Viralidad y saneamiento político
(*) Por Álvaro Ramis
Artículo publicado en Le Monde Diplomatique
La historia de la medicina siempre remite a una interpretación política de la enfermedad. Ya en Hipócrates se puede ver esta relación directa entre las patologías de los cuerpos y las patologías de la sociedad. Hasta bien entrada la modernidad la salud corporal se fundaba en el equilibrio de los “cuatro humores”, entendidos como los cuatro líquidos básicos del organismo. La enfermedad era interpretada como un exceso o un déficit de bilis negra, bilis amarilla, flema y sangre. Estos cuatro líquidos podían aumentar o disminuir en razón de factores como la alimentación o la actividad de los individuos. A la vez el superávit o desequilibrio de humores afectaba tanto la corporalidad como la personalidad. Quienes tenían mucha sangre eran sociables, aquellos con mucha flema eran calmados, aquellos con mucha bilis amarilla eran coléricos, y aquellos con mucha bilis negra eran melancólicos.
En forma equivalente se consideraba que las naciones, para mantener su salud política, debían tener ese mismo equilibrio de humores. En autores como Hume, Bodin, Montesquieu o Voltaire se pueden encontrar muchas referencias a esta teoría médica como fundamento de una filosofía política. La clave era encontrar una forma de gobierno adecuada al “carácter de los pueblos”, o personalidad colectiva que se expresaba en los humores dominantes de su población. Para Aristóteles la política sabia y prudente consistía en “acomodar la forma de las cosas públicas al natural de los lugares”. Bodin escribe en el siglo XVI que “el natural del español… por ser mucho más meridional, es más templado y melancólico, más firme y contemplativo… que el francés, que de su natural… [es] inquieto y colérico”. Por ello se debían considerar principios esencialistas respecto al supuesto carácter nacional: por ejemplo, que Francia es inclinada a los pleitos, o España es una nación displicente y fatalista. Montesquieu en “El Espíritu de las Leyes” pensaba que el frío o el calor del clima dan a las diversas naciones un tan diferente carácter que de ello se siguen varios efectos: “Si es verdad que el carácter del espíritu y las pasiones del corazón son extremadamente diferentes en los diversos climas, las leyes deben ser relativas a la diferencia de esas pasiones y a la diferencia de esos caracteres”. Este determinismo salubrista de la política también se expresaba en las medicinas y tratamientos a seguir: la teoría de los cuatro humores prescribía terapias como la sangría para tratar los excesos de sangre (plétora) o la aplicación de calor para el excedente de bilis negra, o prescribir un emético para inducir el vómito para la flema, o un diurético para inducir la micción de bilis amarilla. De la misma forma, una nación podría requerir una “sangría” para calmar sus humores dominantes. La guerra o la represión sangrienta eran formas adecuadas de terapia política de acuerdo a esta idea.
Higienismo social y político
Pasó mucho tiempo hasta que se logró consolidar, gracias a Louis Pasteur, la “teoría germinal de las enfermedades infecciosas”, que identificó la causa (etiología) de las enfermedades en un germen con capacidad para propagarse entre las personas. Más tarde con Beijerinck, ya entrado el siglo XX se consolidó la virología, que identificó agentes infecciosos microscópicos acelulares, que solo puede reproducirse dentro de las células de otros organismos. Es decir, sólo hasta el siglo XX se logró superar plenamente los restos residuales de la teoría que sostenía que las enfermedades no provenían de adentro del cuerpo debido a un desequilibrio de humores.
Surge así una nueva salubridad pública, que identifica a las bacterias o agentes microbianos como culpables de la enfermedad. La higiene individual se acompañó así de una higiene social, como necesario complemento de la misma comprensión de la salud pública. En Chile esta fue la política liberal del siglo XIX, como la que impulsaron Benjamín Vicuña Mackenna, José Joaquín Aguirre, Alejandro del Río, Federico Puga Borne, Octavio Maira, Pedro Lautaro Ferrer y Ricardo Dávila. Para ellos la higiene social era sinónimo de una administración sanitaria urbana, incorporando el aseo de calles y avenidas, la relocalización de los mataderos, la construcción de habitaciones populares salubres, el abastecimiento de agua potable, la dotación de alcantarillado y la enseñanza de la higiene a la población. En esa misma línea se inscribe la tesis de grado del doctor Salvador Allende, “Higiene mental y delincuencia”, de 1933, en vincula causas de la criminalidad a factores sociales estructurales, a la luz de los progresos científicos de la época. Esta idea marcará al itinerario de Allende integralmente: cómo Ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social Pública en el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, Allende publica “La Realidad Médico-Social Chilena”, que acompañó la unificación de las estructuras asistenciales, y que anticipó la Ley del Servicio Nacional de Salud de 1952. La Unidad Popular recogió esta inspiración en cada una de sus 40 medidas, que en su conjunto constituyen un proyecto de “Saneamiento Democrático” del país.
Pero para otros actores políticos, la higiene social tuvo, y todavía tiene, otros sentidos. La más evidente es la interpretación racista del higienismo bajo el nazismo, que llevó a la política de eugenesia activa en las Leyes de Núremberg, y que se expresó en la prohibición de matrimonios interraciales, esterilizaciones forzadas, y todo un programa para promover el nacimiento de gente de “raza aria” al mismo tiempo que se exterminan las razas inferiores. Este “higienismo racial” también tuvo un correlato en la derecha como “higienismo político”, que identificó al agente patógeno en las “ideologías foráneas”, que como microbios o virus patógenos invaden la pristinal pureza política de la patria. En Chile la dictadura militar adhirió de forma explícita a esta concepción higienizante de la política, para a cuál prescribió dos remedios: el militar (extirpar el cáncer marxista, como afirmó el General Gustavo Leigh) y el legal, por medio de la Constitución de 1980, pensada explícitamente por Jaime Guzmán como el “antídoto” frente a un “Estado opresor de las libertades individuales”.
La teoría miasmática de la enfermedad
Junto a la teoría de los humores, existió también otra interpretación pre-científica de la enfermedad. Es la teoría de los “Miasmas”, concepto griego que significa “contaminación”. Bajo esta idea las enfermedades provenían de un agente externo al organismo, frecuentemente identificado con emanaciones fétidas de suelos y aguas impuras. Estos vapores o aires enrarecidos eran enviados por los dioses como efecto de una falta o transgresión colectiva de un pueblo. Por eso los miasmas sólo solamente podían ser purgados con la muerte sacrificial del agente que causó la ofensa a los dioses, y a la vez reparando el daño. Mientras no se pueda ejecutar este sacrificio la sociedad afectada seguirá sufriendo el castigo divino.
Una forma de responder a este problema era la realización de “Rituales Catárticos”. En griego katharsis significaba “purificación”, entendida como proceso de aplacar a un dios enfadado o molesto por alguna razón. Por medio de un rito el dios quedaba aplacado, el miasma disperso, y surgía una nueva oportunidad de vida saludable. Los participantes en el rito catártico tenían que experimentar un “ekstasis”, entendido como un “salir afuera de sí mismos” durante unos días específicos. Era necesario romper con la existencia normal, para enfrentarse a las causas más profundas del enfado divino.
A diferencia de la teoría del equilibrio de humores, la teoría miasmática pone el origen de la enfermedad fuera del propio organismo. En ella aparece el agente patógeno, que invade la esfera de la vida normal, debido a un desequilibrio político-ambiental que es castigado por los dioses, como transgresión al orden original y justo. En esta concepción se expresa una visión unitaria entre enfermo y enfermedad por la cual la enfermedad constituye una limitación, pero también una oportunidad para el cambio social y político, y para poder lograr una nueva forma de integración de la comunidad. Esta comprensión de la teoría miasmática permitió que Avicena, en el siglo XII, aislar a las personas durante 40 días para alejarlas físicamente de los miasmas. Llamó este método al-Arba’iniya (los cuarenta), método que pasó a los comerciantes venecianos que la denominaron “quarantena” («los cuarenta» en italiano).
Chile ya estaba viviendo una forma de cuarentena desde el 18 de octubre de 2019. Más que un “estallido”, lo que ha vivido Chile desde esa fecha es un proceso ritual de Catarsis radical, que apunta a la raíz de las patologías sociales y políticas que afectan al país. El éxtasis de la Plaza Dignidad, replicado capilarmente en todo el país, de forma “viral”, constituye un proceso inacabado, interrumpido por la fuerza de la pandemia del COVID-19, que ha obligado a la distancia social como medio de resistencia ante el contagio. Pero sería un error pensar que el proceso catártico de octubre se ha terminado. Quedan muchos miasmas que conjurar todavía.
(*) Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano