Tradición e identidad en la música de concierto chilena
(*) Por Jaime Váquez
En los inicios del S XX los compositores chilenos, al igual que sus colegas de continente, se encontraron con la disyuntiva de adherir a los discursos estéticos europeos; promover un nacionalismo localista que suena ya un tanto destemplado; o avanzar hacia una idea de Americanismo musical en aras de una búsqueda identitaria que une la tradición de la música de concierto, la música folclórica y la música popular. “Todo esto supone la coexistencia de estilos históricos con corrientes de vanguardia, la presencia de tendencias universalistas y americanistas, la búsqueda de vínculos entre la música de concierto y la música popular, y la aparición de una generación de músicos que expresarán artísticamente sus posturas de izquierda” (González Rodríguez. 2005).
En este ambiente convivían obras con marcado acento europeo, como la ópera Telésfora de Aquines Reid; y La Florista, ambientada en Italia y escrita en italiano por Eleodoro Ortiz de Zarate; con otras obras donde la identidad nacional resultaba evidente. Es el caso del Friso Araucano (1931), creación de Carlos Isamitt en lengua Mapuche; Las Tonadas (1939) de Pedro Humberto Allende, y su gran sinfonía con alusiones populares La voz de las Calles (1920). Esta mixtura es reconocida por González Rodríguez (2005): “(…) no resultará extraño encontrar a fines de la década de 1910 a Domingo Santa Cruz y sus compañeros de universidad cantando a Palestina en el salón de su casa, mientras que Acario Cotapos estudiaba partituras de Ravel en el Parque Forestal y Luis Arrieta Cañas presentaba el cuarteto de Debussy en su casona de Peñalolén”. El eclecticismo musical se posiciona con mayor fuerza entre los años 20 y 30, en coincidencia con la Revolución Mexicana, que da cabida a distintas explosiones sociales reivindicativas, tanto urbanas como rurales e indígenas, que no pasan desapercibidas para los artistas del continente.
A partir de los años 50 y 60, en el contexto de la revolución cubana, se aceleran las apuestas nacionalistas de la región y resurge con fuerza el interés de los compositores por acercarse a los territorios de la música popular, mestiza y folclórica. En esta nueva etapa, se suman sonoridades provenientes de la música andina, como vemos en la obra de Roberto
Falabella (1926-19589), específicamente Estudios emocionales con uso de elementos de la fiesta tradicional de La Tirana. Así lo describe García (2004): “Por segunda vez en el siglo los compositores de tradición escrita salieron en busca de sus raíces. Pero ahora desean incorporarse a la lucha general que se libraba en el subcontinente”. Las luchas de los pueblos latinoamericanos en confrontación con Estados Unidos ofrecían nuevas rutas de pensamiento y creación, demostrando “que era posible para los países latinoamericanos independizarse de la gravitante influencia estadounidense. El desarrollo de una modernidad con raíces propias parecía, entonces, posible.” (González Rodríguez. 2005).
Coexisten en nuestro país el serialismo, el neoclasicismo, la vanguardia americanista en música de concierto (J.Cage, Philip Glass, Ives etc), el movimiento underground popular que dará paso a la canción de protesta norteamericana, la nueva canción, el tango y el bolero, lo que implicó un proceso de aculturación que define de alguna manera nuestra identidad, que se mueve entre el conservadurismo y la vanguardia, caracterizándonos como una multiculturalidad musical.
En este contexto, el compromiso con la cultura y la política latinoamericana, lo podemos ver con mayor claridad en obras como La Suite Latinoamericana de Luis Advis; Américas (1978) de Becerra; Canto para Bolívar de Orrego-Salas, entre otros. Este movimiento se conoció como “la vanguardia de los 60”. Según García (2004), dicho movimiento “pretendía no sólo buscar una síntesis sonora representativa de Chile y América, también propiciaba aprovechar los avances estéticos y técnicos de la música europea, reiterando la postura que habían tenido Allende, Lavín e Isamitt en sus tiempos”. La vanguardia condujo a los compositores chilenos a rutas sonoras nuevas, a través no solo de nuevas sonoridades musicales, sino que también del uso de lenguas vernáculas y de instrumentaciones mixtas entre la orquesta tradicional y el folklore. Esto último lo encontramos por ejemplo en las cantatas populares de Advis, donde entre cellos, clarinetes y otros instrumentos de orquesta suenan tiples, bombos y quenas. Asimismo, se incursionó en el uso de instrumentos prehispánicos, como los utilizados en la obra Elegía a Machu Pichu (1965) de Celso Garrido Lecca. Estos usos se extienden hasta hoy en trabajos musical investigativos, como el que realiza el grupo la Chimuchina.
Este proceso de mestizaje musical está entramado con los procesos políticos del país. No es menor el papel que cumplieron algunos compositores chilenos (Ortega, Orrego-Salas, Advis, Lefever, Vila y otros) en la puesta en marcha del ideario político del primer gobierno socialista elegido democráticamente en el mundo, liderado por el Dr. Salvador Allende. Desde los años ’60, estos compositores apostaron por un compromiso cultural y político en una perfecta y comprometida sintonía (armonía) con los cambios que la sociedad Latinoamericana estaba viviendo. En esta armonización y vinculación, cabe destacar también el acercamiento entre músicos populares y compositores doctos, cooperación que se vio reflejada en creaciones como La Cantata Santa María, el Canto para el Programa, y el Canto para una Semilla de Luis Advis, este último con textos de Violeta Parra. “El acercamiento entre músicos doctos y populares chilenos se produjo con aquellos que compartían un ideario progresista común, en una década marcada por el triunfo de la revolución cubana, que demostraba que era posible para los países latinoamericanos independizarse de la gravitante influencia estadounidense. El desarrollo de una modernidad con raíces propias parecía, entonces, posible.” (González Rodríguez. (2005).
El golpe militar interrumpe violentamente estas exploraciones e instala un neo- conservadurismo propio del nacionalismo dictatorial. Sólo a fines del siglo XX aparecen nuevas fuerzas de cambio en la música de concierto chilena. Los compositores se vuelcan hacia nuestras culturas ancestrales. En esta ruta podemos mencionar el trabajo de Guillermo Riffo en su Ritual para la Tierra (1988,) con elementos melódicos de la cultura Selknam; El sur comienza en el patio de mi casa, (1996) de Rafael Díaz, con cantos Kawashkar; Epigramas Mapuches (1991) de Eduardo Cáceres; los trabajos de Carlos Zamora con elementos de la cultura atacameña; las creaciones de Gabriel Mathey o Juan Mouras sobre la cultura criolla; etc. También destaca en este período un acercamiento importante y constructivo entre compositores e intérpretes, donde estos últimos participan activamente en el proceso de construcción y posterior montaje de las obras. Sobre este punto destaca el aporte de los instrumentos populares chilenos y latinoamericanos, que en esta etapa vive con mayor fuerza la hibridación iniciada en los años ’60. Podemos encontrarla en obras interpretadas por el conjunto Antaras, dirigido por el flautista Alejandro Lavanderos, donde se mezclan las flautas traversas con tarkas, quenas, y antaras andinas. También contamos
Obras como A la espera del Sereno de Christian Pérez, para dos zampoñas; la ópera popular El Cristo del Elqui del compositor chileno Miguel Farías, con elementos de música popular chilena y trazos del jazz, estrenada el año recién pasado.
Considerando el panorama de la música de concierto en Chile desde comienzos del S XX hasta fines del siglo, donde la perspectiva americanista transitó desde un nacionalismo criollo hasta el concepto de americanismo universal, vemos que, a pesar del conservadurismo de la sociedad chilena, los compositores lograron establecer ciertos hitos de vanguardia musical en el continente. Estos hitos se muestran con claridad en las nuevas sonoridades que acompañan los cambios políticos de la nación, haciéndose cargo de una estética latinoamericana que sostiene sus valores en la identificación con las músicas nacionales tanto folclóricas, como indígena y criollas. Tal es el caso de la obra de Fernando García y Pablo Neruda, América Insurrecta (1962), la cual no solo se manifiesta como una expresión nacional sino americanista.
En este período, y buscando desligarse de la tradición eurocéntrica y de la influencia modernista, lo popular y lo docto se fusionaron creando un estilo particular: la cantata popular, creada por Luis Advis. Este diálogo constructivo y creativo entre los músicos populares y los compositores doctos instaló la necesidad y responsabilidad de plantear una apuesta formativa para la música chilena.
Para el fomento y apoyo de esta nueva música chilena hubo aportes tanto de las esferas estatales como de las académicas. Así sucedió en el Primer Festival de la Nueva Canción Chilena (1969) una iniciativa de la Vicerrectoría de comunicaciones de la Universidad Católica, junto a Ricardo García. También se crea el sello DICAP, dando cabida a los compositores chilenos a grabar sus obras. A comienzos de 1971 se realiza el Tren de la Cultura, una itinerancia artística que recorrió todo el país con presentaciones artísticas musicales y teatrales. En 1970, se promulga un decreto que instruía a las radios del país a programar un 25% de música chilena, con a lo menos el 15% de folclor. Surge la editorial Quimantú. Todas estas iniciativas buscaban consolidar una identidad nacional en el arte.
Es en este contexto que nace la Escuela Musical Vespertina de la Universidad de Chile (1966-1973) donde jóvenes y adultos, músicos populares y clásicos, personas con y sin
Educación musical previa, reciben enseñanza musical académica de manos de maestros como Cirilo Vila, Luis Advis, Celso Garrido, Melikof Karaian y Sergio Ortega, quienes enseñaban materias como armonía, contrapunto orquestación e instrumentación. Esta iniciativa motivó a otros músicos del ámbito popular, como el grupo Quilapayún, a crear la Escuela de Música Popular en la Universidad Técnica del Estado, desde donde surgieron grupos como Ortiga y Barroco Andino, creados por estudiantes seleccionados de la escuela.
Otra instancia de aprendizaje no formal pero no menos importante fue el montaje de obras de gran aliento, como la Cantata Santa María de Iquique, proyecto que involucró a músicos populares y doctos que trabajaron bajo una metodología participativa que unió la tradición oral y escrita, terminándose de escribir la obra durante el proceso de ensayos instalándose una performance nueva y dinámica que se proyectó hacia otros ámbitos artísticos en Chile. Esta experiencia de enseñanza- aprendizaje artístico que une las dos tradiciones escrita y oral resulta significativa para las reflexiones presentadas en los apartados anteriores.
En general, la academia no ha desarrollado como posibilidad la contextualización de los aprendizajes y el diálogo de saberes, quedando fuera de la formación de los futuros compositores aspectos relevantes de la cultura viva, presente en los distintos estilos de la música popular que van surgiendo. También tiende a excluir las posibilidades sonoras y organizativas que proporcionan las nuevas tecnologías, creadas especialmente para el desarrollo de la música y los procesos de creación, ensayo y montaje. La enseñanza de la música ha estado reducida a los llamados “Conservatorios” de música. En esta línea, destacan las escuelas de música de la Universidad Católica y de la Universidad de Chile, esta última más conocida como Conservatorio. Allí se imparte la enseñanza musical desde la perspectiva decimonónica europea, espacios donde además no tienen cabida ningún lenguaje o estilo musical fuera cualquier lenguaje que no sea “docto” europeo.
Podemos aventurar que ya entrado el siglo XXI las escuelas de composición en Chile viven un proceso regresivo al enfoque modernista, desvinculado del contexto y fragmentado en estilos y escindido en sus actores, donde la academia busca formar especialistas músicos cercanos a la tradición europea. Este enfoque resulta lejano al concepto de “artisticidad” planteado al inicio, donde el creador se reconoce inseparablemente involucrado y “entramado” con su contexto y los distintos actores.
Podemos afirmar que estamos frente a un panorama preocupante para la música en nuestro país, porque lo que hoy se está enseñando en las aulas donde se forman no sólo compositores, sino también docentes de música, no se corresponde con un proceso formativo actualizado, contextualizado, dialogante y diverso. De continuar esta tendencia, los aportes de las generaciones anteriores en términos de identidad, tradición y mixturas, quedarán diluidos en el tiempo. Este es el diagnóstico que da origen a la Escuela de Composición Musical en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
(*) Director de la Escuela de Composición Musical UAHC. Pedagogo en Música y Licenciado en Educación.