Un pacto de conllevancia
(*) Por Álvaro Ramis
El principal desafío de la Convención Constitucional radica en construir un pacto social sólido y estable, que permita superar la fractura política, territorial, cultural y económica que llegó a niveles crónicos en octubre de 2019 y que demandó de una intervención institucional de marca mayor. Este diagnóstico se repite constantemente en estos días y es en si mismo correcto. La nueva Constitución deberá volver a vertebrar un país que arrastra heridas históricas, mal cuidadas y peor tratadas, que ya no aceptan paliativos.
El problema surge en el momento en que se debe poner manos a la obra en esta tarea. Porque cualquier paso que se de en la dirección de corregir las desigualdades, las exclusiones, las desidias y los olvidos, encontrará fuerte resistencia en una minoría que vivencia sus privilegios y prerrogativas como derechos adquiridos, datos inamovibles y evidencias incuestionables. Desde el primer día quedó en evidencia que existe un sector que no está dispuesto a escuchar ni argumentar, y cuya única agenda radica en bloquear y boicotear el objetivo mismo de la Convención Constitucional. La idea de alcanzar un pacto social incluyente e integrador no puede cegarse frente a esta evidencia. No conviene ser ingenuo frente a las verdaderas motivaciones de una minoría, absoluta en los números, pero formidable en poder económico, comunicacional, y sostenida por apoyos institucionales de enorme peso y capacidad.
La existencia de una minoría estructural, que no esta dispuesta a participar de la deliberación y que se autoexcluye de la construcción de soluciones a los problemas que ella misma ha generado, no es un fenómeno extraño a los procesos políticos. Siempre existirán importantes voces que impedirán que el problema de Chile sea resuelto del todo, y aunque se pueda aspirar a reducir de modo notable el peso y la legitimidad de su influencia, el reto también consiste en aprender a convivir con esta realidad. En otras palabras, y parafraseando un discurso de Ortega de 1932, el problema chileno no es un problema para resolver, sino para conllevar, y sólo conociendo su autenticidad se le puede aplicar un contraveneno eficaz.
Hay gente que quiere vivir separada de nosotros, en este país. Quiere mantenerse en sus tres comunas, en sus clubes y en sus colegios, y no quiere saber lo que ocurre fuera de sus espacios de confort y comodidad. Ese es un problema que no se puede resolver, sino “conllevar”. Pretender terminar con ello de una vez para siempre, y por la vía constitucional, es la mayor insensatez. Sería hacer el problema más insoluble que nunca. Porque el problema chileno es el problema de la desigualdad. Ese es el factor continuo de nuestra Historia. Lo mejor que podemos hacer ante ello es conllevarlo, asumirlo, y construir un entramado institucional para que este factor constitutivo de nuestra conformación como país se pueda enfrentar, reconocer y confrontar de forma productiva y superadora.
No cabe aferrarse a un idealismo ingenuo que aspire a sumar a una minoría que rechaza frontalmente los cambios, y que no está dispuesta a escuchar, porque simplemente no quiere escuchar. Pero, por otro lado, “conllevarnos es nuestro dolido destino”, como decía Ortega. Las élites extractivas son un factor estructurante de nuestra sociedad y negarlas por decreto puede arrojarnos a un conflicto de suma cero, donde los más afectados pueden ser los que menos tengan para enfrentar ese proceso.
Por eso, la nueva Constitución no podrá ser un pacto abstracto de “todos”. Será el pacto de quienes tengan la disposición política y ética de enfrentar el problema que nos divide. La nueva institucionalidad deberá por eso facilitar la institucionalización de la disputa, y deberá crear un escenario agonístico para que las diferencias sustantivas en nuestra sociedad nunca más se nieguen, sino que se procesen, trabajen y se conviertan en el insumo para la humanización de nuestra convivencia.
Las sociedades democráticas no son las comunidades del orden impuesto y la paz del cementerio. Son sociedades de la confrontación permanente, de la disputa constante, pero reglada y limitada en sus medios y en sus fines. La Constitución, lejos de aplacar estas discrepancias, les debe dar un campo de expresión, una forma legítima de confrontación y divergencia. La trampa de la Constitución vigente, y de buena parte de nuestra legislación histórica, es negar esta evidencia. Es tratar de imponer un orden forzado, una “pacificación” de los conflictos antes de que se puedan plantear o visibilizar. La conllevancia, en cambio, implica que estamos condenados a convivir, no sólo con quienes estimamos y valoramos, sino con quienes nos han herido, nos desprecian y seguramente nos harían daño en el futuro, si estuviera en sus posibilidades.
No podemos aspirar a que Teresa Marinovic o Marcela Cubillos se sumen a la danza circular del nuevo Chile que nace. Ni siquiera hace falta, porque no sucederá. Lo que la Convención debe buscar es que en el futuro las luchas por el reconocimiento, las disputas distributivas y las movilizaciones por la ampliación de derechos se puedan canalizar de forma política, cívica, y reglada en base al respeto de la común dignidad, que no excluye a nadie. A partir de ese momento la carga de la “conllevancia” ciudadana será más ligera y sus costos mucho mejor repartidos.
(*) Rector UAHC