos de las fracciones organizadas de los trabajadores, en estas condiciones frágiles, es lograr mantener lo logrado en los decenios anteriores. Es una estrategia defensiva frente a banderas empresariales como la flexibilidad laboral, que aparece como la modernidad de las relaciones laborales y que buscan amoldar contrataciones y salarios a los vaivenes de los ciclos económicos en un mundo económico más interdependiente y voluble.
Pero en la contingencia histórica latinoamericana se ha entrado en un terreno incierto y fangoso de post-neoliberalismo que ha creado nuevas condiciones y se levantan visiones que recuperan o dan a luz un lugar más significativo del trabajo y los trabajadores; ello, frente al valor unilateral concedido al capital y los empresarios por el neoliberalismo. Eso levanta necesarias propuestas de reformas laborales que en el caso chileno tienen más hondas raíces por la radicalidad que represento el Plan Laboral de hace tres décadas y media (aun cuando con algunas modificaciones posteriores).
Con ese largo y denso trasfondo histórico detrás es necesario pensar en el presente el lugar del trabajo y la perspectiva de acción de los trabajadores. El trabajo debe reconocerse como lugar potencial de humanización y que sigue siendo clave en nuestra buena o mala calidad de vida. Las enfermedades de origen laboral que tiene que ver con “como se pasa en el trabajo” lo expresan claramente. Esto es más amplio que solo la lucha por una más justa distribución del ingreso en las empresas y mejores salarios. Lo trabajadores deben perseguir la instauración de una democracia en las relaciones laborales que significa definir sus relaciones con el capital pero también la creación de unidades asociativas y cooperativas propias. También la democratización del mercado que elimine condiciones de explotación entre empresas (mercados oligopólicos) y genera condiciones estructurales para que en muchas empresas menores las condiciones laborales sean malas.
En definitiva, el diverso mundo trabajador, expresado de manera libre y diversa, debe ser también un actor en la discusión de los “estilos de desarrollo” del país que involucra mirar los dilemas ecológico-ambientales; los tipos de cambio tecnológico y sus relaciones con el empleo; la cuestión de las horas de trabajo; la realidad del transporte, las condiciones laborales de grupos discriminados como las mujeres y de pueblos originarios.
El trabajo no puede reducirse solo al problema de la cantidad de empleo lo que sucede con fuerza cuando las tasas de desempleo aumentan y los discursos se reducen al crecimiento económico y a la buena atmosfera para que los empresarios inviertan. Aunque el trabajo no deba ser concebido como el único espacio en que se juega la calidad de sujeto y de vida que tenemos, es, finalmente, algo gravitante en ello. Aunque debamos avanzar hacia la reducción de las horas de trabajo debemos también avanzar a que esas menores horas sean de mejor calidad.
Es una doble necesidad de liberarse de trabajo y de liberar al trabajo.
(*) Economista, Universidad de Chile. Magíster en Desarrollo Urbano, Universidad Católica. Doctor en Ciencias Sociales de la Population -Environnement- Developpement, Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Docente y coordinador del Programa Economía, Sociedad y Naturaleza del Instituto de Humanidades de UAHC. Se especializa en desarrollo económico, regional y local. Socioeconomía, economía del trabajo y de América Latina.